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Aquel octubre del 34

Aquel octubre del 34

Uno de los argumentos más reiterados por quienes tratan de justificar el golpe de Estado que dio inicio a la guerra civil, sin que parezca que lo justifican realmente, se basa en retrotraer el inicio de la contienda al mes de octubre de 1934. Fue aquella fecha, sin duda, uno de los momentos más críticos de la II República, si no el que más, y un análisis sosegado de sus causas, su transcurrir y su frustrante final no deja de provocar sentimientos encontrados: probablemente lo que ocurrió durante aquel mes acarreó más daños que beneficios para el endeble sistema democrático que daba entonces unos primeros pasos que nadie supo apuntalar, pero tampoco hay forma de asegurar que sin aquel levantamiento de las clases trabajadoras en varias provincias de España —pero fundamentalmente en Asturias— la historia hubiese sido muy distinta, sobre todo porque el país entero era en aquellos momentos una vía estrecha por la que circulaban a toda velocidad, y en sentidos opuestos, dos trenes que no podían hacer otra cosa que chocar.

"Con la entrada de la CEDA en el Ejecutivo, la mecha no tardó en arder. A medianoche del 5 de octubre, los socialistas daban por iniciada una «huelga general revolucionaria»"

El primer Gobierno republicano, liderado por Manuel Azaña, había emprendido una serie de ambiciosas reformas económicas y sociales que causaron el enfado de quienes juzgaban aquellas medidas un atropello contra sus privilegios —los grandes empresarios, los banqueros, los terratenientes, la Iglesia— y de quienes desde el otro extremo —anarquistas y la izquierda más próxima al sindicato UGT— consideraban que las iniciativas sólo alcanzarían a lavar la cara de un «orden burgués» que obstaculizaba la llegada del comunismo libertario o el socialismo, según cada caso. Las tensiones propiciaron una serie de crisis encadenadas que alcanzaron su culmen en 1933, y a finales de ese año se convocaron unas elecciones generales en las que la derecha obtuvo una amplísima mayoría parlamentaria. El encargado de formar gobierno fue Alejandro Lerroux, del Partido Republicano Radical, quien en primera instancia contó con el apoyo de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Este último partido se había mostrado tan afín a las tesis fascistas que defendía en Italia Mussolini que la izquierda no estaba dispuesta a aceptar su integración en ningún Ejecutivo. Si bien el veto consiguió mantenerse en los primeros meses de la etapa radical, terminó difuminándose cuando al comenzar el mes de octubre de 1934 los diputados de la CEDA anunciaron que retirarían su apoyo al Gobierno si no entraban a formar parte efectiva del puesto de mando. El presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, propuso a Alejandro Lerroux como presidente de un nuevo gabinete que incluiría, esta vez sí, a tres ministros decididamente derechistas. Un mes antes, el líder del partido, José María Gil Robles, había dado un mitin en el santuario de Covadonga —tan querido por los defensores de las épicas nacionalcatólicas—, donde había deslizado perlas más bien poco halagüeñas para la democracia que teóricamente se pretendía afianzar. «Vamos a exaltar el sentimiento nacional con locura, con paroxismo, con lo que sea: prefiero un pueblo de locos a un pueblo de miserables», fue una de ellas. Otra: «Hay que ir a un Estado nuevo, y para ello se imponen deberes y sacrificios. ¡Qué importa que nos cueste hasta derramar sangre! […] Para realizar este ideal no vamos a detenernos en formas arcaicas. La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento se somete o lo hacemos desaparecer.»

Monumento a Aida de la Fuente junto a la iglesia de San Pedro de los Arcos, en Oviedo.

Con la entrada de la CEDA en el Ejecutivo, la mecha no tardó en arder. A medianoche del 5 de octubre, los socialistas daban por iniciada una «huelga general revolucionaria» que encontró seguimiento en todas las ciudades, aunque no acarreó mayores consecuencias, dado que ninguna población importante quedó en manos de los revolucionarios y en la mayor parte de los focos la cosa se redujo a unos cuantos tiroteos. Hubo dos excepciones importantes. Una fue Cataluña, donde el presidente Lluís Companys aprovechó la coyuntura para proclamar «el Estado Catalán dentro de la República Federal Española», un intento de emancipación que fue rápidamente desarticulado al día siguiente. La otra fue Asturias, donde sí se inició una revolución con todas las de la ley debido al vínculo que se estableció entre la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) y la Alianza Obrera que propusieron el PSOE y la UGT y a la que más tarde se incorporaría el PCE. La insurrección comenzó en Mieres, uno de los corazones de la cuenca minera, y se extendió de inmediato por las grandes áreas urbanas de la región. Los mineros tenían armas y dinamita y los sindicatos se habían esmerado con los preparativos. En Gijón se proclamó la República Socialista Asturiana y por todo el territorio se empezaron a tomar puestos de la Guardia Civil, iglesias y ayuntamientos. A los diez días había unos 30.000 trabajadores formando parte de lo que ellos mismos dieron en llamar el Ejército Rojo Asturiano. La capital, Oviedo, que era la sede de las instituciones y por tanto el lugar donde se concentraba el poder, sufrió un largo asedio. Algunas de sus joyas, entre ellas la Cámara Santa de la catedral y la biblioteca universitaria, quedaron devastadas en ataques que la propaganda gubernamental achacó a los revolucionarios, pese a que las pruebas avalen que algo o mucho tuvieron que ver en el desastre quienes defendían la ciudad de las incursiones obreras.

