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Amables, por Espido Freire

Amables, por Espido Freire

Espido Freire (1974) es de Bilbao, así que lo del empoderamiento femenino es para ella una obviedad. Con 25 años ya se comía el mundo de primero, el Planeta de segundo y Melocotones helados de postre. Y tiene una de esas personalidades magnéticas, artísticas, bellísimas, que te hace poder escucharla durante horas y leerla de por vida.

Hay una dureza interior en la literatura de Espido que contradice la suavidad de su prosa. Un poderío repleto de violencia, oculto bajo la evocación y el clasicismo. En este cuento hay tristeza, pero también una esperanza por la que merece la pena pelear. Como en la vida, como en los libros. Que son un poco lo mismo. (Juan Gómez-Jurado)

Nos dijeron que fuéramos amables con los soldados: hace unos años hubiera creído que bastaba con recibirles con una sonrisa, un ramo de flores y una botella de vino, con escuchar sus historias y darles ánimos para la siguiente contienda. Ahora no me hacía ilusiones respecto a qué se referían. Se hospedarían en nuestras casas, tres o cuatro en las más grandes, uno o dos en las pequeñas. El sol caía a plomo sobre la dehesa, el cielo permanecía quieto, sin una brizna de aire que agitara una rama, o enjugara el sudor. Llegaron a primera hora de la tarde, con dos del pueblo como guías, y se repartieron los mejores alojamientos por estricto orden de veteranía y grado.

A nosotras nos asignaron dos soldados rasos. Se notaba que habían pasado hambre y miedo en los pliegues de las mejillas y el cuello, que colgaban como sacos vacíos, y en la mirada alerta y errante, que parecía siempre al acecho de algo que se encontrara a nuestras espaldas. Puede que antes de la guerra fueran jóvenes. Ahora ya no lo eran.

No nos contaron gran cosa. Sus nombres, dónde habían nacido. De lo que habían pasado, nada; quizás vinieran aleccionados. De lo que nos esperaba, aún menos. Entonces aún confiábamos en ganar, en que hasta el pueblo, con un poco de suerte, los otros no llegarían. Resultaba complicado mostrarse amables con aquellos hombres; se encontraban a disgusto con nosotras, y no disimulaban que les estorbábamos. Querían comer, engullían sin saborear la comida, repetían dos, tres veces, hasta que no quedara nada en la olla. Y después de comer, como después de usarnos, caían pesadamente dormidos, las cabezas truncadas sobre el cuello.

Lo que compartían, lo vivido y lo esperado, se lo repartían entre ellos, entre los soldados. Cuando se juntaban sí reían, y contaban anécdotas. Fuera de ese invisible círculo de ceniza y pólvora nosotras aguardábamos, sombras calladas, a que llegara el momento de que al fin se fueran. El asco, al fin y al cabo, resulta mucho más fácil de domeñar que el miedo, mucho más fácil de entrenar que la paciencia. Al cabo de una semana se marcharon.

Al menos, no nos hicieron daño. Solo a una de las vecinas, una chiquita muy tímida, le rompieron la mandíbula de un puñetazo. La pobre debió de resistirse, o asustarse; o se envalentonaron con ella. Acababa de quedarse huérfana, estaba sola con ellos en aquella casa. Uno de los del pueblo medió, y el teniente mandó que el médico que traían consigo le encajara de nuevo el hueso, y le dio algo de dinero. A algunas de las casadas las respetaron. Dos de ellos prometieron continuar en contacto: las chicas fingieron creerles. No supimos más de ellos, pero sí nos enteramos, más tarde, de que la zona del frente a la que se dirigían había sido arrasada.

Cuatro de nosotras nos quedamos embarazadas. Mi hermana se libró, a mi madre no la habían tocado, yo no tuve suerte. Es posible que alguna más se deshiciera en secreto de un hijo. Decían que una de las de la Junta lo logró. En esas circunstancias nadie explicó nada y nadie preguntaba. De mí puedo decir que no fue porque no lo intentara: mi prima agotó todo lo que le quedaba en su provisión médica conmigo, y después recurrimos a los remedios tradicionales, pero cuando la infusión de ruda me dejó amarilla y postrada, y el niño continuaba allí, en mi vientre, mi madre me prohibió que siguiera.

—Vas a matarte —dijo, asustada—. Deja que nazca, y luego ya veremos.

