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Adaptaciones literarias al cine europeo de finales de los cincuenta (I)

Adaptaciones literarias al cine europeo de finales de los cincuenta (I)

¿Cuál es el mejor año de la Historia del Cine? Pregunta peliaguda, incluso pueril, de respuesta imposible. Empero, es un juego cinéfilo que a muchos miembros de la tribu nos encanta. Y más aún, durante las vacaciones estivales, los largos días del verano…

Se podría preguntar también cuál es la mejor década de la Historia del séptimo arte. ¿Los años cuarenta o cincuenta, los sesenta o los treinta? ¿Quizá los felices años veinte? El juego puede incluso perfilarse por un año concreto de una cinematografía nacional, que en el caso de la de Estados Unidos podría ser 1939 o cualquier año de los años cuarenta o cincuenta (las décadas tienen una tendencia a solaparse con las afines anteriores o posteriores). Quizá 1954 o 1958. En Italia, por ejemplo, podría ser el curso 1959/60.

Como afirmaba el experto Miguel Marías, la mayoría de las grandes películas intemporales se sitúan en un arco cronológico de treinta años que podría ir de 1935 a 1965. Si tengo que elegir prefiero ir de 1939 a 1969, pero bueno, otro elegiría de 1930 a 1960. Incluso algún despistado preferiría de 1970 a 1999. O lo que es peor, de 1980 a 2010, lo que implicaría un total desconocimiento histórico del cine. La peor década, junto a la mediocre década de 1980, sería la de 2020, en la que desgraciadamente estamos inmersos, porque parte del talento, y del dinero, se ha ido traspasando a las series de televisión, que en cierta forma son cine.

El cine clásico, en sentido estricto, va de los inicios del sonoro a principios de los años sesenta. Estoy plenamente convencido que las futuras generaciones de cinéfilos y especialistas juzgarán este periodo creativo como una época de enorme fecundidad artística: el cine clásico es al cine lo que el Renacimiento y las Vanguardias a las bellas artes, el romanticismo al cuento fantástico del XIX o la Generación del 27 a la poesía española. Tiempo al tiempo.

"El equivalente al Siglo de Oro español, que en realidad son dos siglos de oro, en el cine, desde luego, son los años cuarenta y cincuenta del siglo veinte"

El equivalente al Siglo de Oro español, que en realidad son dos siglos de oro, en el cine, desde luego, son los años cuarenta y cincuenta del siglo veinte, y el curso de 1958/59 sería el canto del cisne de dicho cine clásico. Porque es más apropiado hablar de cursos que de años, toda vez que las temporadas cinematográficas las marca, como el curso académico o escolar, el inicio de septiembre (se suele tomar como inicio del curso fílmico la Mostra de Venecia, que este año 2025 tendrá lugar en el Lido de Venecia del 27 de agosto al 6 de septiembre).

Podemos afinar más el tiro y preguntarnos por el cine europeo en particular y, en concreto, por las grandes adaptaciones de obras literarias al séptimo arte en nuestro continente. Los llamados Nuevos Cines comienzan en Europa Oriental y Central, el bloque comunista, en el Deshielo de 1953 y en Europa Occidental algo más tarde, alrededor de 1958.

Aunque me estoy yendo por las ramas. Vamos al tema. ¿En qué curso estaban en cartel más obras maestras a un mismo tiempo? Pues bien, sostengo la tesis —no empírica, pues el cine, por fortuna, no es una ciencia— que el mejor año es 1958, el del fin del clasicismo y del nacimiento del llamado cine postclásico. Si hablamos de cursos, sería, como digo, el curso 1958/1959. El inicio de la modernidad cinematográfica.

Ciertamente, en los años sesenta la crítica llamaba “cine moderno” a todo aquel cine posterior a Citizen Kane, estrenada en 1941, pero hoy ese convencionalismo no se sostiene (como tampoco dentro de medio siglo, ergo en 2075, se sostendrá, probablemente, el que aquí propongo al lector). Si el punto de partida del posclasicismo lo situamos en 1958, podríamos llevarlo más o menos hasta 1974, año de estreno de El padrino II (Coppola) y Chinatown (Polanski) en Norteamérica o de Amarcord (Fellini) y El fantasma de la libertad (Buñuel) en Europa, entre otras. Sería, pues, un período posclásico de unos tres lustros, más o menos, en los que conviven los grandes directores clásicos provenientes del mudo con la generación de posguerra y los nuevos talentos de los años cincuenta, sesenta y primeros setenta. Como una bisagra de una puerta que comunica dos mundos, el curso 1958-1959 representa el punto de inflexión perfecta entre aquel otro cine clásico y el cine moderno, el de las nuevas olas, antesala de la postmodernidad y los cines contemporáneos que se extienden hasta el cine XXI.

