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El mismo amor, la misma rubia

El mismo amor, la misma rubia

Voy por Cuenca y me preguntan que qué pasa con #elaltillo. Que hace días que no pasa nada, que no saben de mí como persona lírica y jurídica. Si vivo o me han llevado para delante las carreras y los orfidales. El plural de «me preguntan» es gratuito, y es una señora a la que le subo las bolsas por ver qué vistas tenía la casa sobre la Hoz del Huécar. Pero claro que yo a mi gente conquense, empezando por mi tito Raúl Júcar, por Santiago Mateo, no la quiero decepcionar. Y respondo con sonrisa de zorro pucelano —si es que alguna vez hubo zorros por Valladolid— que «no, señora, que no me pasa nada. Que yo de los infartos mejor, de las novias peor, de las lecturas hasta arriba y de las facturas que responda mi gestor». Y es que esto del dietario tiene mucho más de poesía que un poema o hasta que un artículo de prensa, que es el coto donde nos venimos batiendo el cobre unos cuantos que estamos ya mayores para lo de la gráfica ascendente con música de fondo. O el periodismo nervioso de Ferreras y Pedrerol.

En definitiva, claro, hay que retomar este sano hábito de ponernos en negro sobre blanco y en contar la vida como lector, que es la nuestra; y que si no es la de lector la vida más placentera —vean ustedes a los gastrónomos/melómanos de los diarios de referencia— sí es quizá la más completa. Tan completa que en diez minutos de lecturas en el excusado, con un buen libro de relatos, podemos vivir todas las vidas entre «todas las vidas» que ya nos cantó Joaquín Sabina.

"La sardina no es para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa."

Por lo tanto, va aquí troceado, anotado al aire o al solano, «el paso augusto de estos días que van a agosto» (la paronomasia fue mi fuerte de muchachito hercúleo y sin alopecia, como la teoría de «Socorrismo 1» o la imitación de Manolo Lama).

Mas espero que disculpen estos «guadianeos» que da la vida, y que vienen por la razón de andar como ramera por rastrojos, como pollo sin cabeza o como autónomo en la España de Rajoy.

El concierto

Hay concierto de Franco Battiato en la plaza de toros de Málaga. Y estoy en Málaga, lo aviso, por ahorrarme el alquiler del altillo físico y el calorazo asesino de Madrid. En Málaga el relojito del teléfono me avisa de la diferencia entre el número 42 de la Calle de Fuencarral y el Paseo del Parque de Málaga; una diferencia de 12 grados. El frescor del Sur da la vida. Permite escribir; permite fantasear con un romance de verano con una chica de Córdoba o Mondoñedo. Por estos días me vienen a las mientes aquellos versos de Gil de Biedma aplicados a junio, que al caso del lirismo y la evocación dan igual: «Alguna vez recuerdo/ciertas noches de junio de aquel año, /casi borrosas, de mi adolescencia /(era en mil novecientos me parece /cuarenta y nueve) /porque en ese mes /sentía siempre una inquietud, una angustia pequeña/ lo mismo que el calor que empezaba, / nada más /que la especial sonoridad del aire /y una disposición vagamente afectiva.»

Del concierto de Battiato habría que destacar la felicidad que da estar en una plaza de toros a media luz, con un italiano sonando sin estridencias, de fondo. Y el cubata a cuatro pavos y una red wifi potente para ver si el Tinder daba una oportunidad, que fue que no: comme d´habitude por estos pagos.

