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Annemasse, de Soledad Puértolas

Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. En Annemasse, Soledad Puértolas muestra a una narradora escribiendo una carta a la autora de una escultura de Miguel Servet, enlazando sus propios recuerdos familiares y trazando la historia de la escultura y del médico aragonés al que Calvino mandó a la hoguera.

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Estimada Sra. doña Clotilde Roch: Me dirijo a usted, desde esta humilde localidad de Villanueva de Sijena, con el objeto de hacerle llegar la emoción que me produce la obra de arte que su antepasada, puede que su bisabuela, no sé, no soy buena para esta clase de cálculos, realizó al inmortalizar en bronce la figura del gran hombre que fue Miguel Servet, por quien mi padre sentía auténtica veneración. Más tarde le daré algunos datos sobre esta villa que, siendo humilde, no lo es tanto, para que se haga una idea de dónde proviene este mensaje inesperado. Baste decir por ahora que pertenece a la provincia de Huesca, que está situada en el nordeste de España.

Vi la estatua hace dos inviernos, en Zaragoza, ante la fachada del Hospital Miguel Servet, y me quedé, yo misma, petrificada. Convertida en estatua, aunque no de bronce, sino de carne y hueso, de perecederos carne y hueso, pero de pronto rígidos, como si se hubieran solidificado. ¡Así que ese hombre atribulado y desharrapado, que conmueve nuestro corazón con el gesto de desconsuelo y desesperanza que lo atraviesa, es nada más ni nada menos que Miguel Servet, que tanto hizo por la humanidad!

Sí, mi padre me relató más de una vez su cruel final. Conozco la historia y sé que el gran hombre murió en la hoguera en Ginebra en 1553. Sí, algunas fechas de la historia, de esta y de todas, se han quedado en mi cabeza, aunque a veces se revuelven y confunden y no sé cuál va delante y cuál va detrás. Sé, en todo caso, que esa fecha, 1553, está lejos. Y que la ciudad de Ginebra, para mí, también está lejos. Todas las ciudades han ido quedando lejos. He conocido muchas, y en su momento siempre me parecieron interesantes y distintas unas de otras, pero ahora, desde el refugio que, ante mi propio asombro, he encontrado en el lugar donde nací, ya han perdido toda importancia. No es que viva totalmente aislada del mundo, decir eso sería una falsedad. En cierto modo, estoy muy integrada en la vida de la villa. Intercambio saludos, y en ocasiones establezco un breve diálogo con muchas de las personas con quienes me cruzo por la calle. Hablo con los dependientes de las tiendas, con la farmacéutica, con la peluquera, a quien acudo una vez al mes, incluso me trato con el cura, aunque yo no vaya a misa, eso a él no parece preocuparle demasiado, tiene muchas otras cosas en la cabeza, muchas inquietudes sociales, ¿quién no las tiene? Inquietudes, inquietudes e inquietudes. Eso es la vida.

¿Pero por qué esta necesidad mía de expresarle la emoción que me produjo la escultura que realizó su bisabuela, si es que lo es, para representar a este héroe de mi pueblo y de mi patria? A él, a este hombre excepcional, se debe, por cierto, que este municipio fuera distinguido con el título de villa. Nada de pueblo, villa. El caso es que tengo la necesidad de expresar por escrito mi admiración y, como existe eso que se llama internet, que en el fondo me parece un disparate y un peligro, pero que nos presta algunos servicios muy concretos, resulta que, con mis escasas habilidades para manejarme en este descomunal medio de comunicación, he dado con usted, que ostenta el mismo nombre y el mismo apellido que la escultora. Clotilde Roch, ¿es un nombre corriente? A mí me parece que no, y por eso me he decidido a escribirle. Mi nieto Gonzalo, que sabe de todo esto mucho más que yo, se encargará, algo así me ha dicho, de subir o de colgar la carta en la nube. Se trata de una nube que no podemos ver, eso a mí me inquieta. ¿Qué seguridad tengo de que usted, mi querida Clotilde, llegue a leerla? Ninguna. Incertidumbre, también eso es la vida.