"En ese bienio del cincuenta y ocho y cincuenta y nueve se podrían seleccionar literalmente cientos de películas grandiosas, producidas en ciudades de Europa, América y Asia"

En ese bienio del cincuenta y ocho y cincuenta y nueve se podrían seleccionar literalmente cientos de películas grandiosas, producidas en ciudades de Europa, América y Asia, fundamentalmente Hollywood/Los Ángeles, Nueva York, Londres, París, Roma, Madrid, Berlín, Estocolmo, Praga, Budapest, Varsovia, Moscú, Ciudad de México, Buenos Aires, Tokio y Nueva Delhi.

Para mostrar la heterogeneidad estética, ideológica, cultural y de sintaxis fílmica, he elegido voluntariamente películas muy distintas, de adaptaciones de libros completamente alejados entre sí desde una perspectiva literaria. Y dirigidas por directores de tres o cuatro generaciones diferentes, desde clásicos provenientes del cine silente como el austríaco Fritz Lang a artesanos de los inicios del sonoro, como el húngaro cosmopolita Ladislao Vajda —nacionalizado español y que trabajó en ocho países distintos—,  el genial galo Jacques Becker o el inclasificable Georges Franju, pasando por la generación intermedia del checoslovaco Jiří Weiss o el alemán Bernhard Wicki y dos representantes de los Nuevos Cines que no se suelen citar como los más destacados (sus cines no eran rupturistas sino formalmente continuadores de la tradición clásica) como el británico Jack Clayton o el polaco, Andrzej Wajda, ambos muy jóvenes en los años cincuenta.

Parte 1: 1958

Cenizas y diamantes (Popiól i diament, 1958)

“Las dificultades de las relaciones humanas y la necesidad de comprensión entre todos los hombres, son los más bellos temas a tratar por un cineasta.” Andrzej Wajda

El joven talento Andrzej Wajda, con apenas treinta y dos años, se convierte en un maestro del cine polaco con Cenizas y diamantes, punta de lanza de aquella cinematografía en el panorama mundial (premio FIPRESCI en Venecia, 1959). El cineasta construye esta obra maestra a partir de una novela de Jerzy Andrzejewski (1909-1983), publicada en 1947, sólo año y medio después de los hechos históricos que narra: el 8 de mayo de 1945, día de la liberación de Polonia. El escritor colaboró con el cineasta en el guión, y la conjunción de sus talentos fue tan fértil que volverían a escribir juntos otro film, Niewinni czarodzieje [Los brujos inocentes, 1960], coescrito también por Skolimowski y en donde actúaba Polanski. Mucho tiempo después Wajda adaptará otra novela de Andrzejewski en Wielki Tydzień [Semana Santa, 1995]. En Pokolenie [Generación, 1955], donde también aparecía Polanski como actor, Wajda inicia su reflexión sobre la Historia contemporánea polaca y los efectos de la II Guerra Mundial, conformando una tríada completada con Kanal [1957] y Cenizas y diamantes. Resistencia activa —Generación—, sublevación —Kanal— y las consecuencias de la guerra —Cenizas y diamantes— son sus tres ejes temáticos. El estilo de este film es el propio del cine posclásico, emplea elementos propios del clasicismo al tiempo que incorpora otros que marcan el inicio de la modernidad (que caracteriza a los “Nuevos Cines”). Es obra bisagra entre la tradición clásica y el paroxismo vanguardista.

El guion de Cenizas y diamantes sigue la regla de la triple unidad, tan estudiada en la Escuela de Lódz y aplicada por sus alumnos más aventajados —Munk, Wajda, Polanski—: unidad temporal (transcurre en 24 horas), espacial (un hotel) y dramática (la misión del protagonista de asesinar al dirigente comunista). El recurso estilístico más empleado es el plano contrapicado que conforma un encuadre con puntos de fuga y acciones simultáneas en el mismo pero a distinta profundidad de campo (en Lódz todos los alumnos estaban obligados a ver Ciudadano Kane, y por eso el manierismo wellesiano está presente en buena parte de sus films).

