Inicio > Firmas > Textos de autor > Mejoría dentro de la gravedad

Mejoría dentro de la gravedad

Mejoría dentro de la gravedad

Imagen de portada: La labor invisible, de Carmen Mansilla

Mecanicismo, determinismo, finalismo

Tal vez estemos en un momento de la historia del pensamiento científico y filosófico en que mayor es la distancia entre las posturas mecanicistas y las deterministas y finalistas respecto a la descripción de la realidad y el destino de esta.

La ciencia hoy en día, su permeación en el mundo y el modo en que la miramos es mecanicista. Resultado de la aplicación masiva del método científico a la búsqueda de teorías de la mayor universalidad posible, y de soluciones prácticas a las circunstancias de la existencia, la aportación científica sigue buscando causas que expliquen efectos, o provocando a la naturaleza para estudiar su respuesta a las condiciones de contorno de cualquier experimento. Pero no especula metafísica u ontológicamente sobre la finalidad última o el destino de las leyes o teorías científicas que propone y postula; entiende más bien que son un marco de juego donde el hombre actúa con márgenes relevantes de libertad en las que, exceptuando las neurociencias actuales, no entra. Además, la ciencia sabe de la obligada provisionalidad de sus propuestas, esto es, su validez sólo hasta que otras hipótesis o paradigmas expliquen un porcentaje mayor de realidad. Demostrar esto no es sencillo, pues muchos sistemas bajo estudio son profundamente complejos y formados de diferentes teorías procedentes de diferentes campos: sirvan como ejemplo la mecánica de fluidos en los fenómenos atmosféricos, o los procesos neuronales en un cerebro humano.

"Si hay un momento de la historia de la ciencia en que esta se separa dramáticamente del determinismo es la proposición del principio de incertidumbre de Heisenberg"

Si hay un momento de la historia de la ciencia en que esta se separa dramáticamente del determinismo es la proposición del principio de incertidumbre de Heisenberg. Su propuesta técnica no parece directamente interesante para los asuntos de la filosofía: no se puede conocer a la vez la posición y la velocidad de un electrón, lo cual no sucede por dificultades tecnológicas sino por la incertidumbre del mundo cuántico, lleno de paradojas para la percepción física común del ser humano. Otros ejemplos relacionados son la dualidad onda corpúsculo de las partículas subatómicas, o la existencia de quantos o estados discretos y no continuos de energía. Aquí puede realizarse una primera distinción entre un mundo macroscópico fácilmente cuantificable y más obviamente mecanicista, donde entró la relatividad, y un mundo microscópico aparte, que no nos resulta intuitivo, donde la materia se comporta de otra manera y sigue leyes en las que el principio de causa efecto no es ni siquiera una intuición. Pero también puede optarse por la aplicación del principio de Heisenberg como inesperada demostración del postulado del noúmeno de Kant (básicamente: conocemos un mundo adaptado a nuestra estructura posible de conocimiento, pero no necesariamente la realidad), hipótesis que, aunque no se planteó para su demostración científica, ahora contaría con determinado respaldo empírico: decir que en el momento en que fijamos la posición de un electrón no conocemos su velocidad, o al revés, significa también que la realidad al completo es incognoscible, que el ser humano solo puede estudiar definitivamente una cantidad de realidad que está a un determinado alcance. La realidad, en efecto, parece evasiva para un ser no superior, porque el ser humano, al estudiarla, no recoge resultados completos de la observación o de la experimentación, sino limitados, parciales y dependientes y sólo de la interacción con esa realidad. Esta constatación fascinante aplica de maravilla a las ciencias sociales, en principio observacionales y no experimentales, pero en las que la interacción científica sobre el objeto del estudio supone afección, y cambio, del objeto.

Werner Heisenberg

Pocos siglos antes, durante el dominio del racionalismo, la ciencia deductiva del momento postulaba leyes mecanicistas en sistemas filosóficos cuyo determinismo de origen religioso no era discutible; el orden del universo en su funcionamiento como un reloj era una demostración de la existencia de una inteligencia superior indiscutible y conocedora de pasado y futuro en su omnipotencia, que venía acompañada de una doctrina finalista de la realidad, la cristiana, aunque con determinados matices según países, épocas, e incluso cristianismo implicado. No era lo mismo la Inglaterra más librepensadora de Newton que la Italia contrarreformista de Galileo, o publicar los resultados tan innovadores como los de Copérnico —que no se entendieron hasta pasado un tiempo y con Copérnico ya muerto— que ser consciente de que tus resultados, de publicarse, pueden darte muchos problemas —como Descartes—. Son condiciones en las que no siendo posible el desarrollo completo de los métodos científicos (una imposible revisión por pares, por ejemplo), resulta difícil afirmar que los mecanicismos cartesianos o newtonianos (ambos hombres profundamente religiosos), de ser contrastados en libertad intelectual real, hubiesen confirmado la visión del mundo que se les asignaba.