Lo que me asombra es que se escogiera la escultura de su bisabuela para ponerla ahí, delante del hospital. Porque según sé, hay otras representaciones de Miguel Servet. ¿A quién se le pudo ocurrir escoger precisamente esta, que transmite un sentimiento de dolor y de desesperanza? Sin embargo, en el fondo me parece que es sumamente apropiado. Si hubiera sido yo la responsable de la elección de la estatua, hubiera escogido esta. No solo porque al hospital acudimos, muchas veces, con dolor y desesperanza, sino porque creo que este es el Miguel Servet que no podemos olvidar, el que tenemos que tener siempre presente. El hombre que ha sido hecho prisionero y está a la espera de que se cumpla su sentencia de muerte. De ser quemado en la hoguera.

No me gusta sufrir, no me complazco en el dolor. Probablemente yo, en unas circunstancias así, hubiera abjurado de mis principios. No son, en todo caso, tan sólidos como los suyos. Principios, tengo, pero no voy por ahí pregonándolos. Este gran hombre era un polemista, tenía necesidad de serlo. Puede, también, que la época lo propiciara. Aunque no puedo presumir de erudita, alguna idea tengo sobre los debates y las herejías que se dieron en el seno de la religión en la Europa del siglo XVI, que es el siglo del que estamos hablando. Sectas, tendencias, inquisiciones, de todo hubo. La figura decisiva, Calvino. ¡Ya estamos en Ginebra! Hasta allí le llevaron a Miguel Servet sus inquietudes religiosas y científicas. Y eso le debemos, según me enseñó mi padre. La inquietud, la dichosa inquietud. De ahí provienen sus hallazgos científicos, sus aportaciones a la teoría de la circulación de la sangre, en la que, creo recordar, destacó la función que en ella tenían los pulmones. Algo así. Finalmente, para mi padre y para todos los librepensadores que en el mundo han sido, Miguel Servet fue un pionero, un firme defensor de la libertad de conciencia, signifique esto lo que signifique. Yo estoy de acuerdo con él. Admiro su firmeza, su entereza y su pasión, aunque no puedo por menos que compararlas con mis debilidades. Pero sé que hay destinos superiores, y acepto las partes más miserables de mi vida porque también ellas me han hecho como soy, y de mí ya no puedo renegar.

Señorita Clotilde Roch, no es mi intención abrumarla con mis penalidades, pero quizá sea pertinente mencionarlas, sin profundizar, para explicar el porqué de la emoción que me embargó al contemplar la estatua, allí, a las puertas del hospital, en Zaragoza, de quien fue el ídolo de mi padre y que yo, a imitación suya, también he convertido en mi ídolo personal. Para eso sirve el arte, señorita. Yo ya lo sabía, porque todo lo que se refiere a la imaginación, a la fantasía y a la creación me ha interesado bastante más que lo científico, lo matemático y lo técnico. Como quizá ya haya adivinado, mi padre fue médico. Habiéndose quedado viudo a los pocos años de contraer matrimonio, se replegó en sí mismo, si bien eso no le impidió entregarse a sus pacientes y a sus estudios. De la crianza y educación de sus hijas —tres éramos y tres, creo, seguimos siendo— se encargó una prima suya, una mujer de pocas luces, pero no malintencionada, que hizo lo que pudo por nosotras. Poco. Las tres salimos atolondradas, a la deriva. Puede que la libertad de conciencia, tan celebrada por mi padre, haya tenido algo que ver en esto. Estaba en el aire y cada una de nosotras, a su modo, la hizo suya. Tres cabras locas, eso hemos sido. La edad, como es natural, nos ha calmado, pero no nos ha llegado a domar, creo yo.

