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Chicharras, un cuento de José R. Ibáñez

Imagen de portada: ‘Bell Tower’, de Edward Hopper (1923).

El cuento del mes de diciembre de la Escuela de Imaginadores en Zenda es muchas cosas al mismo tiempo. Es un relato iniciático, un relato de la transición hacia la madurez, pero también una historia que evoca las primeras relaciones juveniles, su ingenuidad, su sensualidad y su torpeza, es una narración nostálgica de vuelta al pueblo y de fin del verano, y a la vez es un cuento fantástico, mágico, donde los rituales simbolizan cambios profundos en la comunidad.

El imaginador Jose R. Ibáñez, graduado en Comunicación Audiovisual y en Publicidad, máster en Gestión Cultural, se dedica a diseñar marcas, campañas y acciones de marketing en su tiempo no libre, y es ilustrador y escritor en el tiempo que de verdad le pertenece. En estos momentos, está terminando de corregir su primera novela y escribe un libro de relatos con nuestros pueblos como eje. Leamos «Chicharras» y vayámonos hasta Villavieja del Esquezo, para celebrar el fin del verano con el ritual del fuego y el olvido.

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Chicharras

El canto de las chicharras hizo prender el fuego. Comenzó como una pequeña fogata en mitad de la carretera, la única salida de Villavieja del Esquezo. Un camino de tierra que bordeaba el otero y sorteaba el valle hasta llegar a no se sabe dónde. El olor a quemado anunció que era el momento de decir adiós y todos los vecinos detuvieron sus quehaceres para ir a vestirse de negro.

Junto al torreón, en una casita de peñas que se vencía hacia la izquierda, Arturo, el mozo de la campanera —y que desde ese verano había empezado a ayudar en el obrador a amasar panes— observaba el humo desde su ventana. Los nervios se le habían empedrado en el estómago y ahora arrastraba una pesadez que le había puesto de mal humor.

Además, había tenido que fallar a su cita diaria en la poza con Mario. Esperaba que el hijo de Pepa Lafuente, la resinera, no se hubiese presentado ahí sin él. Evitó imaginárselo con los rizos mojados y la piel de gallina, escuchando el arrullo de las tórtolas y huyendo de las hormigas rojas que venían a picotearle los pies. Arturo quiso pensar que a Mario también le habían dicho que hoy no era momento ni de risas ni de saltos ni de zambullidas; que mañana ya tendrían tiempo de arrejuntarse y compartir confidencias. Hoy era el último día del verano y tocaba que las chicharras despidiesen a alguien más allá de la linde del pueblo.

Su madre le había estado planchando la tarde anterior la única camisa que tenía. Era la que hoy usaría junto con el traje que le hizo a medida don Ramiro durante el invierno, por su decimotercer cumpleaños, y que se había pasado meses en el armario, acumulando polvo y el mismo olor a rancio que desprendía el sastre.

—Hijo, ¡venga! —irrumpió el vozarrón de su madre al otro lado de la puerta.

Estampó los nudillos contra la madera y al chico no le quedó más remedio que espabilar. Se repeinó el flequillo copiando cómo se lo había visto hacer a don Pedro —que de don no tenía nada, pues apenas le sacaba diez años— y que siempre iba como un pincel a enharinar la masa madre.

Cuando salió al pasillo, peripuesto y enlutado, se encontró a su madre con el velo echado hacia atrás, tirándole hacia el suelo de un moño demasiado prieto, con las uñas sin pintar y sujetando el palo de la fregona. Lo observó de arriba a abajo y él intentó escabullirse de esos ojos que a punto estaban de soltar algún comentario incómodo. Pero ella, que siempre parecía saberlo todo, pegó un grito y lo frenó en seco.

—¡Quieto, que está fregao!

Se acercó hasta él, sin prisa, sabiéndole atrapado al ras del primer escalón, y le alisó las cejas, cada vez más tupidas y que ya empezaban a encontrarse en el centro.

—Mira que te hice bien —dijo, mirándole con orgullo.

Ojalá no lo hubiese hecho tan delgaducho, pensó Arturo, recordando la vergüenza que sentía cada vez que tenía que quitarse la camiseta frente a su compañero de chapuzones, a quien la suerte le había regalado un cuerpo perfecto. O con orejas de soplillo, que siempre parecían estar intentando escuchar lo que ocurría tres casas más allá. Antes también odiaba las pecas que le cubrían la cara. No fue hasta que Mario le dijo que parecía llevar el cielo nocturno impreso en la cara que empezó a mirar esas manchas con otros ojos.

Antes de que diesen las once, el suelo ya se había secado. Su madre, muy seria —porque era como tocaba estar—, le agarró del brazo y lo arrastró hasta la puerta.

