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A ver qué pasa

A ver qué pasa

Quería decir otra cosa…

IVAN TURGUÉNIEV, Diario de un hombre superfluo

La contraescritura.

A menudo me asaltan ideas descabelladas que no logro expulsar de mi mente, hasta el punto de que, antes que armar con ellas una alentadora urdimbre, me pierdo en hallarles mil justificaciones.

Una de estas ideas consiste en proponer la reescritura de la literatura conocida en sentido opuesto; copiándola, sí, pero conceptualmente al revés; es decir, a la contra. Si en la obra original se dice que es de día, nosotros escribiríamos que es de noche; si allí se habla de la bondad, aquí de la maldad, el hambre lo sustituiríamos por el hartazgo, el amor por el odio, si se va se viene… Y así con todo. Me intriga el resultado que se podría obtener. Creo que sería una forma peculiar de desandar el largo camino, de regresar a los orígenes y de paso encubriríamos el mal momento que atraviesa la actual literatura de ficción. Por otra parte, si como algunos vaticinan todo está escrito, ¿qué nos ha de impedir buscar su envés?

A esa posibilidad inabarcable la llamo contraescritura.

"Buenas tardes a las cosas de aquí abajo, del portugués Lobo Antunes, no es novela, sino un coro de imágenes interiorizadas como las de un sueño confuso"

A fuerza de pensar en tan alocada aventura, he llegado a atisbar la oportunidad de poner al derecho aquello que en apariencia ha nacido torcido, tal es el caso de cierta literatura afectada por la afasia textual (v.g.: Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau).

También pienso en António Lobo Antunes (¿quién teme a Lobo Antunes?), quien recupera las No palabras pronunciadas por Valéry Larbaud en plena euforia afásica y las utiliza para titular uno de sus grandes libros/entretiene:

BONSOIR LES CHOSES D’ICI BAS.

Buenas tardes a las cosas de aquí abajo, del portugués Lobo Antunes, no es novela, sino un coro de imágenes interiorizadas como las de un sueño confuso (me viene a la cabeza el Sueño de Polífilo). La novela del portugués no se lee, se mastica. Esa novela no disipa, insinúa… A fin de cuentas se trata de un sueño angoleño, hecho a golpes de afasia por un psiquiatra lisboeta, que viene a simplificar una tradición literaria cuyo arranque cabría situarlo en la imprescindible obra de Francesco de Colonna —la ya citada Sueño de Polífilo, hermosísimo pastiche renacentista que apetece entroncar con el gran pastiche moderno que representa la novela de Carlo Emilio Gadda, Quer pasticciaccio brutto de via Merulana, traducido al castellano, con excesiva libertad, por Juan Ramón Masoliver, como El zafarrancho aquel de vía Merulana.

"La literatura se parece a una sala de espera, incluida la música mueble que nos deleita sin llegar a hacerse del todo perceptible"

Curiosamente, Valéry Larbaud no fue el único escritor que acabó abandonado por la oralidad, con sus propias palabras entregadas al dictado de la rebeldía y la autogestión, brotando a bote pronto sin orden ni concierto. Hubo otros magos que asimismo padecieron la enfermedad del discurso verbal deslavazado. Ahora evoco a Swift, Hamsun y Ernesto Sábato. Pero hubo otros que, sin padecer esa tara, trasladaron al papel inmensos ejercicios de escritura afásica (huelga nombrarlos).

La espera.

Pienso en otro Antonio, Antonio di Benedetto, y su Trilogía de la espera, en la que sobresale la novela Zama por encima de las otras dos (Los suicidas y El silenciero). Y lo evoco porque, en su caso, apunta a la espera como razonable posicionamiento literario. La literatura se parece a una sala de espera, incluida la «música mueble» que nos deleita sin llegar a hacerse del todo perceptible. Una sala de espera a la que, por supuesto, le falta la cuarta pared, que es por donde nos asomamos los intrusos con todo el peso de nuestra devoción.

"Lo dicho a propósito de Benedetto me hace recuperar a Kafka cuando, en la noche del 25 de Septiembre de 1912, incluye en su diario el relato El fogonero como sincera muestra de la tarea literaria"

Di Benedetto, amparado en un pulcro lenguaje arcaizante (Zama se desarrolla a finales del siglo XVIII), escribe en primera persona y eso me favorece porque me fascina. Es, sin lugar a dudas, un maestro oculto entre los maestros públicos. Su lenguaje nace de un personalísimo posicionamiento frente al hecho trascendente de la escritura y frente al texto en abstracto, como si nos llegara desde un lejano paraje encantado (no en vano la historia de don Diego Zama se ubica en un Paraguay primitivo y exótico) e iluminado por el sortilegio de la genialidad al margen del tiempo. Benedetto es otro que si en vez de escribir en Mendoza lo hubiera hecho en París, o si en lugar de poner en riesgo su vida —¿por qué los militares argentinos lo acosaron hasta la tortura?— tras la cabecera de un periódico de provincia sirviera en la cancillería de un país hispanoamericano abierta en una gran ciudad europea, hoy su nombre refulgiría entre los más admirados del universo hispanohablante. Pero en estos pagos de la literatura la justicia a menudo es cruel y olvidadiza —o sea, no existe—, cuando no publicidad infame a secas. Lo que no hemos de olvidar es que su novela, Zama, está dedicada a las víctimas de la espera, lo que favorece una inmediata asociación con otras grandes obras de idéntica orientación (El castillo, Esperando a Godot, El desierto de los tártaros, El coronel no tiene quien le escriba…)

Vladimir: ¿Qué esperas?