"El mecanicismo, el determinismo, y las teorías finalistas hunden sus raíces en la historia de la filosofía y el pensamiento occidentales"

Tal vez el principio de incertidumbre de Heisenberg, publicado en 1927, necesitó también de tiempo para ser comprendido, aunque dados los avances de la física teórica de las primeras décadas del siglo XX probablemente no fueron los plazos del heliocentrismo copernicano. Y, desde luego, los conceptos involucrados son lo suficientemente complejos para no ser comprendidos por la población. Nada que ver con el riesgo de que la tierra no sea el centro del universo, o con que el hombre proceda de una selección natural azarosa, por poner otro ejemplo más cercano a 1927; pero, en cualquier caso, cuando Heisenberg trabaja, no existe ya doctrina religiosa que pueda imponer su visión dogmática sobre un estudio científico que también le desborda.

El mecanicismo, el determinismo, y las teorías finalistas hunden sus raíces en la historia de la filosofía y el pensamiento occidentales, y se relacionan con matices de interés. El sistema atomista de Demócrito era mecanicista: los átomos, con sus choques al azar y sin seguir directriz alguna, constituían el todo. Aristóteles critica esta idea, pues significaría que el mundo que ordenó y clasificó se habría creado dando palos de ciego que por azar habrían dado lugar a un orden inesperable en semejantes condiciones. Ni la visión lúcida de Demócrito ni el método silogístico o los primeros axiomas de Aristóteles sabían de la edad del universo ni del cálculo de probabilidades, pero contribuyeron a construir el conocimiento actual. Aristóteles tenía un sentido teleológico de la vida del ser humano y de la polis, rastreable en sus estudios de metafísica, pero aplicables de un modo práctico en ética y política. Pero resulta complejo llamarle determinista: reconoce la libertad positiva y obligatoria del ciudadano, y la visión cósmica griega habla de un tiempo no solo cronológico, en el que no se concibe un progreso en camino de una perfección finalista que indicaría que el cosmos actual no está completo. Estas concepciones cronológicas se introducen en el pensamiento occidental con la irrupción del cristianismo. La creación, el Apocalipsis y la parusía trastornan definitivamente el mundo cíclico de los griegos, y, a partir de la Edad Media, la idea de un progreso de la humanidad impregna el pensamiento occidental de manera general, lo cual también significa que el pensamiento y acción cristianos contribuyeron decisivamente al progreso material, aunque existan ejemplos de dogmatismo que intentaran lo contrario, a menudo con éxito. El progreso occidental no entra en duda incluso cuando los filósofos no son cristianos: Marx o el nazismo son dos ejemplos. ¿Cuándo termina este prurito finalista en el pensamiento occidental, adalid del progreso técnico y orgullosos de sus avances sin igual? Entre 1914 y 1989, en algún lugar mental entre Auschwitz, el Gulag, e Hiroshima.

Ser o no ser los mejores (confrontación mínima por el progreso máximo)

¿Dónde estamos hoy? En 2025, en menos de tres décadas, ha habido una brutal crisis financiera, una pandemia que se hizo distópica de modo inevitable, varios conflictos de crueldad enorme en las puertas de Europa, y un avance continuado del iliberalismo político. Fenómenos que han sido o son, en todos los casos y como también corresponde a la época, globales. La situación ha parado en seco la publicación o realización de libros o charlas que celebran el progreso del mundo actual, y que proliferaban hace solo diez años, con autores que han pasado de la euforia a la prudencia, cuando no se han sumado al desencanto distópico. Es en este panorama donde el filósofo Javier Gomá no permite que el desaliento le sume a esos silencios y proclama desde sus libros (“Universal concreto”) y conferencias recientes que, en el mundo actual, en Occidente, somos los mejores de la historia y del mundo tanto en progreso técnico como —y aquí la bomba— moral. A pesar de ello, la sociedad no lo reconoce especialmente, y no solo eso: lo cree falso y eurocentrista. Eso sí, es importante recalcar que Gomá afirma también que esto no significa que sea un sistema perfecto, ni que no pueda (ni deba) mejorarse. En Verdades penúltimas, un libro escrito con el periodista Pedro Vallín, se rebaja algo la contundencia del aserto: somos una sociedad imperfecta, pero la menos imperfecta de las que existen y han existido. Esta formulación a lo Churchill tranquiliza la probable respuesta crítica, aunque no la anula.

"Y Occidente se ve a sí mismo muy mal en este tema, juzgándose severamente y siendo incapaz de reconocer sus logros"

Salvo regímenes tiránicos de corte nihilista, como los define André Glucksmann, y que incluye países como Afganistán u organizaciones como el Daesh, nadie en el mundo no occidental se alza contra el progreso técnico alcanzado en Occidente. Pero, sin embargo, nadie reconoce el progreso moral. Gomá admite que pensadores que han proclamado las bondades del progreso como Steven Pinker y Matt Ridley nunca se han preocupado por el progreso moral. Y Occidente se ve a sí mismo muy mal en este tema, juzgándose severamente y siendo incapaz de reconocer sus logros. Así, a pesar de, por ejemplo, subrayar los avances médicos o educativos, pensamos que a nivel mundial las niñas van significativamente menos a la escuela que los niños, o que todas las especies en extinción están peor que hace diez años, o que la esperanza de vida en países de rentas medias o bajas está descendiendo. Todos estos indicadores medibles que pueden asignarse a respuestas concretas de lo que es un progreso en cuestiones morales son, sin embargo, bastante positivos (pueden chequearse en Gapminder.com y en la obra de Hans Rosling).