Había arraigado con fuerza, y pese a todos mis esfuerzos nació sano, y vigoroso, y sin causar demasiado dolor, pero ninguna alegría. La realidad, que ya resultaba bastante difícil, se volvió insoportable. Yo no toleraba mirarle. Sentía que una serpiente se me aferraba al pecho cuando le daba de mamar. En un parpadeo había pasado de ser una mujer libre a una madre soltera, y a veces soñaba que nada de aquello había ocurrido y que vivía sin pesos ni miedos, sola, en la ciudad, que tenía que supervisar un proyecto y que no llegaba a tiempo. Como antes.

Por lo demás, las noticias solo empeoraban. Continuaba sin llover, un invierno seco como no recordábamos, con la tierra resquebrajada y las carreteras cortadas. Los cortes de luz se sucedían, y los generadores se estropeaban constantemente. Muy pronto nos acostumbramos a la falta de noticias, a un aislamiento casi total, como antes a lo contrario. Al menos, no nos bombardeaban. No éramos importantes para nadie.

Habíamos plantado lo que encontramos por ahí, y por suerte, como los pozos no se secaron, casi todo prendió, y teníamos coles, nabos y un poco de maíz. No estábamos acostumbradas a ello, solo las mayores habían mantenido el hábito de mantener un huerto, pero nos aplicamos con dedicación. Las zanahorias no requerían de casi ningún cuidado. Nos hubiera gustado cultivar tomates, pero nadie tenía semillas. También a nosotras, en el pueblo, comenzaban a colgarnos las mejillas y los pechos. El miedo erosionaba más que el hambre, y el insomnio más que el miedo. En la cuna junto a mi cama el niño lloraba. Aquella había sido mi cuna, y la de mis hermanos antes que la mía. El niño tenía unos ojos que no reconocía, que no se habían dado en mi familia ni eran los del soldado, unos ojos enteramente propios. Comenzaron a decirme que era un niño muy bonito, pero a mí me parecía un sapo.

Entonces llegó uno de los comités que rotaban por la provincia con órdenes y noticias, el mismo grupito nos había pedido que fuéramos amables. Les esperábamos frente a la iglesia, dos docenas de mujeres y otras tantas criaturas. Los hombres en edad de luchar habían sido reclutados durante la segunda semana de guerra. Sabíamos que algunos ya no volverían: una mancha negra se extendía por la ropa de las mujeres, casa por casa. Los viejos y los niños mayorcitos se habían marchado hacía dos semanas, cuando resultaba evidente que los nuestros se retiraban. Se sabía lo que les esperaba cuando llegara el otro ejército; lo que contaban quienes habían escapado del sur encogía el estómago. También sabíamos qué nos esperaba a nosotras, pero hasta entonces, salvo excepciones, no mataban a las mujeres, y no nos quedaba mas remedio que elegir entre dos males. Era más probable que muriéramos de hambre, o de penurias si nos marchábamos.

El comité nos contó lo de siempre para tranquilizarnos. De lo que ocultaron dedujimos que teníamos al enemigo encima. Mintieron con tan poca convicción que casi nos daban pena. Por un momento parecía que nos intentaran persuadir de que, en realidad, quienes llegaban eran de nuevo los nuestros, que esperarían de nosotras que laváramos sus uniformes, que cocináramos para ellos, y que les hiciéramos pasar un buen rato. Como remate uno de ellos, el que en su momento había sido del pueblo, añadió:

—Al fin y al cabo, vosotras no lucháis en esta guerra; pero hay diferentes tipos de heroísmo.

Les abucheamos, les dijimos de todo. En tiempos de mayor prosperidad les hubiéramos arrojado huevos y frutas pasadas. Nos quedamos con las ganas, y ellos sin el castigo. Cuando se fueron, una nubecilla de polvo en el horizonte limpio e inmenso, entonces algunas sí que lloramos. Los niños se contagiaron de nuestra desesperación y comenzaron a gimotear.

—Bueno —dijo una, al cabo de un rato—. Con lágrimas no se arregla nada. Vamos a tranquilizarnos y mañana pensaremos en esto con la cabeza más despejada.

Pero el tiempo ya había resultado herido, como una víctima más de la guerra, y transcurría de una manera extraña, lenta y hueca. Yo tenía la impresión de vivir varias veces el mismo minuto, como si la noche y el calor hubieran acechado allí siempre y nunca fueran a terminarse. El niño, en cambio, durmió bien. Le dirigí una débil mirada de resentimiento.