Estragón: Espero a Godot.

Lo dicho a propósito de Benedetto me hace recuperar —si bien desconozco las conexiones exactas— a Kafka cuando, en la noche del 25 de Septiembre de 1912, incluye en su diario el relato El fogonero —punto de partida de su novela inconclusa América— como sincera muestra de la tarea literaria. Tal vez el autor nos esté invitando a que interpretemos ese trozo de ficción, inmerso en la confesionalidad propia de todo diario, como el relato de un relato, la memoria de una historia o la historia de una memoria. O la obra en fragmentos como parte indivisible de la cotidianidad del escritor, que eso son los diarios de Kafka. Remontar la literatura a través de la escritura como un todo al margen del fondo y la intención. Acaso reescribir. Eso siempre. O contraescribir.

—Denme un instante y les haré un mundo, pues, como dijo Paul Valéry, «cuanto más se escribe, menos se piensa».

"¿Cuánto será lo recogido y olvidado en el almacén sin límites donde hallan cobijo las frases insuperables de los Grandes Maestros Anónimos?"

Con la muerte al acecho, Baudelaire, guiado asimismo por el baile inconexo de las palabras, dijo finalmente: «Non sacré non». En las mismas circunstancias, Bram Stoker, por quien una mujer rechazó a Oscar Wilde (irlandés por irlandés), señaló con su dedo tembloroso el techo y dijo: «Strigoi…, strigoi…», lo que al parecer en rumano significa vampiro. Lo sorprendente en el caso de Stoker es que, a diferencia de su famoso personaje vampírico, desconocía por completo el idioma rumano. Como si en aquellas circunstancias guiara su discurso el mismísimo conde Drácula. Pero aún más intrigantes resultan las últimas palabras que pronunció César Vallejo. Dijo balbuciente: «Allí… pronto… navajas… me voy a España…» (no, no se iba a España; se moría).

También con la muerte al acecho, pero éstos víctimas de una fallida ejecución, algunos como Blanchot o Dostoievski debieron de pensar, con las últimas y ahogadizas exhalaciones, que la vida al fin y al cabo es un malabar de malasombra por el que será lo que haya de ser, ¿no le parece a usted?

—Quién sabe…

"Cuando Baudelaire se fue a vivir durante un año a Bruselas, Sainte-Beuve le advirtió de los peligros que entrañaba para un escritor alejarse de París por tanto tiempo"

Si la peculiar frase de Larbaud pudo dar tanto juego como para llegar de momento hasta Lobo Antunes, habiendo saltado previamente de flor en flor, ¿cuánto será lo recogido y olvidado en el almacén sin límites donde hallan cobijo las frases insuperables de los Grandes Maestros Anónimos?… Porque Buenas tardes a las cosas de aquí abajo, no nos engañemos, es un feo título para un libro, como cita literaria resulta intrascendente y es una estúpida salutación a los amigos que amablemente llegan de visita a casa.

Desde luego, los Grandes Maestros Anónimos alumbran mejores frases inconexas, pero todas están llamadas a perderse en el limbo injusto del desprecio general, ya que jamás escritor alguno tendrá acceso a ellas y, por lo tanto, nunca serán utilizadas con orden y ley en el idioma de las letras. Es lo que sucede con millones de toneladas de frases gloriosas que se han ido apagando en el vacío de la ignorancia y el anonimato. Frases irrecuperables. Ahí se ve la importancia que tiene

a) ser escritor

b) haber vivido entre escritores generosos (muy escasos)

c) manejarse en el negocio de la literatura

d) gozar del don de la oportunidad

e) tener cubiertas las necesidades básicas

f) que el destino, por así decirlo, te haya situado por ejemplo en París y no en una provincia española, turca o albanesa

g) etcétera.

Cuando Baudelaire se fue a vivir durante un año a Bruselas, Sainte-Beuve le advirtió de los peligros que entrañaba para un escritor alejarse de París por tanto tiempo.

"Un Gran Maestro Anónimo jamás será considerado por nadie como escritor al no vivir a la sombra de los escritores en París o Nueva York"

También la época —no solo el espacio— que al escritor le toque vivir es concluyente. Este detalle lo supo captar a la perfección T. S. Eliot al referirse a Dante y su época en los siguientes términos: «La mitología y la teología habían sufrido una absorción completa en la vida». Por lo tanto, quién sabe si la figura de Dante no se hubiera difuminado de haber vivido en otra época; por ejemplo, en la mía. Y encima en cualquier provincia mal esquinada. Me cuesta horrores imaginar a un Dante contemporáneo incluido en la nómina de los consagrados.