—Tú, conmigo —le recordó.

Se cubrió el rostro con el velo negro y salieron de casa a los últimos resquicios de un verano que se negaba a desaparecer. Hacía viento. Madre e hijo atravesaron nubes de polvo en un paseo corto hasta el torreón. Subieron los ciento cincuenta escalones sin decir nada, ojeando de vez en cuando por los ventanucos. Ella observaba cómo la columna de fuego se iba alzando por encima de los tejados. Arturo, en cambio, espiaba en dirección a la poza, oculta entre los pinos.

Su madre abrió la puerta del campanario y saludó con un buenos días a sus hijas de bronce. Pasaba el día mimándolas, afinándolas y limpiándolas; todo para que marcasen la hora a gusto y sin rechistar. Así que ya lo hizo Arturo por ellas. Chascó la lengua y resopló, obligándola a volverse hacia él.

—Arturito… —se limitó a decir.

Después, tiró once veces de la cuerda más vieja para hacer sonar la campana más grande. Una bandada de palomas salió espantada, manchando el carillón y haciéndola gruñir bajo el tul. Arturo se rio y ella lo mandó callar.

—¿Quieres salir elegido? —le bufó.

El chico tragó saliva, sabiendo que hoy hacerse notar no era buena idea. Su madre terminó de dar las campanadas y volvieron a la calle. Entre la tierra y la hojarasca se iban colando las primeras pavesas. Una densa humareda gris enturbiaba el cielo. Tras los visillos, los vecinos se asomaban en busca del valiente que se había atrevido a encabezar la procesión. Fue la vieja Dolores quien no tardó en aparecer portando la vara de madera, seguida de un pueblo que avanzaba en silencio. Solo se escuchaba el crujir del suelo bajo sus pies. Ni siquiera María Jesús Ortiz o Victoria Azafrán, las plañideras, soltaban suspiro alguno.

Su madre le empujó hasta unirse a la marcha. Arturo, lo suficientemente mayor como para saber que hoy Villavieja del Esquezo iba a cambiar para siempre, seguía siendo demasiado niño como para comprender bien el porqué.

Decían que a los más jóvenes les resultaba más sencillo olvidar, pues sus recuerdos eran blandos. Tal vez por eso Arturo ya no lograba poner cara ni nombre a quienes se marcharon el año pasado. Con los del anterior casi todo el pueblo los había logrado borrar. Solo los más viejos eran capaces de adivinar recuerdos difusos de los otros tantos que se fueron mucho antes. Así que Arturo se limitó a imitar lo que veía y a obedecer lo que su madre le había estado repitiendo a diario desde que llegó la primavera: «Hasta que se asiente el otoño, ni pío».

La comitiva de trajes negros llegó al límite del pueblo. Se aglomeraron a los pies del otero, frente al fuego, y las chicharras enmudecieron. Ahora eran ellos quienes debían hablar. Ahora alguien debía atravesar las llamas y abandonar el pueblo para siempre. Pero nadie dijo nada. El peso de aquel silencio hizo que hasta el vendaval amainase, evidenciando cómo el temor se había ido apoderando de todas esas gargantas de luto. Pero Arturo no le prestaba atención. No le importaba que a su madre le hubiesen empezado a temblar las manos. Él se volvía de izquierda a derecha buscando entre los rezagados a Mario, preguntándose cómo luciría con un traje entallado. Un cosquilleo le revoloteaba por las lumbares cada vez que creía intuirle entre la gente, pero no conseguía dar con él. Y, cuando lo encontró, se le congeló el aliento.

El hijo de la resinera sí que había ido a la poza aquella mañana. Traía el pelo chorreando y vestía una camisa de rayas celestes que se le pegaba al cuerpo, aún húmedo. Viéndole a él, parecía un día cualquiera de pleno julio. Arturo se tragó los celos y la envidia. Solo entonces advirtió cómo la madre del chico, cubierta por un velo gastado, lo había arrastrado hasta el otero agarrándole del brazo con tanta fuerza que le estaba dejando los dedos impresos en la piel.

Madre e hijo buscaron quedarse en una esquina apartada del gentío, intentando que nadie se fijase en ellos, pero no dio resultado.

—Qué falta de respeto —escuchó Arturo que alguien se lanzaba a comentar.

—Lo están pidiendo a gritos… —se le unió otro.

Las miradas furtivas hacia el jovencito que se había dejado el negro en casa no tardaron en volverse descaradas, y los cuchicheos terminaron por romper la quietud del momento.

