1. AMISTAD
El largo adiós, que Raymond Chandler publicó en 1953, y a mi juicio su mejor novela, comienza cuando Philip Marlowe conoce a Terry Lennox. Borracho como una cuba, intenta no se sabe si salir o entrar en su Rolls Royce, con una pelirroja a su lado, delante de un club, The Dancers. Marlowe se lo lleva a casa, con una mezcla ambigua de compasión y curiosidad ante la figura elegante pero vulnerable de Lennox. “Tenía un rostro de aspecto juvenil, pero su cabello era de color blanco hueso”. Lennox se ha casado por dinero con una mujer rica y las cosas, como era previsible, no han funcionado. Lo malo llega cuando Mrs. Lennox aparece asesinada y Terry debe huir. Marlowe lo lleva hasta el aeropuerto de Tijuana. No les puedo contar más, y más vale que lo descubran por sí mismos. No perderán el tiempo, y muy probablemente no lo perderán en absoluto.
“Compraste buena parte de mí, Terry. Con una sonrisa, un gesto de la cabeza, un ademán amable, unas copas tranquilas en un bar silencioso, aquí y allá. Fue muy bueno mientras duró. Hasta la vista, amigo. No voy a decir adiós. Ya te lo dije cuando significaba algo. Te lo dije cuando era triste, solitario y final.”
Y algunos párrafos más adelante acaba todo. Uno de los mejores, más sinceros, emocionantes y desinflados finales de las novelas, al menos de las que he leído y recuerdo siempre.
“Se levantó. Yo también me levanté. Me tendió una mano delgada. Se la estreché.
—Hasta la vista, señor Maioranos. Encantado de haberlo conocido, aunque haya sido por tan poco tiempo.
—Adiós.
Se dio la vuelta, cruzó el despacho y se marchó. Vi cómo se cerraba la puerta. Oí sus pasos que se alejaban por el pasillo de imitación a mármol. Al poco rato el sonido se atenuó hasta extinguirse del todo. Seguí escuchando. ¿Para qué? ¿Acaso quería que se detuviera de repente, se diera la vuelta y volviera para convencerme de que no debía sentirme así? Pues no lo hizo. Esa fue la última vez que lo vi.
Jamás volví a ver a ninguno de ellos, salvo a los policías. Todavía no se ha inventado la manera de decirles adiós para siempre”.
***
2. AMOR
Vertigo (1958) es una película insondable, inacabable. La ves y te quedas sumergido en un silencio cómplice. En un cierto estado de anonadamiento. Es adictiva. Enseguida deseas volverla a ver. Dejarte deslizar, dejarte atrapar por la fascinación de esas imágenes que no sabes si son reales o imaginarias, si son parte de la vida de Scottie Ferguson, un detective policial retirado de San Francisco que padece vértigo, o parte de un delirio obsesivo, parte de un tratamiento psiquiátrico o de terapia, por la obsesión por una mujer que no ha existido sino en su imaginación; un hombre profundamente enamorado de un ideal femenino tan fascinante como evanescente, un fantasma que resulta carnal en sus brazos tras arrojarse al agua junto al Golden State Bridge, o desvanecerse mágicamente en un bosque de sequoias gigantes, como parte de un cuento de hadas y elfos. O quizás sólo sea un sueño de esos que creemos tan vívido, tan real, que cuando despertamos, o creemos que lo hemos hecho, o pensamos que seguimos viviéndolo.
De todo eso se encarga Sir Alfred Joseph Hitchcock de manera harto convincente y misteriosa. Nos inocula sus imágenes y nos deja a su intemperie. Inermes. Atrapados. Quizás, vengativamente lo pienso a menudo, como le ocurriera a él mismo, mientras pensaba, escribía y rodaba Vertigo, porque creo que si todo su cine es notablemente autobiográfico, esta película culmina ese su viaje al otro lado del espejo de Alicia.
Pero yo quiero conducirles justo a cuando comienza todo, cuando todavía no sabemos que Scottie Ferguson padece vértigo ni Gary Elster, un compañero de instituto, le encarga que siga por todo San Francisco a su mujer, que cree que es la reencarnación de Carlota Valdés, una mujer que es un recuerdo de un pasado remoto, una mujer que es un cuadro. Pero ahora, justo cuando comienza la película, estamos en San Francisco, y Ferguson, en compañía de un compañero policía uniformado, persigue por las azoteas a un delincuente. Un día más. Una tarea más.
Hitchcock se formó, como Ford, Hawks y otros maestros, en la escuela del cine mudo, y siempre que pueden muestran imágenes en estado puro. Lo dicen todo por sí mismas. Además, una persecución es el cine aún en estado más puro. Recuerden que el cine es motion picture, imágenes en movimiento. Ritmo. No en vano, los rodajes comenzaban con el director gritando ¡Acción! Ahora parecen haberlo olvidado —salvo Sam Fuller, que disparaba un Colt, pero esa es otra historia—.
Sir Hitch no olvidó dos escuelas en las que había aprendido no el oficio del cine, sino su sublimación, esto es, Murnau, movimiento de cámara y luces y sombras que definen un estado moral; y su desestructuración, esto es, parcelar tiempo y espacio merced al montaje, un curso iniciado por el profesor Sergei Mijailovich Eisenstein con El acorazado Potemkin. De este nace la fascinante construcción de la secuencia inicial de Vertigo. El leit motiv es una persecución; el delincuente que huye y los policías que le persiguen. Un clásico. El escenario, abstracto, deshumanizado, solitario, teatral en un sutil expresionismo muy matizado, en buena parte por un color un tanto desaturado. La persecución de uno y otros rota en mil pedazos por el montaje. Y el ítem final. El policía de uniforme que resbala y queda colgado del abismo. Reclama la ayuda de su compañero, el detective Scottie Ferguson, que inesperadamente queda atrapado, colgado interiormente de su padecimiento, del vértigo. Ambos caen. El policía uniformado muere; Ferguson se salva con heridas óseas. Pero con una herida interior; no sólo el vértigo que le inhabilitará para la profesión, sino no haber podido ayudar a su compañero. Culpa y recuerdos, el sumario hitchcockiano de tantas películas. ¿O lo que ha padecido Ferguson no es vértigo, sino puro miedo? ¿A la vida? ¿Al compromiso con la realidad? ¿A escapar de su mundo interior, cerrado, obsesivo, autocomplaciente?
Toda la película, todo Vertigo girará, aunque parezca otra cosa, sobre esa secuencia de cine puro, una persecución por los tejados, algo que hemos visto mil veces en el cine, pero que en Hitchcock la tradición, visual y temáticamente parece siempre nueva, diferente.



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