Javier Gomá

Por supuesto, esta idea es molesta, y es por ello objeto de las acusaciones imaginables: ingenuidad, eurocentrismo, optimismo ciego… Por ello también se lleva la mayor parte de cuestiones y debates en las últimas charlas de Gomá, especialmente después de publicar “Universal Concreto”, donde la idea se desarrollaba por completo por primera vez; además, se ofrecían matices como la escala temporal (esto no puede juzgarse en el ciclo vital de una única persona, sino que debe mirarse con mayor amplitud temporal), o la visión no finalista ni mecanicista de la historia (“la Historia no está sujeta a la legislación”), además de recordar que la democracia liberal es postulable como una anomalía en la historia de Occidente que bien puede involucionar (de lo que se deduce una visión experimental y no esencialista del momento histórico). Además ofrece sus razones para este malestar en Occidente respecto a sus mejores logros propios: (1) la condición moderna del yo subjetivo, sin agarre alguno a explicaciones trascendentes; (2) la conciencia de la dignidad igualitaria, es decir, la sociedad es vigilante y denunciadora en las injusticias; (3) el concepto moderno de cultura crítica muestra por su lado una influencia aún relevante de los filósofos de la sospecha: Marx —que negó el poder—, Nietzsche —que negó a Dios—, y Freud —que negó el yo—; y (4) la caída del telón de acero como acontecimiento que eliminó al enemigo al que culpar de todos los males.

"¿Por qué somos los mejores? O, formulado de manera diferente, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No quiere ser una pregunta historicista, sino conceptual"

Las tres primeras razones tienen un carácter filosófico relacionado con la definición de la modernidad. El cuarto es un argumento basado en un hecho histórico al que se le asigna un creíble peso psicológico, al que no obstante es complejo transponer desde su componente geopolítico o de trascendencia nacional a una asunción íntima del ciudadano. Pero todos ellos se formulan inevitablemente desde Occidente, que todavía lidera el progreso técnico, que permanece bajo el régimen creado por su tradición política de la democracia liberal, y que ha elevado a términos no conocidos la dignidad de las minorías.

¿Por qué somos los mejores? O, formulado de manera diferente, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? No quiere ser una pregunta historicista, sino conceptual. Las culturas ajenas que se acercaban a cualquier otra cultura indefectiblemente eran repudiadas y sus miembros calificados de bárbaros y salvajes, mientras que a los miembros de la cultura propia se les califica, en territorios muy dispares, como “los buenos”, “los elegidos”, “los humanos”. Lévi-Strauss afirma que ninguna cultura se ha desarrollado completamente alejada de las demás, o de otras culturas. Tampoco cree el antropólogo francés que exista el evolucionismo cultural, pues defiende que no existe la diversidad cultural sino etapas o fases de una cultura en distintas fases de desarrollo, dado que no existen evidencias en la naturaleza de este desarrollo, y que el concepto hace suponer falsamente que existen pueblos infantiles o sin historia.

Es peculiar que siendo tan distintos reflexiva y metodológicamente, las aproximaciones de Gomá y Lévi-Strauss lleguen a conclusiones acordes entre sí, pues la negación del finalismo histórico es patente en ambos. Claude Lévi-Strauss ve inevitable que el estudio de nuestras culturas anteriores dé la sensación de progreso, pero antropológicamente no lo ve tan sencillo (la Ciencia del siglo XX ha categorizado edades de la humanidad que ahora se postula o conoce que convivieron en el tiempo, poniendo al menos en duda que el avance sea lineal o completo) y considera que la civilización occidental, basada en poner a disposición del ser humano ingentes cantidades de medios mecánicos y energía per cápita, ha conseguido una superioridad actual evidente. Con grandes valores, pues su cultura acumulativa ha protegido y prolongado la vida humana como nunca. Pero también compensaciones muy negativas, como las grandes guerras y matanzas que reajustan quien lidera la acumulación histórica, o la desigualdad en el reparto de los medios mecánicos comentados.