Ninguna llegamos a cursar estudios universitarios, no porque nuestro padre nos lo impidiera, que yo creo que nos habría apoyado, sino porque emprendimos, las tres, muy pronto el vuelo. No estábamos para estudios. Solo queríamos irnos del pueblo, conocer mundo, entregarnos al amor. El amor fue el detonante, luego vinieron decepciones y penas, muchas lágrimas y algunas penurias, pero supongo que, a la larga, también fue el amor lo que nos dio motivos para seguir. Estrella, la mayor, fue la primera. Se lo dijo claramente a nuestro padre, se iba porque se había enamorado y no se podía casar. El hombre a quien hubiera entregado su corazón se había casado con otra mujer. Le dolía tanto verlo diariamente, tan cerca, sabiendo que jamás podría vivir con él, que se marchó a Madrid, con otra de las numerosas primas de mi padre. Por ese lado, el paterno, somos mucha familia. Si no lo he dicho antes, lo digo ahora. Son, además, gente generosa, que te acoge en su casa sin hacerte preguntas inoportunas. Por la parte de mi madre, no hay nada de eso. Son pocos y de trato difícil, ni siquiera me acuerdo de sus nombres. Sigo con Estrella: a partir de ahí, su vida fue un continuo dar vueltas. Fue peluquera, panadera, florista, manicura, bailarina, chica de compañía de altos vuelos, creo. Al final, se casó con un viudo rico, que murió enseguida, y heredó lo bastante para vivir sin ahogos. Después de Estrella, fue Constanza quien abandonó el nido, pero por razones de amor casi opuestas. Constanza se fugó con un pariente. Pariente de mi padre, por supuesto, ahí había mucho donde elegir. Lo llevaba anunciando un tiempo hasta que lo hizo, de modo que no nos cogió por sorpresa. Nuestro padre montó en cólera. El pariente era un calavera redomado. A los dos meses, Constanza regresó a casa y, pasados otros dos, más o menos, se metió monja. Salió del claustro al cabo de un año y se unió a no sé qué misioneras seglares que estaban abriendo colegios en África. Constanza pasó muchos años en continentes lejanos, fundando colegios y supervisando las cuentas, porque se le daban muy bien los números. Ya tenía más de sesenta años cuando rompió los votos de castidad y se casó con el cura de una de las misiones. Ahora viven en Filipinas. Creo que vive. Hace tiempo que no tengo noticias de ella.

Falto yo. Dios sabe por qué me he puesto a hablar de mis hermanas. Así son las cartas. Cuando se empieza a escribirlas, las ideas sobrevienen y se entrecruzan y de pronto no sabes qué era lo que te proponías decir. Supongo que quería transmitirle una idea de mi familia y de lo que soy dentro de ella. Yo, ni me enamoré de un hombre casado ni de un pariente calavera. Tenía mi edad, vivía cerca de casa. Patricio. Guapo, hasta decir basta. Listo, además. Ingenioso, seductor. Me quedé embarazada de él. Estaba dispuesta a todo, a seguirle hasta el fin del mundo. Pero su vida se truncó. Lo atropelló una moto una noche de verano. Estaba muerto, pero parecía vivo. Tardó mucho tiempo en morirse para mí. Lo veía por todas partes, lo abrazaba, me entregaba a él. Perdí la vida que llevaba en mi seno. No lo lamenté. Yo estaba mejor entre los muertos. Se me nublan un poco los ojos cuando pienso en aquella época. Me fui del pueblo y me perdí de vista a mí misma. La memoria no me alcanza para rememorar aquellos años. Cuando acabaron, seguí vagando por el mundo, pero ya tenía dentro de mí la idea del regreso. No quiero seguir hablando de mis desgarros ni de mis desvaríos. La sangre no me interesa. Solo quiero estar en el aire, respirarlo, ser atravesada por él. Es curioso, porque nuestro gran hombre sostenía, creo recordar, que el alma, el sello divino, estaba en la sangre. Pero eran los pulmones los que la purificaban, eso se me quedó grabado. El alma necesita respirar. No lo dijo así Miguel Servet, no sé cómo lo dijo. No he leído concienzudamente sus escritos. Solo un poco por encima. Pero me gusta la idea del aire y me gusta pensar que no es del todo mi idea, sino suya. A fin de cuentas, herencia de mi padre.

Vuelvo a ellos, a Miguel Servet y a mi padre. ¡Cuántas horas pasó mi padre embebido en las obras de Servet! De las tres hermanas, déjeme decirlo, yo era la que más le escuchaba. Antes de que las tres desapareciéramos de casa, en la época en que, mal que bien, éramos una familia, yo pasaba muchas tardes de domingo junto a él. Estrella y Constanza tenían sus propios planes, pero a mí me gustaba ir al despacho de mi padre y sentarme en un rincón a leer, que sé yo, tebeos, cosas de niñas. Me hacía sentirme importante, ¡qué lugar tan apacible era aquel!  Creo que es, finalmente, al lugar al que he querido regresar. Un lugar de calma y meditación, un lugar apartado pero habitado por mil pensamientos, por otras vidas.

