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Cristóbal Colón

«Nuestro Señor Dios ha escuchado las súplicas de sus siervos. La sabia y virtuosa Isabel, tocada de la gracia del cielo, aco­gió benignamente las palabras de este pobrecillo. Todo ha sa­lido bien; lejos de rechazar nuestros proyectos, lo ha aceptado desde luego, y os llama a la Corte para proponeros los medios que creíais más a propósito para llevar a cabo los designios de la Providencia. Mi corazón nada en un mar de consuelo y mi espíritu salta de gozo en el Señor. Partid cuanto antes, que la Reina os aguarda, y yo mucho más que ella. Encomendadme a las oraciones de mis amados hijos y a las de vuestro Diegui­to. La Gracia de Dios esté con vos y nuestra Señora de la Rá­bida os acompañe».

Fray Juan Pérez

No es difícil imaginar los sentimien­tos que embargarían a Colón cuando leyó esta carta de su protector en la Rábida. Por fin los Reyes querían es­cucharle de nuevo y parece que esta vez para llegar a algo definitivo. No obstante, el genovés no las tenía to­das consigo, pues sabía que en la Corte tenía numerosos enemigos que intentarían por todos los medios a su alcance persuadir a los Reyes para que volvieran a despedirle con las manos vacías. Sin más dilación, se dirigió hacia el Campamento de San­ta Fe, donde llegó el 25 de diciem­bre de 1491, a tiempo para presenciar la rendición del último bastión de los Abencerrajes. Pasados algunos días para reponerse de las fatigas de la dilatada contienda, los monarcas conceden audiencia al recomendado de Fray Juan Pérez.

Sería tarea estéril tratar de descri­bir aquí todo el proceso de las con­versaciones de Santa Fe y mucho me­nos intentar sacar conclusiones vá­lidas del debate, empresa que han abordado sin ningún éxito ilustres historiadores y plumas más autoriza­das que la mía. Lo cierto es que no gustó mucho el tono con que Colón in­tentó exponer sus planes y mucho me­nos los títulos que pedía, por lo que los soberanos, influenciados sin du­da por personas hostiles a las ideas del ligur, dieron por terminada la audiencia y despidieron a Colón por segunda vez.

Decepcionado y errante, salió de San­ta Fe. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Pre­sentarse a otros monarcas? ¿Volver a La Rábida? ¿Emprender viaje a Ingla­terra? Ya todo sería inútil. Sus bol­sillos apenas tenían unos maravedíes, y esto no le per­mitía hacer ningún viaje largo. Su mente estaba ofuscada y su corazón destrozado.

Mientras, en la Corte, Luis de San­tángel, escribano de raciones del Rey, tenía una larga conversación con la reina Isabel. Por todos los me­dios, el buen aragonés intentaba convencer a su señora para que dieran a Colón todo aquello que pedía, argu­yendo que el título de Almirante no significaba nada, puesto que si traía las Indias, eran más importantes que un simple título, y si no las traía no se le había dado nada, porque el título de Almirante de la Mar Océana, que el genovés pedía para sí, no existía. Parece que éstas y otras razo­nes por el estilo conmovieron a la reina, y ésta intercedió ante su esposo para que se le concediera el de­seado título. Por lo menos es hasta este punto a donde llegan los histo­riadores, y sin detenerse en demasia­dos detalles, prosiguen el relato de las negociaciones hasta la firma de las Capitulaciones de Santa Fe. Pero, ¿qué ocurrió en realidad en el cam­pamento que los reyes tenían empla­zado ante Granada?

Hace 110 años se encontraron en una colección de manuscritos en unos archivos de Córdoba, dos cartas manuscritas que hacían referencia al tema tratado en estas líneas que jamás han sido utilizadas por los historiadores debido, tal vez, a que las han creído, erróneamente, apócrifas El au­tor de ellas, Hernando de Pul­gar, era un caballero que había to­mado parte en el sitio de Granada, y cuyo nombre podía inducir a confun­dirlo con el célebre historiador ho­mónimo, autor de las Crónicas de Fernando e Isabel, y por sobrenombre «el de las hazañas». Parece ser que estas cartas, dirigidas a un amigo suyo que era médico, intentan acla­rar la espesa niebla que se cierne sobre las conversaciones habidas en Granada entre la reina y su esposo.

He aquí la primera de las dos cartas transcritas al español actual.

Santa Fé, 2 de febrero de 1492

Querido amigo:

Si no me equivoco, has debido ver, durante tu última visita  a la Corte, a un tal Cristóbal Colón, un genovés; por lo menos, tienes que haber oído hablar de él, ya que su nombre ha llegado a ser últimamente tan popular como las coplas de Mingo Revulgo. Algunos creen que está completamente loco, y muy pocos lo consideran un genio. Él pretende que la tierra es redonda y que, necesariamente, tiene que existir más allá del océano, un mundo que haga de contrapeso con el que nosotros habitamos; En todo caso, aún suponiendo que al otro lado del océano no existan países completamente distintos a nuestro continente, todavía asegura que, dirigiendo el buque hacia el oeste, navegará alrededor del mundo y encontrará las costas del este de Asia y la ciudad de oro de Cipango, descrita por Marco Polo.

Vino aquí mientras nosotros hacíamos campaña contra los moros en Granada, y sometió su proyecto a los soberanos, pero no recibió ninguna esperanza. Su contestación fue que los gastos de la guerra habían empobrecido el tesoro público. Después de la toma de Granada, este Colón renovó su petición, y fue sometida a un consejo de sabios doctores y teólogos, que se reunió recientemente en Salamanca, a fin de considerar sus extraordinarias proposiciones.  Ante éstos, él defendió sus opiniones; pero los  doctores han decidido que la tierra no es redonda, y que creer en las antípodas es herejía.

Nuestra buena reina Isabel, sin embargo, que no pretende saber mucho de ciencias físicas ni geométricas, parece prestar muy poca atención a las decisiones de sus graves consejeros. Su opinión es que la con­quista de la dorada Cipango proporcionaría las suficientes riquezas para rescatar el Santo Sepulcro del poder de los infieles, y que, de todos modos, vale la pena intentarlo. En realidad, ella ha sido muy clara al decir que era su deseo que el genovés prosiguiera con lo que había proyectado; que si no había fondos, ella acometería la empresa por su corona de Castilla y empeñaría sus joyas privadas para reunir la suma necesaria (1). Sin embargo, no ha tenido necesidad de recurrir a medidas tan extremas. Luis de Santángel, tesorero de los ingresos eclesiásticos de Aragón, ha adelantado el  dinero, y la reina ha aceptado su oferta de buen grado. Pero se ha presentado otra dificultad. El genovés no se hará cargo de la expedición a menos qu­e sea nombrado Almirante y Virrey de los países que pueda descubrir. Este título se le ha negado; y se dice que mañana él retornará a Palos. Se piensa que su intención es ofrecer sus servicios a algún otro soberano.

  • ) Las palabras textuales fueron: «No expongáis los recursos de vuestro reino de Aragón. Yo tomaré la empresa a cargo de mi Corona de Castilla y, cuando no alcanzare, acudiré a los gastos empeñando mis alhajas». Historia del Almirante de las Indias, Don Cristóbal Colón, escrita por su hijo Fernando Colón. 

(Continuará)

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