"Si hablamos de una cultura y civilización occidentales no podemos olvidar que el cristianismo, liberalismo, marxismo o anarquismo nacieron en Occidente"

La apropiación cultural (en el buen sentido: una cultura que entra en contacto con otra que dispone de una mejor tecnología para el desarrollo, o la supervivencia, la adopta y reelabora en su propio marco) y la colaboración entre culturas son conceptos relevantes en antropología cultural. Para Lévi-Strauss, el “triunfo” (del cual es más escéptico que Gomá incluso habiendo escrito en décadas de menor zozobra aparente) de Occidente es resultado del número y diversidad de culturas con las cuales ha participado en la elaboración, que el antropólogo considera involuntaria, de una estrategia común. Recordemos en este sentido que Occidente es un concepto también amplio en sí, y que si hablamos de una cultura y civilización occidentales no podemos olvidar que el cristianismo, liberalismo, marxismo o anarquismo nacieron en Occidente. La paradoja es que, si el progreso cultural funciona a partir de la fusión de culturas, la condición inicial necesaria del progreso así concebido (la diversidad cultural) se pierde porque la integración homogeneiza a las culturas. Esto resulta obvio al nivel humano en que se quiera poner: un individuo, una asociación, un Estado pierden individualidad, identidad, incluso esencia, al colaborar con el otro, sea amigo o extraño. Pero a la vez gana fuerza, estabilidad, capacidad.

Hannah Arendt

La mencionada “elaboración involuntaria de una estrategia común” es un matiz discutible, pues al hablar del éxito de Occidente, de su mayor progreso moral, o de su extensión cultural, resulta imposible no mencionar el colonialismo, especialmente el reciente y por ello coincidente con la modernidad cientificista del siglo XIX, momento de origen también de las concepciones políticas actuales. Para Hannah Arendt, por ejemplo, el imperialismo europeo de la segunda mitad del siglo XIX desde luego no pretendió nunca integrar nuevas culturas ni obviamente formas políticas, sino que era una expansión territorial que exigía el momento social y económico europeo, en el que la relación entre la acumulación de medios en las naciones y la aparición de las masas y desigualdades acabó alimentando los totalitarismos y el desprecio de los pueblos colonizados fue un factor que coadyuvó al antisemitismo que dio lugar al nazismo (ambos también “productos” occidentales). Para Arendt la visión de Lévi-Strauss sería en exceso benévola, pero tal vez sea por una restricción temporal, un ciclo de la historia a contemplar en una escala mayor, como pide Gomá. Lévi-Strauss apunta también una realidad casi de carácter reformista desde la mirada actual, en su comparación fructífera de las revoluciones neolítica e industrial: ambas supusieron relevantes cambios sociales y económicos y dieron origen a una fuerte desigualdad fruto de una situación inicial de explotación humana (esclavitud, proletariado). Sin embargo, también dieron lugar a que la diversidad de las culturas se introdujera en los nuevos sistemas y pudieran conseguirse mejoras sociales, en un salto que es un tranquilizador resultado histórico, pero en sus detalles puede encerrar hechos menos edificantes.

"Para Claude Lévi-Strauss podríamos estar viviendo un hecho probablemente único, como es la existencia de una civilización mundial por primera vez en la historia"

En el “somos los mejores” o en el “somos la sociedad menos imperfecta”, se asumiría de facto la existencia de “los peores” y de “sociedades más imperfectas”. Gomá afianza el argumento apelando a las minorías y a las clases o al género oprimidos en la historia, que tienen que admitir necesariamente que para ellos el Occidente actual es el mejor tiempo de dicha historia y el mejor lugar del planeta para vivir. Los contrarios a la idea de Gomá, que generalmente cuestionan el precio pagado para esta situación, al hacerlo admiten la situación a pesar de su pasado. Otra pregunta relevante es si seguiremos siendo los mejores… Gomá manifiesta que en términos de organización política y estatal es en la práctica imposible conseguir un modelo mejor de contrapesos de poder y de respeto —derechos— a la dignidad individual que la democracia liberal desarrollada desde la Segunda Guerra Mundial en Occidente. Que tiene diferentes sistemas en que se ejecuta según los países, y que en ese sentido es perfectible, y debe necesariamente luchar por mejorar, especialmente en su aplicación justa y equitativa por personas que pueden tener intereses distintos al común, pero que deben plegarse al mismo. Pero que el modelo no admita variaciones sustanciales o significativas en sus principales fundamentos consensuados no asegura su supervivencia, porque es un experimento aún menor temporalmente en la Historia humana, y porque, paradójicamente, en la debilidad de cada uno de sus poderes, definidos por su limitación, que la conforman se encuentra una de sus más particulares fuerzas: no es fácil derrocar un poder que no es ejercido en exclusiva por un único organismo o persona.

Para Claude Lévi-Strauss podríamos estar viviendo un hecho probablemente único, como es la existencia de una civilización mundial por primera vez en la historia. Las globalizaciones comercial, industrial y turística se han asentado, y la pandemia universal lo confirmó en 2020. Pero piensa que el fenómeno está en marcha sin resultado claro, y su pronóstico formulado en 1973 aún es válido: ¿caminamos a una occidentalización integral o las formas de sincretismo desarrolladas en áreas no occidentales como China, India o el mundo islámico sobrevivirán e incluso se impondrán? ¿Puede sucumbir el mundo occidental, tal vez romperse en subcivilizaciones ahora impensables? Probablemente esto solo suceda si se detiene el progreso moral que Gomá destaca (Lévi-Strauss es menos entusiasta con su expresión: vivimos más y eso parece suficiente; el caso es que vivimos más todos). ¿Podemos por ejemplo imaginar una vuelta de la pena de muerte a la Unión Europea? ¿La eliminación de derechos fundamentales hoy admitidos plenamente como el aborto o el matrimonio igualitario?