Mario contemplaba a su público con indiferencia; las cejas le caían rectas en un gesto apático. Llevaba la misma cara que cuando acababa la tarde y el agua de la poza se enturbiaba en sombras. Cuando a los chicos ya no les quedaba más remedio que despedirse de su pequeño refugio entre pinares y regresar a sus casas para ayudar con la cena. A Mario le sentaba bien ese aspecto despreocupado; era parte de su encanto, algo que Arturo envidiaba y de lo que siempre buscaba contagiarse.

El hijo de la campanera se ladeó hacia la izquierda, buscando hueco entre los hombros de don Abdón, el regente del bar al que siempre le perseguía un olor amargo. Quiso encontrarse con los ojos verdes de Mario, sonreírle, que viese que hoy había fallado a su encuentro no por falta de ganas, sino porque no le dejaron ir. Pero su madre le pellizcó el costado, haciéndole brincar y llamando la atención del tabernero, que lo miró y agitó el bigote.

—Arturo —masculló ella entre dientes.

—¿Puedo ir a saludar? —preguntó él.

Su madre chistó y zanjó el asunto.

Pasaron los minutos. La hoguera crepitaba ansiosa, exhalando un ardor insufrible que hizo que varios empezasen a sudar. Mientras Arturo seguía notando el gesto apático de su compañero pegado a la nuca, alguna señora sacó un abanico y comenzó a golpearse con él el pecho. Abierta la veda, el resto no tardaron en unirse.

Pronto la muchedumbre devolvió su atención hacia el fuego, pues la vieja Dolores se había aventurado a plantarse frente al grupo, descubrirse la cara y decir:

—Señores, no tenemos todo el día, que se me pasa el estofado. ¿Quién marcha?

Y, de nuevo, nadie dijo nada.

La vieja, exasperada, dio con la vara en el suelo.

—Alguien tiene que irse o se nos quema el Esquezo —les recordó.

Señaló a la hoguera que, queriéndose unir al diálogo, lanzó tal llamarada que el pueblo entero se quedó sin aliento. Ahí empezaron los empujones; ninguno quería quedarse en las primeras filas, y la vieja Dolores observó con incredulidad a unos vecinos que nunca aprendían.

—Que decida una mano inocente —terminó por sentenciar.

—¡Ya no quedan! —exclamó Martín de los Erizos, quien proveía de jamones y embutidos a todo el pueblo.

—Que se marche el Angelito —gritó la exmujer del apicultor, porque no lo superaba y prefería hacer como si no existiese.

—¡Qué dice esta! ¿Nos quieres dejar sin mieles? —le defendió María Valpiñones, su nueva amante.

—Yo creo que debería irse alguien irrelevante —lanzó, de repente, don Abdón, alertando a Arturo, porque él no sabía hacer nada más que amasar pan.

Se pegó a su madre y esta le acarició el brazo. Estaba muy recta, quieta como una estatua, dejando que el pueblo se agitase a su alrededor. Él quiso imitarla. Intentó con todas sus fuerzas no volverse, no vigilar lo que ocurría a sus espaldas. Sin embargo, un runrún molesto le zumbaba en los oídos y le instaba a comprobar que Mario estaba bien.

Sin previo aviso, y al compás de un nuevo fogonazo, la vieja Dolores alzó el palo cascado, lo agitó en el aire y, sin necesidad de gritar, dijo:

—Votemos entre todos, entonces. ¿Quién es prescindible?

Y por tercera vez, nadie dijo nada. La vieja, sabiendo que su impaciencia le había enlosado a los hombros el peso de dirigir todo ese cotarro, refunfuñó entre los pocos dientes que le quedaban. No solía estar de mal humor. Farolera desde niña, tuvo la suerte de que sus primeros achaques le llegaron con el tendido eléctrico. Colgó el chuzo, la escalera y la alcuza, y se centró en pasar desapercibida. Ahora, tan viejita y tan sola como estaba, todo el mundo se apiadaba de ella, sabiendo que no merecía la pena hacerle atravesar el fuego.

—A ver, ¿qué me decís del pregonero?

—¡No! —gritó el susodicho, un chiquito barrigón y remilgado que se dedicaba a predicar lo que no ocurría.

—Sin él esto sería un muermo, Dolores —se apresuró a añadir don Pedro.

La vieja exhaló. Sus ojos recorrieron la multitud de rostros ocultos bajo los velos y las boinas. Arturo quiso mirar al suelo, pero estaba hipnotizado ante el temor de ser escogido. Por más que lo intentaba, no lograba recordar qué es lo que venía después. Se repetía una y otra vez que estaban a salvo, que no echarían a la campanera; sin ella, nadie sabría qué hora era.

Sin embargo, la vieja Dolores le apuntó con el dedo y disparó.

—Tú.