Narra cómo al miembro de la resistencia Maciek Chelmicki (Zbigniew Cybulski, el James Dean polaco) se le ordena asesinar al dirigente comunista Szczuka (Waclaw Zastrzezynski). Para ello pasa toda una noche en un hotel de una ciudad de provincias donde se celebra una cena y el posterior baile que conmemora la victoria frente a los nazis. En esa noche fugaz se enamora de la atractiva Krystyna (Ewa Krzyzewska) y hacen el amor en un cuarto del hotel. Horas después ametralla a Szczuka, justo antes de que surjan en el firmamento fuegos artificiales. Maciek huye. Por la mañana es confundido con un alemán, corre, soldados soviéticos le disparan y persiguen (destaca la secuencia en que descubre que ha sido alcanzado por las balas al ver la sangre teñir la sábana blanca en la que se había envuelto para ocultarse). Fallecerá moribundo en un gran vertedero de basuras, entre pataletas, patéticos gemidos y estertores de muerte.

Sobre las bellas imágenes sobrevuela un simbolismo críptico (el Cristo invertido pendiendo del techo de la iglesia derruida, el caballo blanco extraviado, el baile final que semeja una macabra danza de ánimas), deudor de la pintura romántica polaca del siglo XIX —Wajda estudió Bellas Artes y fue pintor, como su coetáneo Wojciech Jerzy Has— que el autor integra en la narración con profunda visión personal y un trágico aliento poético.

Dirección: Andrzej Wajda (Suwalki, Polonia, 1926 – Varsovia, 2016). Guion: Andrzej Wajda, Jerzy Andrzejewski, basado en la novela homónima de este último. Fotografía: Jerzy Wójcik. Música: Filip Nowak, Jan Krenz. Dirección Artística: Roman Mann. Montaje: Halina Nawrocka. Intérpretes: Zbigniew Cybulski, Ewa Krzyzewska, Waclaw Zastrzezynski, Adam Pawlikowski, Bogumil Kobiela, Jan Ciecierski, Stanislaw Milski, Artur Mlodnicki, Halina Kwiatkowska, Ignacy Machowski, Zbigniew Skowronski, Barbara Krafftówna, Aleksander Sewruk, Zofia Czerwinska, Wiktor Grotowicz, Irena Orzecka, Mieczyslaw Loza, Halina Siekierko. Nacionalidad: Polonia. Duración: 105 min. B y N.

Cenizas y diamantes, película completa

 

El cebo (Es geschah am hellichten Tag, 1958)

A partir de un argumento original del conocido escritor suizo Friedrich Dürrenmatt (1921–1990), posteriormente novelizado (es decir, convertido en una novela, por cierto excelente) el director húngaro afincado en España Ladislao Vajda realizó su mejor película y una de las cimas del thriller europeo de todos los tiempos. Una cuidada coproducción entre Alemania Occidental, Suiza y España, rodada en alemán en tierras suizas, con actores de estos tres países y la breve presencia del fenomenal astro francés Michel Simon. Una película que fue un éxito de público en la España de la época pero que ha caído en un olvido imperdonable.

"Si la consideramos una película española —y en parte lo es, por lo menos en un tercio— El cebo se situaría entre las mayores creaciones de la historia del cine español"

En nuestro siglo veintiuno, El cebo volvería a ser adaptado a la gran pantalla en Hollywood: El juramento (The Pledge, 2001), de Sean Penn, con Jack Nicholson, film interesante pero muy lejos de la obra maestra de Vajda. Si la consideramos una película española —y en parte lo es, por lo menos en un tercio— El cebo se situaría entre las mayores creaciones de la historia del cine español, a la altura de Viridiana, Plácido, El verdugo o El espíritu de la colmena. Un gran film, plagado de hallazgos expresivos y dramáticos, que no tiene nada que envidiar a las mejores películas de Fritz Lang, con las que guarda varias concomitancias, en especial con M. Tanto en el plano temático como en el estilístico, las coincidencias son algo más que fruto del azar: el protagonista es en ambos casos un psicópata asesino de niñas, el uso del fuera de campo, del montaje paralelo, de la austera puesta en escena en un blanco y negro frío e inhóspito, el empleo del sonido on y off, la dualidad entre psicología individual y justicia social, el ambiguo papel policial, la violencia sexual producto de la discriminación familiar o ciudadana… Poco tiene que envidiar El cebo a la obra maestra langiana.

