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Recuerdos actorales, sobredosis del Retiro y Prada vintage

Recuerdos actorales, sobredosis del Retiro y Prada vintage
Viernes 26 de mayo

Llanuras manchegas. De ahí a la eternidad. Mi amigo el productor Carlos Taillefer me baja el jueves a Málaga en coche. Por el mero gusto de la conversación y por no envenenarse las mientes con la radio en plan solateras. No me deja ayudarle con la gasolina, y así vamos con cara de velocidad de Madrid a Málaga: me recoge en la esquina de la Librería Alberti, por Moncloa; justo al lado del «Single» (buenas noches bailando Camilo Sesto en el almacén del garito). Después de las llanuras de Ciudad Real va el túnel, el túnel de Despeñaperros: Despeñaperros es un mero boquete que se parece a la M-30 gallardoniana, y a la izquierda queda Casa Pepe con sus jamones con la cara de Franco, sus francos con cara de jamones, su tipismo y ese continuo goteo de «indepes» que van a hacer la gracia y el selfie, prueban el queso manchego, y se les desconfigura el software con el cual España les roba, y ellos quemaban cajeros, al Rey, y hacían un paisito. Taillefer me habla de la próxima película que tiene en mente y para la que busca financiación: un biopic sobre Bernardo de Gálvez, aquel marino español que participó en la independencia de la Florida. Yo desde el mismo enunciado de la película me pongo a su disposición: como actor, claro. Para eso me pagué de mis escasas perras unos cursos un tanto particulares de Arte Dramático por la calle de Tabernillas; y con gente que había trabajado con Cristina Rota. Me tocó hacer por el día de la Asunción, allá por 2010, de Andrés Pajares en «Ay Carmela»; hasta el año pasado no fui capaz de volver a pisar un escenario. No quiere saber Carlos Taillefer que mi mayor desahogo económico vino de cuando fui actor de variedades en la Costa: yo imitaba a Torrente, e iba de pub en pub con un enano y una stripper. La gracia del enano, «Oze», era quizá el ser contrapunto serio y silente a la stripper y a mí mismo. Lo pasábamos bien, cenábamos, bebíamos, cobrábamos, y ni el Tato pagaba autónomo. Qué felices seríamos los tres. Ay. Taillefer me deposita en casa de mi madre y le dejo en usufructo una novela que me ha gustado: Gilda en los Andes, de Fernando Marañón. Una novela negrísima, con guiños cinėfilos, de eso que han venido a llamar, los cursis, la «industria del celuloide».


Martes 30 de mayo

"Quién quiere esos culos flojones del Gin Tonic, si en el Mediterráneo viejo están los odres antiguos y ese licor del Vinalopó y la Axarquía."

Hace calor de moscas en verano. Madrid. Un calor que es y que no es. El cielo con la entrenube, el bochorno que nos libera quizá de esos días largos que la ciudad se hace una caldera. Esos días que el madrileño tiene por los más suyos. Pero es martes, y voy donde la Alianza Francesa, al lado de la Audiencia Nacional, a una cata de vinos presidida por un libro. Es la Feria del Libro, que sí, que tal, pero que a uno, que es escritor minoritario, le sienta la Feria como una patada en el hígado por no decir otras zonas menos vitales y más pudendas. Aguantar bajo el metacrilato a 50 grados a los viejos curiosones que no compran y manosean los ejemplares, a las viejas repintadas de O´Donnell, a los solterones que miran fijamente, no está pagado. Recuerdo algunas firmas mías, y agoté la existencia de botellines de agua de la editorial. Quizá como cobrándome viejas deudas, o futuras deudas, con el gremio editor. Pero el libro que me ocupa la mañana, y lo merece, aborda el vino con apasionamiento: así deben ser las cosas. O pasión o nada. O uno se enamora hasta las trancas de algo o de alguien, de un Montilla, de una rubia; o uno lo que es, es un cínico. Vino y literatura: no puede haber binomio mejor. O quizá sí, sólo vino y a la literatura que le vayan dando por retambufa. Pues que no otra cosa es la literatura que un turbión de páginas para ganar unas monedas con las que arrasarnos la garganta con valdepeñas rajón. Me ha invitado Monfort de Lince Ediciones; el libro es de Joan C. Martin y se llama «Pasión por el vino». Del vino y sus orígenes, sus presencias y sus ausencias. El acto es sencillo, íntimo, pero quizá somos los que estamos porque estamos los que somos. Quién quiere esos culos flojones del Gin Tonic, si en el Mediterráneo viejo están los odres antiguos y ese licor del Vinalopó y la Axarquía. El libro aborda con humor y gusto y conocimiento los vinos de las regiones conocidas y las ignotas. Me sorprende que en la cata posterior me den a probar un vino de la zona de Málaga, un blanco de Álora. El autor, con esa felicidad de los expertos que se saben expertos y aun más divulgadores, me cuenta que en el vino hay que destacar la salinidad de la tierra. Y es cierto. Quizá yo me alimente con las gambas que sobran, que tenga un criterio disperso con lo que tiene que ver con la literatura o con el mujerío. Sin embargo un vino que no me sienta es un vino que no me sienta. Y en este Madrid que arde son muy dados a los vinos manchegos de a granel.