La visita al sardinero

Juan Ángel, de Jimena, viene a Málaga. Lo llevo a comer espetos, ahora que la sardina moja el pan y está en sazón. Julio Camba, que tenía un desinterés por todo lo humano y lo divino, fue sin embargo un exquisito gastrónomo. A veces patinó, como cuando aseveró que la cocina española era «todo ajo» y supersticiones religiosas: pero con la sardina lo clavó: «No se trata (la sardina) precisamente de un manjar «de buena compañía», sino más bien de eso que los franceses llaman un petit plat canaille. No es para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas, ya no podrán respetarse nunca mutuamente, y cuando usted, querido lector, quiera organizar una sardinada, procure elegir bien sus cómplices.» Yo elegí a mi cómplice Juan Ángel para la sardinada, lo que pasa es que ya no tiene uno edad ni para la grasa Omega 3. Porque el aceitillo de la sardina tendrá el prestigio mediterráneo, del pescado azul, pero no deja de ser manteca.

Día de descanso del Tour de Francia

Pienso en el Tour, en el descanso, en la pereza y hasta en Paul Lafargue. En la previa a la vuelta a Francia dos libros, dos, me han devuelto a esa épica de la bicicleta que tantas concomitancias guarda con la tauromaquia. Son Niebla en el Mont Ventoux, de Wilfried de Jong, y La milla invisible, de David Coventry. El primer libro es un rosario de recuerdos y vivencias de un escritor y ciclista aficionado, mitómano, que nos habla lo mismo de un infarto en la carretera que de su encuentro con Bahamontes; un compendio de la poética masoca del ciclismo. El segundo narra las peripecias de un equipo de las antípodas en el Tour del 28, sobre esos campos de soledad, campos desolados, que fueron los de la I Guerra Mundial vistos diez años después. Ambos nos hablan del sufrimiento, la heroína y el heroísmo, el absurdo del autosacrificio y la belleza de la ruta.

"La bicicleta en modo holandés me parece una autojustificación de la obesidad y del deporte escasito, pero allá cada uno con sus disciplinas."

Yo mantengo que el ciclismo es una ristra de torerillos a los que un patrocinador les dice que sí, que están bien con las carnes magras y dejándose el bofe en las cunetas de Francia, el país sin aceras. Los dos volúmenes son de esos libros para los que la Literatura como mundillo ha hecho un largo camino en tu propia vida, un largo zigzagueo de decepciones, para alegrarte, de un día para otro, por contraste.

Desde que tengo uso de razón he montado en bicicleta, y siempre para lo alto, para la curva y la recurva cerrada. La bicicleta en modo holandés me parece una autojustificación de la obesidad y del deporte escasito, pero allá cada uno con sus disciplinas. El ciclismo me ha servido para ir preparando las columnas: donde el puerto se agarraba, una cuchillada; donde el puerto se descendía, un requiebro poético sobre la actualidad. Y siempre la radio puesta en «todonoticias», un maillot de un equipo de segunda portugués, y yo que era feliz al sol tonto de la mañana.

Repito que es el día de descanso en el Tour, que el martes parto de viaje sin retorno a Madrid y a su parrilla vital. Por esto saqueo el stock de orfidales y duermo, leo, le doy a la duermevela y sigo durmiendo. Madrid me viene cansando prematuramente. A la noche telefoneo a Raúl del Pozo y lo cito el jueves, con nuestro Jesús Úbeda, en el argentino de Félix Boix.

El viaje y el lloro

Lo último que me llega es un recorrido por las huellas de San Francisco Javier en Asia. Lo edita Almuzara y lo firma Javier Mina. Al día siguiente entrevisto a Miquel Silvestre, y me empieza a seguir un motero por twitter que me pregunta por mis aventuras a dos ruedas. Le contesto lo siguiente por DM: «pues hombre, cojo bien trenes y bicicletas. No tengo carnet. Quiero bajar el Duero en piragua desde Valladolid si a Guillermo Garabito le da la gana de una vez. No sé si eso es aventura. Moto, tuve una vespino comunal con los del bloque =(»

Después veo algo en Netflix, salgo al balcón y sin fumar, viendo el mar, me entran unas ganas infinitas de llorar cuando en el Instagram mi musa ha colgado una foto con su maromo.

Es este de ahora el mismo verano de siempre, el mismo amor, la misma rubia.

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