Luego está, por supuesto, la organización. Trazarse un plan y procurar seguirlo. Sabemos que Dostoievski anotó en su cuaderno de notas el siguiente memento «para toda la vida»:

  1. Escribir el Cándido
  2. Escribir un libro sobre Jesucristo.
  3. Escribir mis memorias.
  4. Escribir el poema sobre Sorokovina.

Como puede verse, escribir por encima de todo.

"Hemos de admitir que toda existencia, por lo general, resulta asimismo lo suficientemente vulgar como para impedirle a cualquiera la notoriedad"

Un Gran Maestro Anónimo jamás será considerado por nadie —excepto por él mismo— como escritor al no vivir a la sombra de los escritores en París o Nueva York. Ni yo he sido jamás James Joyce —salvo en sueños—, ni en este tiempo nuestro la mitología y la teología tienen valor alguno. Ese Gran Maestro Anónimo ni siquiera se llama Ernesto… Es la culpa de ser un don nadie, un evitable, un indoloro u otro Ernesto despistado. En todo caso, la importancia de no ser Ernesto y vivir en una calle sin salida dentro de una ciudad escondida en el mapa de los olvidos.

Hemos de admitir que toda existencia, por lo general, resulta asimismo lo suficientemente vulgar como para impedirle a cualquiera la notoriedad; sin ir más lejos permitiendo trascender toda frase gloriosa, así las que ahora mismo uno podría repetir de memoria, y no un ciento, sino un millar de ellas.

¿Quién me escucharía?

—Señor, ¿sería usted tan amable de corroborar mi existencia?

—¿Quién?…

—Gracias, señor… Es usted muy amable.

"Me anima pensar que Flaubert pudiera presentir la descomunal presencia, en su futuro próximo, de un James Joyce resucitador con su cohorte de apóstoles de alto postín"

Ahora vivo centrado en la contraescritura. Es decir, me ha dado por pensar que la gran Historia Universal de la Literatura debería ser rehecha literalmente a partir de su opuesto y buscarle, en primer lugar, un nuevo orden y después un nuevo sentido, obviamente contradictorio respecto del original. Tal viene siendo mi proyecto desde la asumida humildad y siendo consciente de que éste, mi proyecto —valga decirlo así—, está inevitablemente llamado a un prometeico fracaso. Quizás el impulso que me mueve a ello transite próximo a aquella extraña fuerza que Julio Ramón Ribeyro definió como la tentación del fracaso. No obstante, persisto. Aguanto. Cortejo el fuego. Sobrevivo en cierto modo… Me quemo. Donde ellos escribieron blanco yo escribo negro… La noche ha de ser el día, la memoria el olvido… Se levanta el telón y en escena nos recibe un iluminado Godot. Funes es un consumado desmemoriado y Mersault un hombre de firmes convicciones. No, no me llaméis Ismael…

No lo recuerdo (y eso que me asiste todo el derecho a omitir dicho verbo profano, ningún otro hombre en la tierra tuvo tal derecho por vivo que estuviera) sin una deslumbrante pasionaria en la mano…

(Contraescritura de Funes el memorioso, de Jorge Luis Borges. Fragmento).

Flaubert, visionario siempre, anunció que «la novela espera a su Homero». (¿Pensaba en una nueva Odisea; es decir, en el advenimiento de Ulises?…) Ante tan certera premonición no es de extrañar que el de Croisset, asimismo, confesara sentirse a menudo «solo por dentro y ahora estoy también solo por fuera».

Me anima pensar que Flaubert pudiera presentir la descomunal presencia, en su futuro próximo, de un James Joyce resucitador con su cohorte de apóstoles de alto postín (Döblin, Macedonio, Queneau, Beckett, Gadda, Lobo Antunes, Elizondo, Ríos…)

"A mí, en su lugar, me entrarían enormes ganas de contraescribir la novela de Georges Orwell, entre otras razones para imaginar un presente en absoluto orwelliano"

De ahí que yo piense en la contraescritura no como una forma de llevarle la contraria a nadie ni a nada, sino como un camino hacia la perfección, al cierre categorial del círculo vicioso. Buscar otro punto, el mismo punto, el punto de partida y del final. Semejante a escribir otro Ulises o, más difícil todavía, un nuevo Finnegans Wake. Todo ello o la mera recreación, la enésima vuelta de tuerca. Escribir nuevos textos a partir de los ya escritos; escribir los mismos textos pero en sentido contrario.

En sus Diarios, Sandor Marai arranca el año 1984 con la siguiente fórmula intranscendente: «Empieza el año que da título al éxito de ventas de Orwell…»

Pues bien, a mí, en su lugar, me entrarían enormes ganas de contraescribir la novela de Georges Orwell, entre otras razones para imaginar un presente en absoluto orwelliano.

A ver qué pasa…

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