De vez en cuando, mi padre levantaba los ojos del escritorio, y, un poco asombrado de verme allí, me decía algo, me hablaba de lo que estaba leyendo. Es así como se me quedó grabado en la mente el asunto de la sangre y del aire. Y otras cosas que a él le interesaban más y a mí menos. La Santísima Trinidad, por ejemplo. Eso suscitaba en él auténtica pasión, Dios sabe por qué. Nada de Trinidad, clamaba. Hija mía, a la imaginación hay que ponerle un tope. Los misterios son necesarios, hay que contar con ellos, pero, ¡con los disparates, no! La Trinidad no tiene el menor sentido. ¿Qué falta nos hace la Trinidad? Nuestro paisano lo razona perfectamente, ¡ah!, pero allí estaba precisamente el peligro, la capacidad de razonar, la libertad para hacerlo. De eso se trataba, hija mía. De creer, sin más. Si todos nos ponemos a discutir, a decir «esto no es así sino asá», ¿adónde vamos a parar? ¡Es mucho más sencillo arrojar a los discutidores a la hoguera! Llamarlos herejes, condenarlos. Por todo esto tenemos que pasar, decía mi padre con frecuencia. Lo decía con calma, con serenidad.

Por todo esto pasaron algunas personas, y nosotros, con ellas. Lo decía mi padre y yo lo digo también. No quisiera que sonara a fatalismo. Es la condición humana, nada más. Son luchas de poder. Fanatismos.

Hay dos cosas en las que quiero insistir ahora. Antes lo dije un poco de pasada. La primera y principal es la calidad artística de la obra de su bisabuela, si es que es su bisabuela, y el interés que siento hacia su persona, de la que nada sé. La segunda, bastante principal también, es una pregunta: ¿Por qué se escogió esta escultura de Miguel Servet, tan triste, tan atribulada, para dar la bienvenida a los pacientes y médicos del Hospital de Zaragoza, y no otra que lo representara más serio y convencional, más neutro?

Me gustaría ir por partes para no perderme, pero todo está muy enredado. Como las cuestiones que acabo de exponer me inquietaban mucho, le pedí ayuda, como de costumbre, a mi nieto Gonzalo, que me ha ido enviando información sobre la escultura de Miguel Servet. Trataré de resumirla, lo que no es fácil. Porque Gonzalo es eficaz, pero, me parece a mí, no tiene capacidad de síntesis. Y yo tampoco sé si la tengo. A ello voy.

El asunto arranca en la ciudad de Ginebra, en 1902, en el Congreso internacional de librepensadores. En él se decide «que en reparación del martirio de la hoguera hecho sufrir al inmortal Miguel Servet por el fanático Calvino, se erija un monumento con la estatua del ilustre mártir, en Champel, en el mismo sitio en que el fue quemado vivo». La propuesta fue hecha por un tal Pompeyo Gener. El ayuntamiento calvinista de Ginebra, en lugar de secundar esta propuesta, erigió, en otro lugar, un contra monumento, en el que Calvino quedaba exculpado de sus actos y era presentado como víctima de los errores del siglo. En 1908, un grupo de ginebrinos disidentes del calvinismo oficial rinden homenaje a Miguel Servet con una estatua que ancargan a Clotilde Roch y que sitúan en territorio francés, en la ciudad de Annemasse, a ocho kilómetros del centro de Ginebra y a seis de la colina de Champel, donde Miguel Servet fue condenado a morir en la hoguera.

Lo que sabemos de Clotilde Roch es muy poco. Mi nieto Gonzalo ha dado, transitando de aquí para allá en la misteriosa nube donde habitan los datos de cierta parte de la existencia humana —dudo que estén todos—, con un retrato fotográfico de la escritora firmado por Antoine de Lalancy, quien gozaba de gran reputación como retratista y que tenía su estudio en Ginebra. El retrato está fechado de forma ambigua: entre 1910 y 1920. En él vemos a la dama, casi de perfil, con la mirada hacia abajo, prendida en una maqueta de unos 30 centímetros de la estatua que, por esas fechas, ya se podía contemplar en la villa de Annemasse. Las manos de la escultora se posan, acariciadoras, sobre la imagen. Esto es lo que nos muestra el retrato: una dama que lleva el pelo, oscuro, recogido y adornado con un lazo, blusa blanca de innumerables pliegues, cuello alto y manga larga, y que parece presa de la melancolía. La figura de Miguel Servet, entre sus manos, esa figura dolorida que a mí tanto me conmueve, es su obra, y la escultora, que no puede evitar que sus pensamientos se impregnen, al mirarla, de una honda tristeza, se siente orgullosa de ella.