Aún estaba en la cama cuando mi prima vino a buscarme: teníamos reunión de Junta. Hacía tanto tiempo que no se convocaba que me pilló completamente desprevenida. Las cuatro que la formábamos nos consultábamos algunas dudas de manera informal: como nos encontrábamos varias veces al día por la calle, hablarlo así nos resultaba mucho más práctico. Pero en esta ocasión, en la sala de Juntas, en la que quedaban cuatro tapices sin valor y un busto de hierro como únicos restos de su pasada gloria, nos esperaban un puñado de soldados amigos, quizás parte de un escuadrón.

—Van a volar el puente —dijo, con voz enronquecida, mi prima.

—¿Qué puente? —pregunté, porque el único paso de importancia sobre el río principal quedaba a una distancia considerable.

—El puente viejo —contestó el jefe de escuadrón, que arrastraba las palabras, con un cansancio infinito.

Callé un momento. Bajo el puente viejo, apenas a cinco kilómetros, casi no corría agua, pero salvaba un barranco de alguna importancia.

—Viene la artillería, entonces —dije.

—Vienen con todo —dijo mi prima—. ¿Puedes revisar esos cálculos? ¿Están bien hechos? Eché una ojeada a los papeles que me tendían. En otra vida, antes de que nos mandaran a casa, me dedicaba a eso.

El esquema me pareció muy primario, pero bien hecho.

—¿Y los detonadores?

—Son manuales. No nos queda otra cosa. Estamos trabajando como hace un siglo. Sonreí.

—Nosotras también. ¿Cuándo los instalaréis?

—Ya están instalados. Venimos de allí.

—Por eso te hemos llamado —aclaró la presidenta de la Junta—. Ellos se van, quieren asegurarse de que sabremos cómo volar el puente por nuestros medios. ¿Podrás hacerlo?

—Si es como indican aquí —dije— no veo gran dificultad.

—Es muy sencillo —dijo uno de ellos—. Se pensó para que los civiles pudieran detonarlos en caso de necesidad.

Impertérritos, los soldados evitaban nuestra mirada. Alguno se detenía, sin interés, sin deseo ninguno, en mi pecho hinchado.

—Pero si van a volar el puente —discurrí, de pronto— debemos evacuar el pueblo. Los otros tendrán que buscar una ruta alternativa, o tender uno provisional. Eso les retrasará, trastocará planes. Vendrán con ganas de revancha, y nosotras somos lo primero que se encontrarán en el camino.

—Sí, señora —dijo el jefe de escuadrón—. Calculamos que tienen un plazo de unos tres días, si vuelan el puente esta noche. —Tenemos niños —dije yo—. Gente mayor. Algunas mujeres acaban de dar a luz.

—Hagan lo quieran —fue la respuesta—, porque nosotros no podemos protegerlas, ni escoltarlas. Tenemos orden de continuar el camino en cuanto las hayamos informado. Pero si yo me encontrara en su situación, me iría de aquí aunque fuera a rastras. Lo peor está por llegar; no se detengan demasiado.

Los vimos marchar, con los dientes apretados, como autómatas, ellos, como motas de polvo en la nada, nosotras. Las cuatro mujeres que quedábamos en la sala de Juntas habíamos sido alguna vez algo. Nuestras opiniones pesaban en el mundo real, aquel que habíamos perdido, tomábamos decisiones, administrábamos presupuestos vertiginosos, viajábamos, estábamos acostumbradas a dar órdenes y a que fueran acatadas. A veces, como una lejana agujeta, regresaba a mi cabeza el recuerdo de quién había sido yo hacía apenas cuatro años.

—Me marcho a casa —dije, mientras sentía un intenso latido en la garganta, y el miedo, que se había convertido en un zumbido familiar, en los oídos.

—No, ahora no —dijo mi prima—. Debemos planificar esto. Hay que informar a las demás, necesitamos una mínima estrategia…

—Tengo que darle el pecho al niño —la corté—. Está más que previsto, empezad vosotras, me uniré un poco más tarde.

Fuera el sol comenzaba ya a quemar a través de la ropa, aunque el aire conservaba el frescor de la mañana. Cogí al niño, y me senté con él en la puerta de casa, en la silla que había dejado allí mi madre, como antes mi abuela, como antes, posiblemente, hiciera mi bisabuela. En otro momento sobre las guías secas de las varas crecía una parra que prestaba sombra a la entrada. Comencé a repasar la evacuación: tampoco nos dejaban muchas opciones. Con todo confiscado, o roto, o sin combustible, solo podíamos huir a pie, como en todas las guerras. La ciudad, a doscientos kilómetros, no tendría nada que ofrecernos. De allí nos habían sacado, se suponía que para ponernos a salvo. Me pregunté quién ocuparía ahora mi antiguo piso, qué sería de mi despacho en el edificio de la empresa, si es que seguía en pie.