Cuando el buhonero Jacquier (Michel Simon) encuentra en el bosque el cadáver de una niña violada, hija del matrimonio Moser, todos le acusan. Asustado, se suicida. El responsable del caso, el comisario Matthäi (Heinz Rühmann), sospecha que el asesino sigue vivo. Sus pesquisas le llevan a una gasolinera en donde utilizará a la hija de la dueña como cebo para capturar al psicópata Schrott (Gert Fröbe), un enorme hombre de negocios que vive acomplejado con su esposa. El asesino gigantón establece un juego con la niña, a escondidas, en el que se hace pasar por mago, regalándole golosinas y una muñeca de trapo. Antes de que consiga degollarla con su navaja, Schrott será abatido por la policía en el bosque. De todas las obras que he visto, El cebo es una de las que desarrollan más el concepto de lo siniestro, siguiendo la terminología de Freud en su célebre ensayo “Lo siniestro” [Das Unheimliche, Imago, 1919], en el que relaciona lo unheimlich —lo siniestro— con algo estéticamente próximo a lo espantable, angustiante, espeluznante, un sentimiento que surge a la vista de objetos u acciones que nos retrotraen a una incertidumbre intelectual respecto al carácter animado o inanimado de algo (la simbología del bosque), un estado de ánimo derivado de la vida psíquica infantil, inconsciente y autómata.

Se entremezcla perfectamente la realidad material y la psíquica, tanto del asesino como de su víctima, la niña, explorando como pocas veces ha logrado el cine los deseos infantiles reprimidos de un asesino y violador de niñas, no mostrando sus acciones sino sugiriéndolos a partir de los desencadenantes de esos hechos, producto de un sádico deseo primitivo. Viendo el film uno no siente miedo pero sí hace aflorar de él una extraña angustia infantil, como en un macabro cuento de hadas. Nunca suficientemente valorada, El cebo es al cine lo que Los elixires del diablo, de Hoffmann, a la literatura.

Dirección: Ladislao Vajda (László Vajda, Budapest, Imperio Austrohúngaro, actualmente Hungría, 1906 – Barcelona, 1965). Guion: Friedrich Dürrenmatt, Hans Jacoby, Ladislao Vajda. Fotografía: Ernst Bolliger, Heinrich Gärtner. Música: Bruno Canfora. Dirección Artística: Max Röthlisberger. Montaje: Hermann Haller, Julio Peña. Producción: Lazar Wechsler, Artur Brauner. Intérpretes: Heinz Rühmann, Sigfrit Steiner, Siegfried Lowitz, Michel Simon, Heinrich Gretler, Gert Fröbe, Berta Drews, Ewald Balser, María Rosa Salgado, Anita von Ow, Barbara Haller, Emil Hegetschweiler, Rene Magron, Max Werner Lenz, Hans Gaugler, Ettore Cella, Margrit Winter, Traute Carlsen. Nacionalidad: Suiza, República Federal Alemana, España. Dur.: 100 min. (Suiza), 95 min. (R. F.A), 90 min. (España). B y N.

El cebo, película completa

 

El tigre de Esnapur & La tumba india (Der tiger von Eschnapur / Le tigre du Bengale / La tigre di Eschnapur & Das indische Grabmal / Le tombeau hindou / Il sepolcro indiano, 1958)

Cuando en 1933 Joseph Goebbels le ofreció a Fritz Lang la dirección de todo el cine nazi, el cineasta huyó de Alemania en tren esa misma noche y sin pasar por casa —solo fue desde el ministerio al banco a retirar dinero— y, previo paso por Francia, se instaló en Hollywood, completando una de las filmografías más importantes de la historia del cine.