"Tuvo que ser un escritor mexicano, aunque descendiente de gijoneses, uno de los primeros en arrojar luz sobre aquellos hechos, Paco Ignacio Taibo II"

La revolución fracasó al cabo de quince días y la represión fue brutal. El encargado de orquestarla desde Madrid fue un joven general llamado Francisco Franco que se había casado once años antes con la hija de una familia bien de Oviedo. Él ordenó el traslado a Asturias de la Legión y a los Regulares de África, una fuerza de dieciocho mil soldados que sembraron el horror allí por donde fueran. Entre la insurrección obrera y la respuesta de las autoridades, aquel mes de octubre se registraron en el territorio asturiano más de mil quinientas muertes.

El sentimiento de miedo tras la derrota, acrecentado cuando Franco tomó el mando del bando rebelde en la guerra civil y Asturias se vio de nuevo asolada por sus tropas; el hecho de que la izquierda, o al menos una parte, no siempre se haya sentido cómoda al evaluar su papel en aquellos días; y el silencio impuesto a lo largo de cuatro décadas de dictadura llevaron a que la Revolución del 34 fuese a menudo un rumor que adquiría visos de leyenda restringida a las reuniones familiares o las penumbras de los encuentros clandestinos. Tuvo que ser un escritor mexicano, aunque descendiente de gijoneses, uno de los primeros en arrojar luz sobre aquellos hechos. Paco Ignacio Taibo II recorrió poco después de muerto Franco distintos escenarios de la insurrección, habló con protagonistas olvidados y con testigos que llevaban media vida enrocados en el silencio y publicó en 1980, en la editorial Júcar, los dos tomos de su monumental Asturias 1934, obra que en 2014 recuperaría Crítica en un solo volumen actualizado y ampliado. Poco a poco se le fueron sumando otros títulos como Octubre rojo en Asturias (Silverio Cañada, 1984), de José Rubio Fernández, o Los hombres de octubre (Semana Negra, 2004), en el que se recupera el testimonio en primera persona de Ignacio Lavilla sobre aquellos días. Recientemente, la editorial Libros del Asteroide ponía en la calle Tres periodistas en la revolución de Asturias, donde se recogían escritos de Manuel Chaves Nogales, José Díaz Fernández y Josep Pla. El tiempo también fue permitiendo que se recuperaran ciertos iconos, principalmente los de Aida de la Fuente —una joven asesinada por las fuerzas gubernamentales en Oviedo, al pie del monte Naranco, y a la que dedicaron sendas canciones el grupo Nuberu y el cantautor Víctor Manuel en los inicios de la Transición— y Belarmino Tomás, el líder socialista que encabezó la insurrección y que aún jugaría un papel determinante en el final del Frente Norte durante la guerra civil.

"Se ha venido haciendo, en definitiva, una recapitulación somera de los hechos y los nombres y los datos, pero quedaba pendiente una revisión del trasfondo social y humano de aquellos días"

Se ha venido haciendo, en definitiva, una recapitulación somera de los hechos y los nombres y los datos, pero quedaba pendiente una revisión del trasfondo social y humano de aquellos días, ese territorio que la historiografía no siempre acierta a hollar y en el que entran en juego otras visiones y otros métodos de aproximación a un pasado que no deja de interpelarnos, más en estos tiempos en que los más variopintos salvapatrias izan con prestancia sus banderas. Hace unos años, el dibujante Alfonso Zapico emprendió la publicación en varios volúmenes de La Balada del Norte (Astiberri), una colosal novela gráfica sobre aquel octubre del 34 que va ya para el tercer tomo y aborda la insurrección desde la óptica de quienes, a uno y otro lado, la vivieron a pie de calle. El año pasado, el cineasta y escritor Ramón Lluís Bande presentaba en el Festival Internacional de Cine de Xixón un largometraje, Cantares de una revolución, en el que fundía el género documental con el musical de la mano del compositor Nacho Vegas y en cuyo metraje se recuperaban una serie de piezas populares que componen un peculiar y enjundioso cancionero de aquellos días de furia. El trabajo de documentación que Bande acometió para esa película, y las letras y melodías que se cantaban en las calles, aparecen recopilados ahora en el volumen Cuaderno de la Revolución (Pez de Plata), en el que a las anotaciones del propio Bande se suman testimonios y análisis de Belarmino Tomás, Arantza Margolles, Benjamín Gutiérrez, Juan Ambou, Pilar de la Fuente, José Díaz Fernández, José Quílez Vicente y Josep Pla, además de la estremecedora denuncia intitulada Los presos de Asturias ¡acusamos! en la que se da cuenta de los rigores de la represión. «Hacer la revolución es volver a poner en su sitio cosas muy antiguas pero olvidadas», formuló Jean-Marie Straub, y son esas palabras las que Bande sitúa en el frontispicio de su libro para añadir un nuevo hito al relato aún incompleto de la Revolución del 34 y rendir homenaje, con polifonías fragmentarias, a la fracasada historia de unos hombres y unas mujeres que vieron cómo el fascismo llamaba a las puertas de su casa y, en vez de cruzar los brazos y abrirle paso, quisieron plantarle cara, y lo pagaron.

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