En el momento del retrato, ¿qué años tendría la artista? Nació en 1861. Murió en 1923. Cuando la escultura se inaugura, en 1908, tiene 47 años. Pongamos que cuando Antoine de Lalancy la retrató, Clotilde Roth tenía 50 años. De ahí en adelante. Tras haber esculpido el monumento a Miguel Servet, la ley del silencio cayó sobre ella. Se sabe que pertenecía a una influyente familia protestante ginebrina, que fue discípula de Rodin y que otra de sus obras, La Derniere Bouchée de pain, se encuentra en el Palacio Federal de Berna. Gonzalo, con todas sus habilidades, no ha podido averiguar nada más. Aunque sigue buscando, señorita Clotilde, y el que yo ahora le esté escribiendo esta carta, también responde, en cierto modo, al curso de sus pesquisas.

El caso es que si de su antepasada ya no hemos logrado saber nada más, de la estatua de Miguel Servet, sí. El monumento erigido en 1908 en Annemasse provocó una viva polémica, en la que ahora no voy a meterme, porque no me siento capacitada para desentrañar los enigmas de las luchas que se dieron en la época en el seno del protestantismo. Sí me atrevo a afirmar que el símbolo de Miguel Servet como apóstol de la libertad de pensamiento no hizo, durante ese tiempo, sino afianzarse.

Damos un salto temporal. Es el 13 de septiembre de 1941. La escultura de Clotilde Roch erigida en 1908 es destruida por órdenes del gobierno de Vichy. ¿Por qué razón?, ¿el monumento producía incomodidad a los amigos de los alemanes?, ¿fundieron el bronce de la estatua para fabricar cañones?

Otro salto temporal. 1960. Parque Montessuit de Annemasse. Se erige una nueva estatua, casi idéntica a la creada por Clotilde Roch. La réplica es de un tamaño levemente menor.

Y este es el colofón. Zaragoza, 2004. El Gobierno de Aragón encarga al historiador Manuel García Guatas que busque un modelo para realizar un monumento a Miguel Servet con el fin de colocarlo ante la fachada del Hospital Universitario Miguel Servet, de Zaragoza. El historiador, que está interesado en la escultura de Clotilde Roch, da con una fotografía publicada en la Guía oficial de Zaragoza de 1922 en la que, en una vista interior del Museo de Zaragoza, aparece el molde en escayola de la estatua esculpida por la artista suiza.

Una sucesión de hechos, mademoiselle. Casualidades y causalidades.

¿Qué me ha llevado a contarle todo esto? Son cosas que me ha ido diciendo mi nieto Gonzalo, después de que le expresara la conmoción que experimenté cuando mis ojos se posaron en la estatua de Miguel Servet, antes de entrar en el Hospital de Zaragoza. Las razones del porqué yo me encontraba allí, se las ahorro. Lo cierto es que me entró una gran curiosidad sobre la autora de la estatua, que me presentaba una imagen tan distinta de la que me habían transmitido otras. Sin ir más lejos, la que está en Villanueva de Sijena, mi pueblo natal y, sobre todo, el pueblo natal de Miguel Servet. Un hombre ilustre, vestido a la moda masculina de la época. Una estatua como otra cualquiera.

De mi pueblo, ya le he avanzado algo. En primer lugar, le recuerdo que, desde 1931, no es pueblo sino villa. Ya lo dije, fue en honor de nuestro insigne vecino. La villa pertenece a la comarca de Los Monegros. Tiene muy pocos habitantes, no llegamos a 400. Circulan muchas historias por aquí. La guerra civil dejó huellas profundas en esta tierra arcillosa y polvorienta. La sierra de Alcubierre fue escenario de continuas batallas. Si es usted lectora de novelas, quizá le resulte conocido el nombre de George Orwell, el escritor británico. Fue uno de los numerosos extranjeros que se alistaron para combatir a los sublevados y hacer, al mismo tiempo, sus propias guerras. Ahora existe una Ruta Orwell, y han sido recreados, tal como estaban en aquellos años, los sacos terreros, los puestos de ametralladora y otros reductos bélicos Yo no he hecho esta ruta, así que poco más puedo decirle de ella.