En 1957, el productor Artur Brauner (1918-2019) llamó a Lang para que regresase a Alemania para dirigir un remake de La tumba india (Das indische Grabmal, 1921), dirigida por Joe May a partir de la novela de Thea von Harbou, ex esposa de Lang. El cineasta vienés se quitaba una espina que tenía clavada desde sus inicios, pues el guión de aquella versión muda lo había escrito a cuatro manos con Thea von Harbou, pero no pudo dirigirlo, ya que ese año estaba rodando Las tres luces (Der Mude Tod, 1921). El tigre de Esnapur y La tumba india, realizadas conjuntamente, pero estrenadas por separado (recomiendo que, a ser posible, se vean las dos partes seguidas y en continuidad, en el mismo día, como si fuese un solo largometraje, ya que a mi juicio son una sola película), fueron un absoluto fracaso crítico, porque creo que casi nadie la comprendió. Así el norteamericano Paul M. Jensen —que desdeña varias obras maestras de Lang— llegó a escribir en 1969: “Estas películas […] destacan por su insignificancia. Los personajes son marionetas que llevan a cabo una serie de movimientos sin vida ni humanidad; las situaciones son banales, el género primitivo, y la interpretación mediocre. Hay muy poco que decir en favor de estos films, pero se pueden decir unas cuantas cosas sobre ellos”.

Obvio he de decir que estoy en absoluto desacuerdo con este comentario, tan esclavo de su tiempo, y, a mi juicio, casi una aberración. Se podría escribir un ensayo de cien páginas sólo desentrañando los hallazgos y significados ocultos del film. Si bien es cierto que Lang tampoco ayudó a esclarecerlo: “Al volver de Hollywood lo primero que tuve que hacer fue convencer a los distribuidores alemanes de que todavía podían hacer dinero conmigo. Por eso acepté la dirección de esos dos films estrictamente comerciales”.

Lang, situado en la cima de su arte, juega al despiste, no le importa que juzguen que es comercial, incluso lo prefiere para poder seguir en la brecha, trabajando, y así no lo traten como a una reliquia. Pero él sabía que lo que había creado era mucho más que un díptico de aventuras. El tigre de Esnapur y La tumba india conforman una de las obras más metafóricas, polisémicas, simbólicas y bellas de la historia del cine. Su perfección artística no reside en su argumento, ni en las psicologías de sus personajes, sino en la articulación de universos paralelos, de dualidades complementarias, la exterior visible —representado por el palacio de Chandra— y la interior, siempre invisible —representado por los túneles subterráneos, como en Metrópolis—, de culturas o civilizaciones contrapuestas que conviven y se nutren entre sí, Oriente de Occidente, y viceversa.

De todas las visiones que el cine occidental nos ha legado de la India, ésta es la más completa y compleja, ex aequo con El río, de Renoir. Afirma el sabio Jodorowsky que todos tenemos cuatro elementos vitales: el intelecto (las ideas), lo emocional (las emociones), lo sexual (los deseos) y lo corporal (las necesidades), representados en los mandalas tibetanos, indios, hindúes y en el tarot. Lang, quizá intuitivamente, puede que sin pretenderlo, se acercó como artista, valiéndose de un género popular, a descifrarnos las claves del hombre y el universo.

Dirección: Fritz Lang (Viena, 1890 – Beverly Hills, 1976). Guion: Fritz Lang, Werner Jörg Lüddecke, basado en la novela “Das indische Grabmal”, de Thea von Harbou. Fotografía: Richard Angst. Música: Gerhard Becker, Michel Michelet. Dirección Artística: Helmut Nentwig, Willy Schatz. Montaje: Walter Wischniewsky. Producción: Artur Brauner. Intérpretes: Debra Paget, Paul Hubschmid, Walter Reyer, Claus Holm, Luciana Paluzzi, Valéry Inkijinoff, Sabine Bethmann, René Deltgen, Jochen Brockmann, Richard Lauffen, Jochen Blume, Helmut Hildebrand, Guido Celano. Nac.: República Federal Alemana, Francia, Italia. Dur.: El trigre de Esnapur, 101 min. / La tumba india, 102 min. Total: 203 min. Color.

El tigre de Esnapur & La tumba india, películas completas

 

Los amantes de Montparnasse (Les Amants de Montparnasse Montparnasse 19 / Gli amori di Montparnasse, 1958)

Después del estreno de Lola Montes (Lola Montès, 1955), el gran Max Ophüls se embarcó en el proyecto de Les Amants de Montparnasse, que adaptaba al cine fragmentos de la turbulenta y legendaria vida del pintor Amedeo Modigliani (1884-1920). Consciente de su mala salud, Max Ophüls deja escrito en su testamento que, en caso de muerte, sea Jacques Becker quien retome la dirección del film. No es de extrañar, pues Ophüls admiraba París, bajos fondos (Casque d’or, 1952) y Touchez pas au grisbi (1954).