Finalmente, tienta aquí señalar también que el fin de las culturas que, según Lévi-Strauss, supone el fin del progreso al alcanzar una civilización única, se entrelaza con el fin aparente de los recursos y las consecuencias de ello. Recordemos en ese sentido los estudios de Jared Diamond sobre el colapso de las civilizaciones, en las que el final de los recursos y el aspecto ambiental estuvieron presentes en todos los casos.

El valor de la sospecha

En “Verdades penúltimas” menciona Pedro Vallín lo especialmente molesto que resulta escuchar el lugar común según el cual hemos evolucionado en lo tecnológico y material, pero no ha habido ningún progreso moral. Lo califica de “memez oceánica” contraponiendo el ejemplo de la población acudiendo en masa a las ejecuciones y torturas públicas como forma de entretenimiento rutinario no hace tantos siglos. El corolario directo es que dejar de acudir a ejecuciones es progreso moral. El ejemplo es especialmente particular, por coincidir (puede que no sea casual) con el epatante inicio del conocido análisis del postestructuralista Michel Foucault Vigilar y castigar sobre las formas de control y castigo: la descripción del suplicio de Robert-François Damiens en 1757 en París. Apoyado en su peculiar historicismo, Foucault indica que en el paso del siglo XVIII al siglo XIX los suplicios, “la fiesta punitiva” se va extinguiendo por la desaparición del espectáculo, que empieza a verse con desagrado por la nueva conciencia liberal, y la anulación del dolor sobre el cuerpo del delincuente, en el que las penas físicas que sufre (reclusión, trabajos forzados, deportación) tienen una relación castigo – cuerpo claramente distinta al suplicio: “el castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos”.

"Foucault no es estrictamente un filósofo de la sospecha, aunque indudablemente sus cuestionamientos del orden y el control procedan de ahí, especialmente de Nietzsche"

Foucault no es estrictamente un filósofo de la sospecha, aunque indudablemente sus cuestionamientos del orden y el control procedan de ahí, especialmente de Nietzsche. Tampoco cree en un origen o un fin determinados, no es finalista en ese sentido. Pero el ejemplo es interesante para entender una dialéctica del pensamiento que la sospecha favorece: la revelación de casuísticas que pueden ser injustas e incluso opresoras en los sistemas establecidos, aunque estos sean consensuados y permeables a la reforma, en ocasiones tan lenta. Ahora bien, la sospecha puede ser ciega a los avances, e incluso impedirlos si impone agresivamente su método (el análisis, la deconstrucción, la desconfianza) sobre el contenido del objeto. Foucault, por supuesto, estudia el castigo físico también desde el siglo XIX a la actualidad, tiene ejemplos de su persistencia, aunque sucede alejado de los focos —en lugares de tanto interés para este autor como los asilos, los psiquiátricos, los colegios, las academias militares, etc., además de, por supuesto, las prisiones—. Otros autores, como Norberto Bobbio, afirman que la libertad positiva se ha hecho un lugar en estos lugares mediante una reivindicación de derechos y autonomía para los recluidos inaudita hasta hace pocas décadas. Pero Foucault advierte del traslado del castigo desde el cuerpo al alma, ya propuesta así en el siglo XVIII. Una apelación al alma que en tiempos sin religión ni trascendencia es chocante, y más si no sucede bajo los focos ni en experiencia pública colectiva.

Michel Foucault

Vallín comenta que sus amigos de raigambre marxista no aceptan su punto de vista del actual progreso moral, pero se diría que las fuerzas ideológicas que contraargumentarían esta idea en realidad ayudan a establecerla, son parte de la crítica continuada del sistema. Que esta crítica pueda ser exacerbada, incluso injusta, y que pueda no estar canalizada en las vías reconocidas y con seguridad adocenadas del sistema, no elimina su valor conceptual y desde luego no por ello debe ser impedida violentamente, constituyendo una diferencia relevante con los sistemas más imperfectos. Un sistema totalmente insensible a la potencial crítica nacida de una realidad argumentada y mantenida en el tiempo estaría probablemente comenzando a perder su progreso moral y se asomaría a la posibilidad del rupturismo o la revolución.

