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¿Amor o amistad?

Tendría yo doce años cuando mi padre amaneció por casa con el catálogo de Los genios de la pintura, un coleccionable editado por Sarpe que incorporaba láminas y breves biografías de grandes pintores. Cada una de esas biografías era como un cuento, que podía relacionarse con las pinturas de las láminas en una combinación de palabras e imágenes.

Mi padre había marcado a boli en el catálogo los tomos que le interesaban. A continuación, me miró a los ojos y me preguntó:

—¿Tú querrías alguno más…?

Huelga decir que a los doce años poco sabía yo de pintura, pero ya experimentaba una curiosidad sin límites por todo lo que leía o veía. Llamó mi atención una portada de color naranja que contenía el retrato de una mujer con el cuello demasiado largo y cara de pez. El autor, cuyo apellido aparecía en la portada, era un tal “Redon”. Quizá la combinación con el nombre me resultó estética: “Odilon Redon”; no acierto a recordar… El caso es que respondí:

—Quiero este, Papá…

Al igual que yo, mi padre no conocía a Redon, pero no cuestionó ni por un momento mi decisión, adoraba que me interesase por la cultura.

"Cuando el libro llegó a casa recuerdo que lo hojeé por encima. Mire las láminas, como solía hacer, y me resultaron de lo más extrañas"

Cuando el libro llegó a casa recuerdo que lo hojeé por encima. Mire las láminas, como solía hacer, y me resultaron de lo más extrañas. Ninguna me atrajo tanto como la mujer naranja de la portada… Dejé el libro en la estantería y allí se quedó, desde tal vez 1984 hasta el verano de 2017. No digo que en tanto tiempo no lo hojeara nunca, pero el caso es que siguió sin llamarme la atención.

¿Qué sucedió en el verano de 2017? Ocurrió que falleció mi padre tras una larga enfermedad. Durante los últimos meses iba a verle a diario. Él estaba postrado en su cama y yo a veces me encerraba en el comedor. Fueron semanas cuajadas de sentimientos y de recuerdos. El tiempo parecía haberse detenido y todos nos dedicábamos a evocar el pasado.

Por aquel entonces, aguardaba la publicación de mi primera novela, Madagascar (Anorak ediciones, 2017), para la cual me había basado en otro de los coleccionables de mi padre, la enciclopedia geográfica Conocer el mundo, y en otro regalo de mi tía: Fauna, de Félix Rodríguez de la Fuente. Lo conté en otro artículo de Zenda llamado “Historia secreta de Madagascar”.

Una tarde de aquel verano me senté en el comedor de mis padres con el libro de Redon sobre las rodillas. Al poco de empezar a leer su biografía me dije: «¿Cómo puedo haber vivido tantos años sin reparar en lo interesante que es este personaje?»

"Todavía hoy, los cuadros de Redon nos resultan hasta cierto punto inaprensibles. ¿Qué significan realmente, por qué los pintó así?"

Redon era un artista fronterizo entre el realismo, el simbolismo y las vanguardias. De hecho, había sido precursor de las últimas en detrimento de los primeros. Durante décadas le tocó navegar a contracorriente de las escuelas pictóricas dominantes, al igual que le sucedió a su amigo Paul Gauguin o a su admirado Vincent van Gogh.

Pero así como los dos últimos son personajes demasiado conocidos como para aportar alguna novedad sobre ellos, Redon sigue siendo un personaje secreto, misterioso, de un talento anticipatorio. Pintor, grabador, violinista, aficionado al tenis, ocultista, estudioso de las religiones y de lo oriental, escritor de cuentos, amante de la literatura, ilustró a Baudelaire, a Poe, a Flaubert, a Mallarmé…

Todavía hoy, los cuadros de Redon nos resultan hasta cierto punto inaprensibles. ¿Qué significan realmente, por qué los pintó así? No terminamos de comprenderlos, y esa incomprensión se queda en nuestra mente a modo de enigma.

Aquella misma tarde decidí que Odilon Redon sería el protagonista de mi segunda novela. No me importó en modo alguno que el siglo XIX estuviera pasado de moda. Debía seguir mi instinto y el reto era escribir algo diferente, que no incurriera en las convenciones de la literatura decimonónica o, más bien, que partiera de esas convenciones para crear un relato original.

Mientras me documentaba, supe que en dos ocasiones Redon había aceptado los encargos de un aristócrata y de un burgués de decorar con pinturas sus residencias —lo cual era común entre los grandes pintores de la época—. ¿Por qué no iba a ser ese el punto de partida de mi novela?: Redon llega a un château perdido en la campiña francesa, con el encargo de pintar unos cuadros para decorarlo…

Casualmente, el verano anterior había pasado con Marta, mi mujer, y nuestros tres hijos unos días de vacaciones en una casa rural próxima a Burdeos. La casa rural era en realidad un castillo construido en el siglo XIX.

"¿Y si la mujer velada fuera una amante de Redon…? ¿Y si en mi novela esa mujer era la mujer del banquero, para quien Redon pintaba los cuadros?"

Odilon Redon había nacido también en Burdeos y pasó muchos veranos de su vida en un caserón próximo a la ciudad, en una finca de su familia situada en el Medoc, junto a la desembocadura del Garona. El Medoc es una región surcada por viñedos, azotada por los vientos del Atlántico, con dunas de arena y suaves colinas pobladas por grandes árboles solitarios… ¡Ya tenía el lugar donde ambientar mi relato! Me faltaba pergeñar un argumento antes de comenzar a escribir.