"Pocas veces el cine ha descrito mejor la línea quebradiza del amor, como en este film que nos adentra en la vida del sefardí Modigliani y su amada Jeanne"

El 25 de marzo de 1957 Ophüls fallece prematuramente en Hamburgo. Becker acepta el desafío, retoma el guión de Michel-Georges Michel —a partir de su novela Les Montparnos—, lo modifica a su antojo y decide ¡rodarlo en blanco y negro! ¿Por qué no rodar en color? A Becker no le interesa mostrar las pinturas de Modigliani, le preocupa el hombre, no el pintor, su torturada vida antes que su magnífico arte. Las imágenes son de una belleza intangible, difícilmente explicables en palabras. “Es un bello, un admirable film, pero también una extraña empresa, sobre cuyo propósito me interrogo doblemente para comprenderla, para discernir las verdaderas razones de su belleza”, escribe André Bazin.

La narración se centra en la existencia parisina de Modigliani (bien encarnado por Gérard Philipe) y en su relación con la millonaria inglesa Béatrice Hastings (Lilli Palmer), la tabernera Rosalie (Lea Padovani) y, por encima de todas, la joven Jeanne Hébüterne (una hermosa, sensual y magnífica Anouk Aimée). El fatalismo de Modigliani es un caso patológico de artista suicida, el de aquel que lo tiene todo y, precisamente por ello, lo pierde todo. Primero rechazando vender sus lienzos y eligiendo una vida sin dinero y casi en la indigencia, prefiriendo la miseria al lujo, luego rechazando el amor de su querida devota Jeanne Hébüterne, no por falta de reciprocidad amorosa, sino por miedo al compromiso, lo que le llevará a caer en la espiral del alcohol y las drogas.

Pocas veces el cine ha descrito mejor la línea quebradiza del amor, como en este film que nos adentra en la vida del sefardí Modigliani y su amada Jeanne en un pequeño estudio del conocido barrio de artistas de la Cité Falguiere de Montparnasse, (donde tenía como vecinos a gente como su amigo Brancusi). El film, por tanto, se centra en el último año y medio de vida de Modigliani (1919-1920) junto a su joven y última compañera, Jeanne (que en la vida real contaba con sólo diecinueve años). Consumido por el opio, su salud empeora y Amedeo y Jeanne (embarazada de ocho meses en vida), pasan una semana recluidos en el pisito, sin comida y sin ayuda. El pintor toscano pasa a mejor vida el 24 de enero de 1920. Jeanne, incapaz de soportar la pérdida, se suicida pocas horas después, arrojándose por la ventana al vacío. Esta tragedia rezumante de nihilismo desaforado marca una influencia decisiva en el cine del momento y en el más inmediato. Así, Godard comentó de Montparnasse 19: “Quien salta al vacío no ha de rendir cuentas a nadie.” ¿Es Modigliani un precedente del Michel Poiccard godardiano de À bout de soufflé? Quizá. No obstante, la depuración estilística y narrativa de Becker en Les Amants de Montparnasse alcanza cotas inalcanzables para, por ejemplo, los jóvenes turcos de la Nouvelle Vague que pronto tomarían el relevo. Godard incluido.

Dirección: Jacques Becker (París, Francia, 1906 – París, 1960). Guion: Michel-Georges Michel, basado en su novela “Les Montparnos”. No acreditados: Henri Jeanson y Jacques Becker.Fotografía: Christian Matras. Música: Paul Misraki. Dirección Artística: Jean d’Eaubonne. Montaje: Marguerite Renoir. Producción: Sandro Pallavicini y Henry Deutschmeister (no acreditado). Intérpretes: Gérard Philipe, Lilli Palmer, Lea Padovani, Gérard Séty, Lino Ventura, Anouk Aimée, Lila Kedrova, Arlette Poirier, Pâquerette, Marianne Oswald, Judith Magre, Denise Vernac, Robert Ripa, Jean Lanier, Chantal de Rieux. Nacionalidad: Francia, Italia. Duración: 108 minutos. Blanco y negro.

Los amantes de Montparnasse, película completa

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