La gravedad del enfermo

Dos usos del concepto de gravedad nos son convenientes en este texto, la gravedad como parámetro físico y en su sentido médico, aplicados respectivamente a la atracción entre cuerpos o a su estado de enfermedad. La gravedad en física entra con gloria en la Historia merced a la leyenda de la manzana que le cayó sobre su cabeza a Newton. Sea verdad o no, lo cierto es que el genio inglés dedujo a partir de los trabajos de otros (Kepler, Galileo, Descartes) que los movimientos de los cuerpos en la Tierra y en el espacio seguían las mismas leyes, que fue capaz de deducir explicando con formulaciones matemáticas los movimientos de los astros. Las predicciones de su teoría (la deducción de la existencia de un planeta más allá de Urano, que resultó ser Neptuno, es la más reconocible) fueron reconocidas como dignas de un genio. La física moderna se abría por tanto con una carga fuertemente racionalista, tal vez peculiar considerando que la tradición británica es y era, especialmente, empírica y liberal. Si la razón, ese elemento del dualismo ontológico humano discutido por la filosofía desde hacía milenios, predecía a la perfección el verdadero movimiento celeste, que tanto obsesionó a los antiguos, mediante un universo-reloj tan organizado, era difícil negar racionalmente a Dios, por mucho que la ortodoxia religiosa se negara a aceptar el heliocentrismo. Este deseo de certidumbre sería anhelado por otros campos científicos, y revela el peso de la física en la filosofía de la ciencia, pero no define la práctica científica.

"Este hegemón, además, podría perder su liderazgo económico mundial ante China y caer en la trampa de Tucídides del líder desconcertado ante su decadencia"

Aplicando ahora el concepto médico de gravedad al “enfermo” de la contemporaneidad más palpable, ese organismo que el siglo XXI ha heredado y al que se podría llamar Democracia liberal o Estado social de derecho, definido como “fuerte” por no serlo de manera absoluta en cada uno de sus poderes, y sabiendo ya de partida que es imperfecto, los indicios de gravedad del enfermo son varios e importantes. En primer lugar, el hegemón occidental de las últimas décadas está profundamente dividido y aparentemente incapaz de encontrar un espacio cívico común que frene su enfrentamiento social, que bien pudiera agravarse por la libre disponibilidad de armas. Este hegemón, además, podría perder su liderazgo económico mundial ante China y caer en la trampa de Tucídides del líder desconcertado ante su decadencia. Un segundo factor es la dificultad del enfermo para acceder a la ingente cantidad de recursos naturales —o cantidad de energía, en lenguaje de Leví-Strauss— que necesita para mantener no ya su llamada calidad de vida sino la progresión acumulativa que su sistema productivo necesita para retroalimentarse, reconocer su éxito, e insuflar optimismo continuado al enfermo. Esta necesidad además parece mutar de elementos concretos necesarios (del carbón al petróleo, del petróleo a las tierras raras) pero no de concepto, cercano además a algunas de las peores actuaciones históricas del pasado cercano del enfermo, como el colonialismo o la esclavitud. El tercer factor de gravedad para el enfermo es que en él anidan enemigos internos, definidos pero polimorfos, introducidos en sus instituciones y aprovechándose de ellas, conocedoras de sus debilidades, y que permiten el apalancamiento de ideas que buscan su derrocamiento, tanto por connivencia quintacolumnista con autocracias disgustadas con las formas y exigencias culturales que el enfermo tuvo en el pasado y ahora mantiene con menor fuerza moral, como por su propia ansia de poder, que parece querer ejercer con maneras neototalitarias.

Isaac Newton

Un cuarto factor podría ser psicológico, y moverse desde la complacencia inoperante con que el enfermo sólo contempla y subraya sus éxitos a la ceguera ante el avance del resto del mundo, al que ha contribuido, pero del que no es su único factor de crecimiento. Tal vez un ombliguismo exagerado, un cerramiento en las propias mitologías y filosofías occidentales, impide entender mejor ineludibles progresos sociales y morales en países que, tradicionalmente y con su carga de arrogancia, el enfermo ha llamado “en vías de desarrollo”. En general, el enfermo aprovecha para analizar con mecanismos más propios de su misma filosofía de la sospecha que del análisis racional aquellos episodios puntuales, que son significativos, que afianzan su propio punto de vista: la gestión colectivizadora de la pandemia del Covid llevada a la exageración del encierro durante meses por parte del gobierno chino puede ser el mejor ejemplo reciente.

"El enfermo de aquel tiempo, la audaz democracia de incipiente sufragio universal, entró en coma; diez años después, en 1939"