Odilon Redon llegaba al castillo de Pantenac (lugar que me acababa de inventar) y su propietario, el banquero judío David Levy (personaje imaginario), le encargaba pintar para el comedor tres grandes óleos que representaran a las tres mujeres más sexis de la Biblia: a Betsabé, a Judith y a la pérfida e irresistible Salomé, gran mito erótico del siglo XIX, símbolo del pecado, de la lujuria, de la perdición de los hombres…

¿Cómo se me ocurrió esta idea un tanto paródica? Siempre me ha apasionado el género cinematográfico y televisivo de los biopics: las películas que tratan de reproducir las vidas de los grandes artistas, a menudo incurriendo en tópicos y exageraciones. Todavía recordaba la famosa serie Goya, de TVE, que vi durante mi adolescencia. En ella, un joven Carlos Larrañaga, interpretando a Manuel Godoy, el ministro de Carlos IV, tenía una habitación secreta en el Palacio Real cuya llave solo poseía él. En su interior atesoraba tres desnudos femeninos: Dánae y la lluvia de oro, de Tiziano; La venus del espejo, de Velázquez y La maja desnuda, de Goya.

Una de las claves de la serie de TV era el idilio, no confirmado históricamente, entre Goya y la duquesa de Alba, así como la famosa hipótesis de que la maja desnuda no era otra que Cayetana de Alba, que se dejó pintar desnuda por su amante, el huraño aragonés.

Sonreía en el comedor de casa de mis padres, recordaba los tópicos románticos en que incurría la serie televisiva, sin duda para añadir erotismo al relato, cuando volví al libro de Redon editado por Sarpe… El cuadro de la mujer de la portada, aquel sugerente retrato naranja que casi parecía vanguardista, era un pastel sobre cartón pintado, según el libro, entre 1890 y 1898, sin que fuera posible precisar más la fecha. Estaba en el museo Kroller-Müller de Holanda y tenía por título Mujer velada o Mujer con velo. Puesto que no indicaba el nombre de la retratada, traté de encontrarlo por internet, pero todo intento fue vano… Entonces me dije: «¿Y si la mujer velada fuera una amante de Redon…? ¿Y si en mi novela esa mujer era la mujer del banquero, para quien Redon pintaba los cuadros?»

El argumento decimonónico por excelencia estaba servido: el adulterio. En efecto, mi novela del XIX relataría un adulterio de Odilon Redon —hombre casado—, al igual que lo hacían Madame Bovary, Anna Karenina o La Regenta.

Pero pronto advertí que toda esa materia argumental que había imaginado estaba por completo desfasada. ¿El adulterio? ¿La mujer como musa del gran artista? ¿Salomé…? Todo me resultaba caduco, casposo, déjà vu… Debía dar un giro a mis ideas para salvar la trama.

El primer giro era dotar a mi protagonista femenina de una poderosa personalidad. ¡Ya bastaba de siglos en que las mujeres habían sido meros objetos bellos, musas de los hombres y no al contrario! Decidí que la mujer del banquero, que se llamaría Ainhoa Levy, sería una pionera de la fotografía. Me inspiré para ello en un personaje verídico de la misma época: la fotógrafa norteamericana de finales del XIX Gertrude Kasebier, cuyas fotos publicó Alfred Stieglitz en su famosa revista Camera Work. Stieglitz fue también fotógrafo y diletante, que introdujo el arte de Pablo Picasso en los Estados Unidos. Lo novedoso de Kasebier fue que retrató a personas buscando la realidad fotográfica, frente al pictorialismo de la época.

Decidí que Ainhoa Levy no solo tendría entidad como artista, sino que tendría voz propia, sería narradora de la novela en primera persona, al igual que Odilon Redon. Ya bastaba de tantos siglos en que las mujeres habían hablado por boca de los hombres.

"Solo me faltaba superar el escollo del adulterio. Ninguna de las biografías de Redon que leí hablaba de relación extramatrimonial alguna"

El personaje era difícil de lograr, pues hasta la emancipación femenina en el siglo XX las mujeres fueron patrimonio de los hombres, apenas salían de sus casas salvo para ir a misa. La clave de la independencia de Ainhoa sería su riqueza, el hecho de estar casada con un banquero de ideas avanzadas, comprensivo con su pasión por la fotografía y, al mismo tiempo, indiferente a ella, al pasar el día dedicado a sus negocios.

Ya casi lo tenía todo… Solo faltaba una forma de relacionar a Redon con la señora Levy, que no podía ser otra que a través del arte. Una vez más, acudía a la realidad histórica: mientras el Redon de verdad decoraba para el burgués Gustave Fayet la abadía de Fontfroide, en las proximidades de Narbona, había quien le fotografiaba haciéndolo… Y decidí que, en la ficción, Ainhoa Levy le pediría que le permitiera fotografiarlo mientras pintaba los cuadros para su marido, al objeto de “documentar el proceso creativo”.

Solo me faltaba superar el escollo del adulterio. Ninguna de las biografías de Redon que leí hablaba de relación extramatrimonial alguna. A diferencia del crápula de Gauguin, Redon había sido fiel a su esposa, Camille Falte, personaje secundario de mi novela. No parecía demasiado realista, por tanto, atribuirle una lujuria que nunca tuvo. Eso me daba la oportunidad de dar otro giro: el pintor y la fotógrafa serían amigos, amigos íntimos. Ella admiraría sus cuadros y él las fotos de ella. Pero… ¿dónde termina la amistad y comienza el amor entre hombres y mujeres? Esa es la pregunta que debe responderse el lector de Un amor de Redon.

Junto a la trama principal Un amor de Redon contiene otras subtramas: la historia de la fotografía, los orígenes del automovilismo, un relato gótico de fantasmas, la fotografía mortuoria, los poetas malditos… Todo remite al siglo XIX. Pero el verdadero origen de la novela está, una vez más, en mi querido padre.

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Autor: Ricardo Lladosa. Título: Un amor de Redon. Editorial: Fórcola. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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