Debíamos organizarnos por grupos, hacernos con algún carro, revisar las latas y la comida, la ropa de abrigo, los zapatos, el botiquín. Mi mente discurría mucho más despacio de lo habitual. Dos sillas de ruedas, al menos. No recordaba si tendríamos suficientes sillitas o mochilas para los niños. El mío gimoteó y se lo tendí, impaciente, a mi madre, que había salido a buscarme.

—¿Qué haces aquí?

—Mamá, hay que evacuar el pueblo. Reúne lo que tenemos preparado, yo volveré para ayudarte en cuanto pueda.

Mi prima y yo habíamos trazado un protocolo de evacuación hacía tiempo, cuando nada de aquello parecía posible y todos, sobre todo los hombres que aún quedaban en el pueblo, nos tachaban de agoreras y de excesivo escrúpulo. Cada casa contaba con una copia, y con un paquete de supervivencia básico con el que huir si no había tiempo de recoger nada más. Habíamos repartido mapas y un listado de recomendaciones y consejos; mi objetivo en aquellos días de precaución había sido que en seis horas el pueblo pudiera quedar completamente vacío. Aquello fue antes de quedarme embarazada y dar a luz, cuando mi mente me pertenecía por entero y era capaz de discurrir con rapidez, y no debía añadir a mis necesidades básicas las de un crío que precisaba de mucho más que yo.

Pero en las siguientes horas nada de aquello sirvió en lo más mínimo. Por mucho cuidado que pusimos las de la Junta en informar casa por casa, las noticias saltaban como fuego, de árbol en árbol. Las familias se unieron entre sí, y hubo que abandonar la idea de grupos organizados, porque algunas mujeres salieron en desbandada, apenas supieron que se iba a volar el puente. Casi todas habían gastado lo que incluían los paquetes de emergencia, sin reponer el contenido, y ahora resultaban inútiles. Cuando estuvieron preparadas para marcharse, eran un conjunto de apariencia miserable y caótica, aterrado y ciego. Mi prima y yo gritábamos en vano, supervisábamos en la medida en la que nos dejaban, porque de pronto todas se habían vuelto desconfiadas y temían que les quitáramos sus cosas.

—No te lleves el hervidor de agua, coge las pastillas desinfectantes —aconsejaba yo.

—Los niños tienen que comer algo caliente.

—¿Y dónde vas a enchufarlo?

—En algún momento llegaremos a un lugar con electricidad.

—No cargues cosas inútiles.

—Esto lo necesito —refutaban.

Quedaba ocuparse de las dos enfermas, mi vecina de enfrente, una señora muy mayor, que ya en su momento había dicho que no se movería de su casa, ocurriera lo que ocurriera, y la chiquita de la mandíbula rota, que tuvo la desventura añadida de que le contagiaran una enfermedad venérea. Durante todo el año anterior había padecido accesos de fiebre, infecciones y llagas, y aunque intentábamos turnarnos para cuidarla, cada una de nosotras cargábamos con más de lo que podía ya sobrellevar. Si hubiéramos contado con un poco más de tiempo, si hubiéramos planeado un mes antes, una semana, el que tendríamos que marcharnos, quizás hubiéramos podido solicitar alguna medida para ellas. Cuando las vimos tendidas en la cama, mortecinas, inmóviles frente a la prisa y los nervios de las otras mujeres, supimos que no podrían escapar con las otras. Podíamos ahorrarnos las sillas de ruedas.

—No me has ocultado nada, ¿verdad? —le pregunté a mi prima.

—¿Un arma, quieres decir? Eso me gustaría.

Era de las primeras cosas que habían requisado, las escopetas y la munición de caza que había en casi todas las casas del pueblo.

—No, no me refiero a un arma. Ella me miró con expresión vacía.

—Estás loca.

—Eso no es ninguna novedad.

Resultó que no había calculado tan mal; mi familia, mi hermana, mi madre, mi prima, mi tía, estuvieron listas para partir en unas cinco horas. Iban bien provistas; para los ojos tristes y las espaldas curvadas no podría ofrecerles ningún remedio, pero lo que dependía de mí se había dispuesto bien. Mi madre llevaba al niño en una mochilita, contra su pecho.

—¿Cuánto tardarás? —me preguntó.

