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Archivo de un duelo

Archivo de un duelo

Hete aquí una novela epistolar que enfrenta sin tapujos temas como la angustia del amor, la soledad, el paso del tiempo y la muerte. La autora, historiadora y antropóloga, reflexiona sobre cómo se construyen, se reinterpretan y se pierden los archivos y recuerdos.

En este making of Marina Azahua recuerda cómo escribió Archivo agonía (Sexto Piso).

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Me tomó una década —saturada de pausas, interrupciones repetidas y algunos brotes intensos de escritura— lograr terminar Archivo agonía. Se construyó a caballo entre dos lenguas. También entre dos, o tres, o quizás varios géneros literarios. Como libro, nació a partir de una serie de ensayos derivados de ejercicios de écfrasis fotográfica vinculadas a imágenes que registran el momento exacto de la muerte de una persona. Era 2014 cuando empecé a compilar casos históricos de estas singulares imágenes, buscando escribir un libro de ensayos —una suerte de hermano para mi libro anterior, Retrato involuntario— siguiendo cierto instinto derivado de aquella premisa de Sontag, donde apunta algo así como que captar una muerte cuando en efecto está ocurriendo es algo que sólo pueden hacer las cámaras.

He amado la fotografía desde mi infancia, su magia extraña que congela y construye ficciones nítidas. El interés por la muerte lo cargo también desde la infancia. Construir un archivo de fotografías de momentos de muerte me resultaba entonces algo lógico, necesario y natural. En el verano del 2020, cuando escribí la parte medular de Archivo agonía, en paralelo a ese archivo de fotos y el deseo de terminar aquel libro imaginado de ensayos, llevaba algunos años pensando más seriamente en torno a la muerte y las maneras que tienen los muertos de permanecer y continuar habitando las vidas de los vivos. Pero aquel verano también ocurría otra cosa: yo cargaba con una deuda importante.

"Mi abuela murió en 2019 y la deuda se quedó pendiente, creciendo y abultándose como astilla enquistada. A los pocos meses de su tránsito, en pleno duelo por su muerte, llegó la pandemia"

Sucede que desde siempre, desde niña, me he movido entre dos idiomas. Mi cerebro es un órgano bilingüe reprimido porque a partir de que cumplí seis meses he estado cruzando sin parar, de ida y vuelta, esa frontera adolorida que divide Estados Unidos y México. Mi madre nació de un lado y mi padre del otro. Digo que es un órgano reprimido porque no mezclo las dos lenguas, aunque no hay cosa alguna que me resultaría más natural. Pero cuando era niña, no estaba bien visto hablar inglés en mi casa, y la segunda mitad de mi vida ocurría en casa de mi abuela materna, una mujer luminosa y brillante que nunca aprendió a hablar bien español. Yo me convertí, naturalmente, en su intérprete oficial; pero fallé en un detalle específico: fracasé en traducirle mis propias palabras. Como escritora, siempre he escrito y publicado en español —jamás en inglés— y mi abuela, una de las personas más importantes de mi vida, se quejaba todo el rato de no poderme leer. Entonces, con la sencillez absurda de los juramentos livianos de juventud —que una está segura, sin duda alguna, de algún día cumplir, porque no se da cuenta de qué es realmente eso a lo que uno se está comprometiendo— le prometí a mi abuela que un día escribiría un libro en inglés para ella. Un libro sólo para que ella pudiera leerme. Joven e ilusa, estaba convencida de que había tiempo.

Mi abuela murió en 2019 y la deuda se quedó pendiente, creciendo y abultándose como astilla enquistada. A los pocos meses de su tránsito, en pleno duelo por su muerte, llegó la pandemia. El entorno se enrareció al instante y se saturó de otras agonías. No era tanto la muerte lo que aturdía, sino el tipo de final sofocado que se repetía y repetía sin cesar. Ambulancia tras ambulancia, sirena tras sirena, anunciando la falta de aire y otra muerte más. Y yo, como todos, me encerré. Y como tantos, consideré oportuno intentar no enloquecer del todo sacando del cajón aquel libro que tenía pendiente para intentar aprovechar el encierro y terminarlo. Con lo que no contaba es con que el libro de ensayos que llevaba ignorando ya varios años —unos cinco, al menos— mientras me dedicaba a otras cosas bastante menos literarias, ahora pedía transformarse en novela. No me da vergüenza confesarlo: Archivo agonía es una de tantas novelas que se escribieron en la pandemia. Ahora, en retrospectiva, me parece absolutamente lógico que escribiera una novela sobre el tránsito de la muerte al mismo tiempo que miles de personas agonizaban en sintonía alrededor del mundo. En ese contexto, se me aparecieron unos personajes, se elevó ante mí una trama y la pregunta del suspenso se apoderó de mí. No hubo remedio.

Pasar de ser ensayista militante a novelista se siente, ligeramente, como una traición de principios. Sin embargo, me resultó inimitablemente delicioso descubrirme escondiendo ensayitos a lo largo de una trama ficcional, alojando digresiones filosóficas —a todas luces ensayísticas— entre las motivaciones de personajes inventados, e ideando maneras de intercalar la ficción con la no-ficción de manera que se respetaran los hechos históricos pero terminaran en manos de personajes ficticios. Escribí, entonces, una novela de no-ficción. Y la escribí en inglés para que mi abuela muerta pudiera leerla. Es absurdo, pero la verdad es que se la debía.

"Un libro que pudiera leer una de las muertas más importantes de mi altar. Ese era mi cometido. Algo así como la última carta que le escribí; una que ya no podrá leer nunca. ¿O sí?"

No me gusta sentirme encasillada, ni en una lengua, ni en un género, ni mucho menos en un formato. Así que para agregarle cierto nivel de complejidad a la cosa, el libro decidió que necesitaba tener dibujos. Y yo le hice caso. Me gusta decir que son “para que el lector no se aburra”, como diría Alicia, la del País de las Maravillas. Estos dibujos que pueblan la novela —que en realidad son fotocopias de cuadernos— fueron creados por el personaje principal de la novela, Edith Vogelstein, una mujer que dedicó su vida a coleccionar e intervenir fotos de personas agonizando. Tras su muerte —y aquí es donde la autoficción inevitable de la coyuntura del duelo hace su aparición— su pareja, R., intenta convencer a un amigo suyo, que es editor, de publicar un libro con la obra de Edith. Archivo agonía, es pues, la novela de duelo que le escribí a mi abuela porque le debía una novela escrita en su lengua. Pero ella tuvo que morir para que yo pudiera escribir esa novela sobre el duelo. Fue un intercambio, en realidad. Una ida y una vuelta. Como las cartas. Por eso es, también, es una novela epistolar.

Un libro que pudiera leer una de las muertas más importantes de mi altar. Ese era mi cometido. Algo así como la última carta que le escribí; una que ya no podrá leer nunca. ¿O sí? Tal vez los muertos conocen todas las lenguas. Una vez que terminé la novela, la traduje a español, la edité durante casi dos años, la leyeron incontables amistades con las que por siempre estaré en deuda (una nueva deuda) y por fin se publicó en México, en Sexto Piso, en el otoño del 2024. En España aparece ahora, en la misma casa editorial, a finales de mayo-inicios de junio del 2025, justo a tiempo para el cumpleaños de mi abuela, que este año hubiera cumplido 99 años. Espero que cuando la lea, le guste. Finalmente, fue escrita para ella.

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Autora: Marina Azahua. Título: Archivo agonía. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros.

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