La presentación, y la cata, es informal. Como debe ser. Joan C. Martín parece un hombre feliz, con un prudente hedonismo que quiere compartir aquí con la Humanidad. Joan es de esas personas que irradian felicidad, viajantes de una idea que no imponen, sino que comparten con una mayéutica de sabiduría. Su pasión por el vino es contagiosa. Monfort, joven, se ha partido un brazo patinando, creo que por Las Ramblas. La Alianza Francesa en Madrid tiene unas cristaleras, una tricolor gabacha, un patio con fuente que quizá sea todo lo cordobés que un patio puede ser a las entendederas de un francés.
Hablo con Joan C. Martín de ese viaje iniciático que me hice a los 25 años a Georgia, cuna del vino. Fue una locura de juventud que sin embargo no salió mal. Me sacó el billete, casi que me lo impuso, mi amigo Pepe Faus. Madrid-Estambul- Tbilisi. Aún recuerdo cómo visitamos la cuna del vino y la del padrecito Stalin. Conforme menos perras tiene un país, más ha venido aportando a la Humanidad. Y así fuimos a buscar la cuna de la Humanidad ebria, el don fieramente humano de la ebriedad.

Después se nos ha abierto el apetito a Julián y a mí. Quiero huir de esa zona de la Audiencia Nacional. Le pago a Julián un bus que nos deja por Huertas, donde en los tabernones no hay abogados con prisa y con gomina, sino menestrales del codo.

Miércoles 31 de mayo

Ya, de nuevo, en marcha. La Feria del Libro, ya sí que sí. Toca cubrir una presentación del libro; el de Jiménez Lozano: Se llamaba Carolina. Toca también columna, periodismo, metáforas, risas. Todo junto, el mismo día. Y por la mañana entrega de los premios Umbral de articulismo joven, en el teatro de Majadahonda. De Madrid a Majadahonda se va cómodo en ‘el RENFE’. Majadahonda parece así, vista a la distancia y con prisas, como una sucesión de urbanizaciones similares a la de «La que se Avecina». En la estación ponen un pincho de tortilla con el café, y es una estación en curva en la que hay que tener precaución entre coche y andén y hay que pedir las llaves para entrar al mingitorio. Un taxi me deja en el Centro Cultural de la localidad, me reciben el alcalde, las fuerzas vivas, la viuda de Paco Umbral y Mar Riolobos. Entrego un premio de columnismo, insisto, a chavales de Bachillerato. Se ve que hay material y que ya ha pasado la modita de los nombrecitos en inglés en las facultades de Periodismo. Presento el acto, hay un atril donde llevo el minutaje, representan una obra de teatro basada en columnas de Umbral. Hago subir al alcalde, que se apellida De Foxá, familia del célebre diletante Agustín de Foxá, aquel prosista gordo, con gordura feliz, gordura en la mirada, que vino a este mundo a poner en prosa la buena vida. Pero en el teatro hay, sobre todo, una chavalería nerviosa por los exámenes y la Selectividad: a las criaturas se los comen los nervios, y cada chico es en sí un mártir de El Greco.

"El 18 de julio tenemos un bolo en el Botánico por persona interpuesta; la persona interpuesta es Franco. Franco Battiato."

Y en el teatro yo, aunque sea de maestro de ceremonias con dos micrófonos. Hay una magia especial en salir a un escenario, con la iluminación inversa que oculta a la segunda fila. Quiero decir que me gusta el público, la improvisación, el jazz del palabrismo. Como unos pinchos rápidos, escribo, tomo el autobús y acabo en la Feria del Libro, en el Paseo de Coches, calor ni mucho ni poco. Apenas miro las estanterías, que no da tiempo. Habla Jiménez Lozano; lo presentan Juaristi y Schlichting. Jiménez Lozano fue mítico director del legendario periódico EL NORTE DE CASTILLA, donde se me quiere y escribo los domingos. Juaristi me felicita por la «mención especial» que me dieron por el reportaje sobre Unamuno, y yo le agradezco en cuerpo presente su ayuda.

Terminada la crónica desde el McDonald de Atocha, voy a donde Yasser, con dos «s». Allí anda Carmelo, de nuevo, poniendo a prueba mis conocimientos, mis entendederas, mi paciencia; y además me pilla sin cenar. Carmelo es un genio con trabajo fijo, y yo creo que iría bien en televisión si nos dejaran. Ojalá.