Otra historia es la del incendio del Monasterio de Sijena, a finales de julio de 1936. Sobre esto se ha escrito mucho. Hubo un cruce de acusaciones entre los milicianos provinientes de Cataluña que llevaron a cabo el destrozo y quienes rescataron las valiosas pinturas murales de la sala capitular del monasterio. Los altos cargos de la Generalitat señalaron a la chusma charnega y a los anarquistas, en su mayor parte inmigrantes de zonas miserables de Murcia y Almería, como culpables de los incendios y saqueos. Un famoso dirigente anarquista, Buenaventura Durruti —no creo probable que usted haya oído hablar de él, pero quién sabe—, quedó horrorizado al ver las ruinas en que había quedado el monasterio y alertó del peligro de que fueran fotografiadas y utilizadas en contra de los milicianos. En todo caso, los bienes del monasterio, que la Generalitat llevó a Cataluña en 1936, no fueron devueltos a Sijena hasta fechas muy recientes.

Sí, hay muchas historias por aquí. Desde hace unos años, existe, además, un Centro de Interpretación —no entiendo qué se quiere dar a entender con esta palabra— en la casa familiar de los Servet, que ha sido restaurada y que es también la sede del Instituto de Estudios Sijenenses Miguel Servet. No tengo relación con ellos. En parte, porque ya soy muy mayor y en parte, porque, aunque sociable, soy una persona solitaria. Pero, si en algún momento usted se decidiera a venir por aquí, con mucho gusto le mostraría mis rincones favoritos. Si esta carta es la primera de otras, prometo enviarle fotografías de algunos lugares que me parecen muy hermosos, no solo el Monasterio o la Cartuja, sino el mismo paisaje. En esta aridez, en estos tonos ocres, en el sol que nos ciega en verano y el viento que nos azota más allá de los inviernos, me reconozco.

¿Qué vida llevo yo en este pueblo y por qué, al cabo de los años, he regresado a él? No creo que este regreso al lugar donde vi la luz por primera vez constituya una especie de culminación de mi vida. He vuelto porque me gusta la soledad, y porque heredé la casa de mi padre, que es grande, fresca en verano y abrigada en invierno. Cuenta con un huerto, si nos atrevemos a llamarlo huerto, y un jardín interior, que tampoco tiene mucho de jardín. Está provista de dos patios, una fuente y un pozo. Una buena casa de pueblo. Noble, pero sencilla. No ostenta escudo en su fachada. Crecí aquí, junto a mis hermanas. Mi padre tenía la consulta en el ala izquierda. Los que murieron, ya están muy lejos. De algunos de los que aún permanecen con vida, no sé bien dónde están ni la vida que hacen. Mantengo contacto, sobre todo, con mi nieto Gonzalo, que siempre me secunda en las preguntas que me hago sobre uno u otro aspecto del mundo. De los demás, de mis propios hijos, tiempo habrá más adelante para hablar, si así lo quiere el destino.

Los días pasan y yo me entretengo con los quehaceres que requieren. Ni me aburro ni me dejo de aburrir. De vez en cuando, me entra una inquietud. Una inquietud tremenda. Y me pongo a hacer cosas absurdas, con tal de no morir.

Ya termino, mademoiselle Clotilde. Dice Gonzalo que esta carta puede ser importante, que quizá al fin, si usted la recibe y se encuentra en condiciones de ayudarnos, obtengamos más datos de la vida de la gran escultora suiza que realizó, hace más de un siglo, la estatua de Miguel Servet que logró conmoverme hace dos inviernos cuando, muerta de frío y de incertidumbre, mis ojos la encontraron, antes de entrar en el Hospital de Zaragoza. De golpe, nada ni nadie me importó mucho. Fue como si saliera de mí misma. La desolación de ese hombre insigne me atravesó como si fuera la mía. Y me dije que no, que en la hoguera no debe de morir nadie. Nadie muere en la hoguera. Eso es algo que no podemos dejar de decir para que se escuche en todos los rincones del planeta.

Eso me dijo, a la puerta del Hospital de Zaragoza, un día muy oscuro, la estatua creada por Clotilde Roch, sea o no sea su bisabuela.

Merci, mademoiselle.

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Autor: VV.AA. TítuloLas luces de la memoria: Relatos de España en la historia de EuropaEditorial: Zenda. Disponible enKobo y Fnac

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