—No lo sé. Cuatro, cinco horas, como mucho. Os alcanzaré esta noche; por la carretera principal es imposible que nos perdamos. Marchaos ya, cuando antes os vayáis antes podré volar el puente.

—Hija, ten mucho cuidado.

Asentí con la cabeza. Me tendió al niño para que lo besara. Él elevó por un momento sus ojos aún imprecisos, de un azul deslavado, y yo rocé apenas su cabeza con los labios. Me seguía pareciendo un sapo. Mi prima me coló con disimulo un frasquito de cristal en el bolsillo.

—Hay cinco. Con una llega, dos son para asegurarse —susurró—. Prométeme por tu hijo que se las darás a ellas.

—Te lo prometo —dije.

—Te veo esta noche, entonces.

—Sí —dije—, incluso antes de esta noche, si os vais ahora y dejáis de retenerme.

—Gracias, en nombre de todas —gritó mi tía.

—No me las des —respondí—; cada una sabe lo que tiene que hacer.

Entré en la casa para no verlas marchar. Nunca he sido sentimental; quizás si me lo hubiera permitido, de más joven, hubiera sabido qué hacer con aquella inmensa tristeza, con el dolor que no me abandonaba desde hacía meses y que no sabía dónde localizar, ni cómo extirpar. Lloré un poco, creo que de rabia. Entonces crucé el pueblo vacío, entré en la casa de la chica enferma. Le di las dos pastillas, un vaso de agua, me quedé a su lado, con su mano en la mía, hasta que dejó de respirar. No sufrió demasiado, quizás un poco al final, cuando luchó por no ahogarse. No era como me imaginaba. Me tranquilizó de una forma extraña, entremezclada con el miedo. La vieja vecina murió con mayor paz, quizás más cansada, quizás de mejor gana. Qué sé yo de la vida y de la muerte.

No me parecía necesario, pero al llegar al puente desdoblé de nuevo el esquema, comprobé las cargas y su posición, memoricé los tres pasos que debía seguir para que todo saliera según lo previsto. Tiempo atrás las demoliciones de edificios eran, posiblemente, lo que más me gustaba de mi trabajo. Un elefante viejo que se derrumbaba poco a poco, la fuerza humana medida a través del ingenio. Luego aprendí a sentir pánico con cada explosión, a temer los aviones como antes amaba viajar en ellos. Diferenciaba el zumbido de cada carga y el motor de cada aparato, afinaba el oído a la menor vibración.

Los pájaros habían callado de golpe, lo que era otra señal aterradora para quien supiera interpretarla. Me senté junto a los detonadores, tan primitivos como cabía esperar. Agité, con una alarma súbita, el frasco de cristal con las dos pastillas que me quedaban. Allí estaban, un sonajero tranquilizador. El silencio del campo parecía irreal, una fotografía en movimiento y sin sonido. Aguardaría hasta la medianoche, para darles a las mujeres del pueblo toda la ventaja posible antes de que el puente volara por los aires. Pensé en mi madre. Luego me prometí no volver a pensar en ella.

Entonces, mientras avanzaba la tarde, con el calor aún más insoportable por la cercanía del riachuelo y su olor a podrido, recordé aquel día en el que nos habían recomendado que fuéramos amables con los soldados, chicos de los nuestros, hombres con nuestros apellidos y nuestras costumbres; les dimos todo porque no teníamos más remedio, pero también porque, en el fondo, era un pago tácito por nuestra seguridad, por nuestras vidas. No sabíamos entonces lo que aún quedaba por llegar: se acabarían las bromas entre nosotras, no volveríamos a dormir una noche de un tirón. El tiempo se aceleraría, el peso en las sienes se convertiría en una compañía constante. Hasta entonces lo que nos había arrebatado la guerra aún podía repararse. Habíamos sentido miedo, pero no el horror. Suspiré. A esas alturas, de qué servía recordar todo aquello. No podíamos volver atrás, todo estaba ya hecho y pasado. Sería un atardecer lento y bonito. Cerré los ojos y continué esperando.

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Autores: Elia Barceló, Espido Freire, Luz Gabás, Arturo González-Campos, Alaitz Leceaga, Manel Loureiro, Raquel Martos, José María Merino, Bárbara Montes, César Pérez Gellida, Blas Ruiz Grau, Karina Sainz Borgo, Mikel Santiago y Lorenzo Silva. Título: Heroínas. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Ilustraciones: Fran FerrizDescarga gratuita: en Amazon y Fnac

 

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