El corazón de Arturo se le desplomó hasta los talones. Se quedó tieso, lívido. La lana de la chaqueta atrapó el calor de su piel desbordada. ¿Él? ¿Por qué él? Mientras el pánico le trepaba a borbotones, las miradas empezaron a señalarle. Algunos le escudriñaron las orejas de soplillo; otros, aún despistados, buscaban al elegido más allá de su cuerpecito imberbe.

—Tú, ¿qué sabes hacer? —insistió la anciana.

—Yo… yo amaso el pan…

—¡Tú no, tú! —espetó.

Y su madre le pellizcó para que dejase de balbucear memeces. No era a él a quien Dolores hablaba y, solo cuando se dio la vuelta, comprobó que era a Mario a quien todos miraban.

El chico había perdido el gesto desganado y tenía los ojos verdes clavados en la gravilla. Se le había secado la maraña de rizos que, ahora, le enmarcaba unas facciones de ángulos perfectos. Pero Arturo no pudo evitar darse cuenta de cómo su pecho subía y bajaba a tirones y de cómo los hombros se le habían combado hacia delante. Mario, que siempre aparentaba ser tan grande y tan libre, parecía atrapado ante una condena inminente.

Di algo, pensó Arturo, con la garganta seca y las palabras atrapadas al fondo del pecho. Pero Mario no levantó la vista. Ni siquiera los toquecitos impacientes de su madre lograron hacerlo espabilar.

—Este invierno empezará a buscar oficio —prometió Pepa, con la voz agitada.

—Que se marche el crío—impuso alguien de entre el tumulto.

—¡Eso! Si se pasa el día a remojo sin hacer nada.

Llegó un punto en el que Arturo dejó de distinguir de dónde procedían las voces. Un coro afilado se había lanzado a la yugular de Mario. El pueblo había elegido a quién borrar y ya no había vuelta atrás. La vieja Dolores dio una palmada al aire para calmar los ánimos y, solo entonces, Mario se atrevió a mirar más allá del suelo. Se encontró así con los ojillos desolados de su compañero de chapuzones. El hijo de la resinera apretó los labios, se encogió de hombros y le sonrió para disimular la angustia.

—Que alguien escriba su nombre, que yo ya no tengo pulso —dijo la anciana, ignorando los gimoteos desesperados de Pepa Lafuente y con la pluma del gallo temblándole entre los dedos.

Sandra Pastor, la quesera y vecina de Dolores, hizo los honores. Escribió el nombre de Mario y se los entregó a la vieja. Esta, sin más dilación, lo arrojó al fuego.

Arturo olvidó cómo respirar. Con los ojos bien abiertos, observó cómo las llamas se calmaban hasta quedar en un puñado de brasas dóciles. El aire volvió a templarse y las chicharras entonaron la despedida.

—¡Suéltame! —escuchó que alguien gritaba tras él.

Siguió el rastro de aquella voz quebrada y se sorprendió al darse cuenta de que era Mario quien chillaba. El chico se zafó del abrazo que pretendía darle su madre, maldiciendo al pueblo, sus calles y sus costumbres. Después se marchó. Lo hizo sin volver la vista atrás, sin dejar que Arturo pudiese recordar de qué color eran sus ojos. Se apresuró entre el laberinto de cantos y polvo que era Villavieja del Esquezo y desapareció.

Arturo quiso salir tras él, pero su madre le tomó del hombro y le clavó las uñas en la chaqueta, obligándole a estarse quietecito.

—Tú, conmigo.

Él abrió la boca, pero no supo qué decir.

Poco a poco, cada cual regresó a sus rutinas. Don Abdón abrió el bar, Martín de los Erizos atendió a su ganado y la quesera se guardó la pluma del gallo en la manga para acompañar a la vieja Dolores a casa. Solo las plañideras se quedaron un rato más, llorando junto a la resinera que se había derrumbado en una esquina apartada. Le decían entre lágrimas que tuviese paciencia, que, como el fuego, el recuerdo de todo esto pronto dejaría de quemar.

—Vamos, hijo.

La campanera quiso llevarse a Arturo de vuelta a la torre. Tocaba marcar el inicio del otoño con el tintineo de la campana más pequeña. Celebrar que, un año más, el Esquezo se había librado de arder. Arturo la siguió, aún sintiendo que se le quedaba algo pendiente.

Junto a la puerta de su casa vencida, apoyado en el muro de piedra, se encontraron a un chico. Vestía una camisa de rayas celestes, tenía el pelo rizado y los ojos hinchados. Se quiso acercar a ellos, pero la mujer tiró de su hijo y Arturo se dejó arrastrar por la inercia hasta el campanario.

—¡Adiós! —escuchó que el chico le gritaba.

Arturo parpadeó, confundido, y luego contestó con indiferencia. Dejaron al extraño atrás, solo, viéndoles marchar, mientras el canto de las chicharras crecía, implacable.

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