Ahora bien, el enfermo parece indudablemente resistir más de lo esperado. El paralelo histórico que más asusta pero que, por otro lado, parece ajustarse mejor, es el correspondiente al período de entreguerras. A ello contribuye el hecho de que en 1929 se produjera un crack financiero descomunal que destrozó la riqueza de medio planeta. El enfermo de aquel tiempo, la audaz democracia de incipiente sufragio universal, entró en coma; diez años después, en 1939, empezó una muerte clínica de seis años llamada Segunda Guerra Mundial. El enfermo actual, sin embargo, tuvo su propia crisis de salud en 2008, pero diecisiete años después aún no aparenta haber entrado en coma. Sin duda es a pesar de todo más fuerte de lo esperado. Un segundo factor que contribuye a la tentación comparadora de la Historia es que el enemigo interior alcanzó un poder importante y desde luego suficiente ya en 1933, cuando Alemania se sumó al fascismo italiano y al totalitarismo estalinista en la profunda deriva antihumanista. Esto desafortunadamente ya lo está viviendo el enfermo actual, al menos desde 2016, cuando el Brexit y la primera victoria de Donald Trump confirmaron un triunfo inicial del iliberalismo que desde entonces va actuando sobre el cuerpo del enfermo. Aún hay un paralelo más: aquel enfermo terminal de los años treinta del siglo XX y el grave de hoy en día sufrieron conflictos locales (o enfermedades relevantes en órganos importantes) de especial significado como potenciales ensayos del posterior, la guerra total. En su día el conflicto ejemplar de esta situación fue la Guerra Civil Española, que estalla siete años después de la crisis. Ucrania lo hace catorce años después del estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera, y consigue introducir el discurso prebélico requerido para la confrontación.

Por supuesto, cada conflicto y cada época arrastran una historia con matices políticos y territoriales cuyo detalle ridiculizaría esta comparación ingenua. Hacerla en cualquier caso no pretende ser una admisión determinista de que el gran conflicto va a suceder y de que la paradoja de Popper (el sistema tolerante toleró al intolerante que acabó con la tolerancia) se ha aplicado.

Podemos, o tal vez debemos, tener más argumentos para la esperanza de que el camino no tenga uno de sus retrocesos cíclicos. Por ejemplo: la globalización. ¿Qué país sobrevive hoy a la ruptura logística en un mundo como el actual? En contra de esto bien se puede decir que algo similar pensaban los países europeos en la primera década del prodigioso siglo XX que estaban abriendo, con una victoria que creían definitiva del progreso y la razón. La globalización actual implica una digitalización en una red cuya inoperatividad dificultaría el temible conflicto final. Ello ha abierto el concepto de guerra híbrida, una especie de nueva Guerra Fría que se traduce en tecnologías que se enfrentan en un campo de batalla añadido: el virtual.

"¿Hoy la guerra es una ampliación real de mercados, es el mejor modo de crecimiento de la influencia de área económica donde colocar producto propio?"

El enfermo, además, dispone de algunas fuerzas no ocultas, pero sí discretas, de las que no aparecen en los análisis principales. Por ejemplo, su población totalmente alfabetizada y ampliamente formada, conocedora de derechos, libertades y dignidades, cuya desmovilización aparente tiene matices: un posicionamiento edadista afirmaría que la juventud de Instagram o TikTok no cogerá los fusiles (aunque tal vez sí los mandos de drones a distancia deshumanizadora) y no aceptará entrar a los ejércitos regulares para salvar entidades patrióticas desdibujadas en el mundo global. Tal vez estas preguntas respondan a matices de vulgaridad, o de corazón poco educado o incluso no educado, como diría Gomá, pero es probable que la propaganda en favor de una militarización de la sociedad haría su trabajo, si es que no está iniciándose ya. Las preguntas de corazón más educado tendrían que ver con la resiliencia de un sistema repleto de funcionarios cualificados, y de ciudadanos profesionales ampliamente conscientes de los riesgos de que el enfermo colapse (pero también hay contraargumento histórico: no había país más educado en artes y ciencias, y de funcionamiento reglado que la Alemania víctima de la inflación en el periodo entreguerras). Entre estos profesionales se antojan especialmente relevantes los especialistas en cuestiones económicas y financieras, tan relevantes en el sostenimiento de la economía mundial actual, pues cuando las crisis son globales o devienen en revoluciones, no digamos ya conflictos armados, la igualdad económica a la baja se desata. ¿Es necesario? ¿Hoy la guerra es una ampliación real de mercados, es el mejor modo de crecimiento de la influencia de área económica donde colocar producto propio? ¿Lo apoyarían todos los miembros de clases acomodadas, que hoy constituyen un estamento más numeroso y capilarizado con la sociedad que en entreguerras? Tal vez bajo una ideología insana de concentración aún mayor de riqueza pensando en el expolio de recursos que las consecuencias de una guerra también puede propiciar.

"Así, la época de mayor progreso científico, que tan adecuado ha sido para aumentar la supervivencia del enfermo, ha también creado resistentes anticuerpos irracionales en el mismo"

Hay ciertamente ejemplos locales en que los argumentos para la esperanza no han sido suficientes, pero los intentos de desahuciar totalmente al enfermo no parecen ser capaces de completar la tarea de llegar a un nivel global. El enfermo mantiene otra resistencia que es resultado del devenir actual: no parece tan sencillo destruir el sistema electoral, dado que las autocracias modernas no solo ganan elecciones, o gobiernos mayoritarios como resultado de votaciones de democracia indirecta, sino que tienen que seguir haciéndolo, pues es su actual legitimación fundamental de base para instalarse en el poder.