Jueves 1 de junio

Madrugo relativamente y salgo a la zona del Retiro donde no hay libreros ni lectores. Corro con pelota. Como entreno 1 hora y 45 minutos, en la primera hora me pongo la radio; cuando la tertulia desvaría a las gracietas de los economistas y los politólogos, agarro el Spotify y corro con Los Tigres del Norte, Paquita la del Barrio o Manolo Escobar. Le tengo dicho al gran Juan Fornieles que el deporte este mío de correr con pelota y música hay que patentarlo. Es un deporte que combina el aire libre, la tertulia radiofónica, que favorece las relaciones sociales con las patinadoras, a las que se les tira una pared pelotera que ni Roberto Carlos. Después de la ducha en el altillo, salgo a por el segundo café, la lectura del periódico, las llamadas al gestor y así. Le lloro a mi madre por esto de la cuota de autónomo que me impide vivir; entro en una conversación a tres con el gestor, muy majo, y me dicen que pida facturas de todo. De modo que sí, que pido factura en una farmacia debajo del periódico. Compro Enantyum, intento sacarme los Orfidales y me dice la farmacéutica que preciso de una receta de un doctor; le respondo que soy columnista, con el doctorado. Ella insiste que sí, que vale, que me tome unas hierbas de San Juan en cápsula y que deje de marear. El Enantyum en gel bebible tiene un vago sabor como a orujo gallego. Antes lo tomaba junto al café; ahora me lo reservo para los dolores musculares de verdad. Al rato llegan Vicente y Mariano y me invitan a una ensalada contundente por la Avenida de Burgos. En el restaurante no hay rastro de carne, y todo tiene la felicidad vegana de la hora del almuerzo, la bandeja, los espacios diáfanos y el sol criminal de Madrid. Llevo pantalones cortos y no subo, por pudor, a la redacción en la que me han dejado un paquete. El paquete resulta ser una edición conmemorativa de «Las máscaras del héroe», de Juan Manuel de Prada, y el destino no sabe el regalazo que me ha hecho. De vuelta al altillo voy llamando a Manuel Alcántara, a Emilio Arnao, a Garabito, a Agustín Rivera y a otros columnistas. Reservo la última llamada para Cristóbal Villalobos, nuestro historiador, que anda enfrascado con los exámenes finales de junio. El 18 de julio tenemos un bolo en el Botánico por persona interpuesta; la persona interpuesta es Franco. Franco Battiato. Cristóbal Villalobos se está arrepintiendo y quiere poner a la reventa nuestras entradas. Le digo que no, que no podemos dejar solo a Fernández Úbeda, que nos dijo de acompañarnos.

Viernes 2 de junio

"Las máscaras del héroe fijó un tope, una marca, que sin embargo no le ha imposibilitado para seguir hundiendo tecla con magisterio. No diría yo lo mismo del gran Marsé posterior a Últimas tardes con Teresa."

He estado releyendo Las máscaras del héroe. Aunque Juan Manuel de Prada quiera poner distancia con ese libro, lo cierto es que en esa novela está todo a lo que podemos aspirar aquí los escritores. Hay Historia (perdón por la mayúscula), hay un humor negrísimo, hay un juego de personajes, espejos y contrarréplicas; incluso una falsa mayéutica del mal. Su protagonista, Pedro Luis de Gálvez, guarda ciertas concomitancias con la vida de uno: o la vida que le han impuesto a uno. La vida que es malvivir en el altillo, los sablazos, el mal dormir, el colocar columnas y ratear a los políticos, y todo eso que va en el oficio de escritor de al día y por el día. Y además Las máscaras del héroe es un libro con el que guardo una intrahistoria curiosa: fue el último libro que presté a mi tío antes de que falleciera. Por cierta superstición no se lo pedí a mi primo, como si fuese un volumen maldito y subrayado. También entiendo que la relación de Juan Manuel de Prada con esa novela venga a ser complicada. Prada me habló de muñequitos en esa obra maestra, de un tiempo conocido por lecturas y hasta de estereotipos de juventud. Creo que Prada tiene multitud de registros en la escritura, que no se le ha ponderado el humor lo suficiente, y que con Las máscaras del héroe fijó un tope, una marca, que sin embargo no le ha imposibilitado para seguir hundiendo tecla con magisterio. No diría yo lo mismo del gran Marsé posterior a Últimas tardes con Teresa.

Juan Manuel de Prada
Viernes. Continuación. Madrugo con los ojos como unos balcones colgones. Viajo a Valladolid a entregar un premio en el Ayuntamiento. El alcalde no aparece, su concejala nos mete prisa en el salón de plenos, que antes de la 13.00 tienen que oficiar una boda laica. He vomitado en el tren, por cosa de los nervios. No me ha dado tiempo a leer el periódico desde Chamartín al Campo Grande. En Chamartín he compartido un café con Martínez Maíllo, que parece portador de una infinita melancolía: como un fado con patas.

Domingo 4 de junio

Hundo tecla. Escribo sobre Londres. He madurado y me viene dando igual la 12 del Madrid.

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