Es muy conocida la afirmación de Adorno y Horkheimer sobre el racionalismo científico del siglo XIX llevado a sus últimos extremos al dar lugar a los totalitarismos del siglo XX, basados en un raciocinio que devino amoral, con su darwinismo social y su materialismo dialéctico. Peculiarmente, el momento actual no se caracteriza por una exacerbación de los científicos y de sus métodos garantistas, sino más bien por lo contrario: la demonización de la ciencia, de los experimentos, y, de paso, de las élites culturales, universitarias o artísticas. Pero, sin ser novedad estos últimos casos, el científico o tecnólogo o experto y sus datos e hipótesis ya no se usan para demostrar que una raza es superior, sino que sus resultados actuales se cancelan en favor de una realidad acientífica alternativa insertada en un escepticismo conspiranoico, y lanzada contra el enfermo mediante incluso un galope de Gish continuado, ya se trate de vacunas, de chemtrails o de terraplanismo. Así, la época de mayor progreso científico, que tan adecuado ha sido para aumentar la supervivencia del enfermo, ha también creado resistentes anticuerpos irracionales en el mismo.

Simone Weil

"Con su vacío místico Weil se refería también al sufrimiento y al dolor corporales en que encontrar redención. ¿Acaso es una receta posible para todos? No"

En la gravedad que nos rodea se pueden adoptar diferentes miradas. Se puede lógicamente sentir el peso abrumador de un mundo que, nos dicen, se derrumbará en breve, acosado por las fuerzas de la gravedad que desahuciarán al enfermo, y donde el retiro resiliente e individual, basado en un falso estoicismo nihilista, encuentra un cierto éxito. Pero se puede también leer la actual indignación extraordinariamente extendida como síntoma de la amorfa resistencia ciudadana (económica pero también moral) a que el enfermo colapse. Esta última sería la versión de Gomá y Vallín. Es una esperanza que, a veces, cuando las noticias de desmanes inhumanos se agolpan, parece quebrar y necesitar de un esforzado renacer diario. Pero puede ser trascendente; decía Simone Weil (que tendría experiencias místicas, pero también hizo las guerras que nosotros no hemos vivido) que “todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia”. Es turbador pensar que mientras Weil daba estas indicaciones mecanicistas y apelaba, sin embargo, al vacío metafísico de la vida, los grandes pioneros de la mecánica cuántica postulaban esa estructura subatómica gracias a experimentos con radiaciones que atravesaban o reflejaban en láminas, al impactar en sus núcleos o simplemente atravesar el vacío entre núcleos y partículas. Una vez más la divinidad, esa forma de certidumbre, y la física se miran.

Con su vacío místico Weil se refería también al sufrimiento y al dolor corporales en que encontrar redención. ¿Acaso es una receta posible para todos? No. Pero podemos retener al menos una imagen de la leve alma humana intentando escapar de la gravedad física, liberada también de la gravedad médica, y mirar hacia un destino desconocido e indeterminado, que fuera resultado de una aspiración verdadera a lo mejor.

Esta invocación ha sido mística, poética e ideal, pero… Ser los mejores en ámbitos técnico y moral sólo puede ser, dadas las dificultades innegables de la existencia, resultado de un infinito esfuerzo por conseguir que se reduzca, minimice e idealmente desaparezca el sufrimiento que a veces, con frecuencia, tanto las personas como las ideas y teorías causan en los cuerpos, grávidos, aquí, en la Tierra.

——————————

Bibliografía

Adorno, Theodor W. y Horkheimer, Max, “Dialéctica de la Ilustración, Akal, 2020.

Arendt, Hannah, “The Origins of Totalitarianism”, Penguin, 2017.

Bobbio, Norberto, “Igualdad y libertad”, Página Indómita, 2020.

Diamond, Jared, “Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen”, DeBolsillo, 2007.

Giner, Salvador, “Historia del pensamiento social”, Ariel, 2017.

Innerarity, Daniel, “Política para perplejos”, Galaxia Gutenberg, 2018.

Gomá, Javier, https://www.youtube.com/@javiergomalanzon9264/videos

Gomá, Javier, “Universal concreto”, Taurus, 2023.

Gomá, Javier, y Vallín, Pedro, Verdades penúltimas, Arpa, 2024.

Lévi-Strauss, Claude, “Raza e historia”, en “Lecturas de Antropología Social y Cultural. La Cultura y las Culturas”, compilación de Honorio M. Velasco, UNED, 2010.

Malamud, Carlos, “Populismos latinoamericanos: los tópicos de ayer, de hoy y de siempre”

Rosling, Hans (con Rosling, Ola y Rosling Rönnlund, Anna), “Factfulness. Cómo los prejuicios y un mal uso de los datos condicionan la visión de los problemas del mundo”, Deusto, 2018.

Foucault, Michel, “Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión”, Siglo XXI, 2023.

Weil, Simone, “La gravedad y la gracia”, Trotta, 2007

0/5 (0 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios