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Artistas narrados: Jan van Eyck

Artistas narrados: Jan van Eyck

Cuando tratamos de interpretar a un personaje debemos partir de su mirada. La mirada de Jan van Eyck, a juzgar por su autorretrato, El hombre del turbante rojo, es la de un tipo taimado, de los que dejan hablar antes a su interlocutor. Cuando este, desnudo de palabras, ha expresado ya todos sus deseos y preocupaciones, nuestro personaje entreabre los labios y asiente con levedad, o pronuncia breves frases cuyo sentido es reversible y puede cambiar en función de los intereses del momento.

Los ojos de Jan van Eyck escrutan con serenidad y dureza al espectador. En particular el ojo izquierdo, ligeramente estrábico, que parece emerger del cuadro y dirigirse a nosotros en una suerte de ilusionismo que el pintor belga practicó también en el retrato de Jan de Leeuw, uno de tantos burgueses que lo contrataron para encontrar esposa. Este tipo de retratos, llamados de esponsales, mostraban el busto de un hombre con una alianza en la mano, y se hacían llegar al padre de la dama. Era esencial aparentar en ellos circunspección, transmitir firmeza y aparecer ricamente vestido. Pero el retrato de Jan de Leeuw, acaudalo joyero de Brujas, va más allá. En él, Van Eyck pone en práctica su aludido ilusionismo: el brazo izquierdo del pretendiente parece acodado sobre el marco del cuadro, y su mano derecha parece emerger de la pintura para entregar el anillo a la novia cuando esta reciba el cuadro en su casa.

"La técnica al oleo existía ya un siglo antes. Quizá la aportación de Van Eyck fue la de mezclar el aceite de linaza con trementina"

Jan van Eyck pintó todos sus cuadros sobre suntuosas tablas de roble macizo cuya preparación confiaba únicamente a su taller, que llego a tener una decena de ayudantes. No muchos, en realidad, porque el maestro no confiaba a casi nadie la pintura de sus obras. Siempre solía ser él quien las cuidaba hasta el último detalle. Giorgio Vasari, el famoso biógrafo de artistas del Renacimiento, le atribuye la invención de la pintura al óleo, pero se ha demostrado que tal afirmación es falsa. La técnica al oleo existía ya un siglo antes. Quizá la aportación de Van Eyck fue la de mezclar el aceite de linaza con trementina, lo cual permitía un secado más rápido. Tan livianos materiales me llevan a reflexionar acerca de la levedad de la pintura: pigmentos y aceites, polvo y grasa, sirven para encarnar el alma del retratado. El arte es tan frágil como la vida.

El caso es que con su técnica original, Van Eyck, nacido en Maaseik, Bélgica, en 1390, comenzó a pintar figuras y retratos tan verídicos, tan penetrantes, tan sutiles, que todos los ricos deseaban poseer uno: aristócratas, burgueses, banqueros, cardenales… La historia nos ha legado centenares de documentos mercantiles, de cancillerías y de curias en los cuales se ordena el pago de importantes sumas de dinero a nuestro pintor. A comienzos del siglo XV, el ducado de Borgoña englobaba Flandes y los Países Bajos, región de acaudalados comerciantes que deseaban a toda costa medrar en la corte y exhibir su munificencia y devoción ante el duque Felipe el Bueno. Van Eyck entró pronto a su servicio como pintor de corte. Para él realizó importantes misiones secretas que lo llevaron a viajar por todo el orbe conocido. Se cree que llegó hasta el Imperio Otomano. El único viaje secreto del cual tenemos noticia fue el que realizó a la península Ibérica para retratar a Isabel de Portugal, prometida y más tarde esposa de Felipe.

"No cabe error que recuerde a los presentes su naturaleza humana, deben sentirse envueltos en la luz mística de las vidrieras; en el aroma a incienso"

Es muy probable que durante sus viajes secretos, en calidad de embajador, Van Eyck pintara retratos de hombres con quienes el duque deseaba celebrar tratados de paz o acuerdos comerciales. Observando las pinturas, Felipe sabía si podía fiarse de los retratados. Van Eyck fue pintor de psiques. De lo que él plasmaba en sus tablas de roble dependía la conclusión o no de negocios, la guerra o la paz de los Estados, la celebración o el fracaso de matrimonios.

Pero la cumbre de su carrera de pintor no se la debemos a Felipe el Bueno, sino a un comerciante de Gante llamado Jodocus Vijd. Vijd era un nuevo rico casado con una mujer patricia, Elizabeth Borluut, con la cual no logró tener hijos. Este hecho quizá acentuó el ansia, la dedicación de ambos a trepar en el ducado, lo cual se convirtió en la obsesión de sus vidas. Tras ganarse la confianza del gobernante y obtener de él un título nobiliario, su afán consistió en engalanar la iglesia de San Juan de Gante, aledaña a su domicilio. Ordenaron construir una capilla y pidieron permiso a Felipe el Bueno para emplear a su pintor de cámara, Jan van Eyck, en la conclusión de un políptico iniciado por su hermano Hubert. Debía ser el más grande del ducado. Todo ello con la finalidad de que estuviera concluido el 6 de mayo de 1432, fecha fijada para el bautizo de Joos, heredero de Felipe e Isabel de Portugal: la gran promesa de la dinastía borgoñona.

Por desgracia, el niño moriría días más tarde de ser bautizado; pero tal desgracia no estaba en la mente de los Vijd cuando compraron tapices y alfombras, casullas bordadas en oro, cálices y custodias con piedras preciosas incrustadas. Todo para recibir en su casa a la corte y a la nobleza en de los Países Bajos y Flandes.

La gran estrella del bautizo era el Políptico de Gante, que Van Eyck había terminado días antes: doce tablas de roble macizo donde se escenificaba la Biblia: Adán y Eva, la Virgen y San José, los santos, los peregrinos, los eremitas, los profetas, los ángeles. Todos ellos con el telón de fondo de la ciudad ideal, la Nueva Jerusalén que anuncia el Apocalipsis. Y, cómo no, en primer término, Jodocus Vijd orando arrodillado. Su rostro afecta preocupación extrema por los detalles de la ceremonia. Todo debe resultar perfecto; de lo contrario, su prestigio decaerá. No cabe error que recuerde a los presentes su naturaleza humana: deben sentirse envueltos en la luz mística de las vidrieras, en el aroma a incienso, en el brillo del oro y en las imágenes sobrehumanas del políptico, con su riqueza de colores, de detalles, de matices. Frente al retrato de Jodocus orando está la de su mujer, Elizabeth, de mirada aviesa y rictus depredador.

"¿Creía en el arte más allá de la técnica pictórica que desarrolló? Es imposible saberlo"

El espacio de la capilla Vijd no permite que el políptico se despliegue del todo. Las tablas laterales giran sobre bisagras silenciosas y quedan entreabiertas y pegadas a las paredes laterales. Aquel día de primavera de 1432, el retablo creaba la ilusión de multiplicar el espacio. Los espectadores tenían la impresión de transitar por el Paraíso durante los días del Apocalipsis, con una suntuosidad y riqueza de colores tal que la experiencia visual era única, casi realista, como si se tratara de un teatro divino.

Pero volvamos al retrato del comienzo, a la mirada taimada de Van Eyck vigilándonos bajo el turbante rojo. ¿Qué deseaba en realidad, amasar una fortuna a costa de donantes y retratados? ¿Compartía la vanidad de estos o se burlaba de ella? ¿Creía en el arte más allá de la técnica pictórica que desarrolló? Es imposible saberlo. Ni siquiera tenemos la certidumbre de que el Retrato con turbante rojo encarne a Jan van Eyck. Todo en la vida de Van Eyck fue misterio, opacidad. Mostraba a seres vanidosos, ávidos de fama, y él, en cambio, se ocultaba, no deseaba aparecer en ninguna parte… salvo en el espejito del cuadro El matrimonio Arnolfini, que cuelga tras la imagen de la pareja de banqueros retratados. En el vidrio se vislumbra el reflejo de un pintor sin rostro que retrata a la pareja. Su cara no se aprecia: aparece borrada, lo cual es singular cuando en otras de sus obras dibuja con lujo de detalles ciudades lejanísimas. ¿Por qué no nos permite distinguir su rostro a varios metros de distancia?

En el marco dorado del Retrato con turbante rojo figura escrito en latín: «Jan van Eyck me hizo el 21 de octubre 1433». Y en la parte de abajo observamos una segunda inscripción en flamenco: «AlC IXH XAN». Su significado ha dividido a los traductores a lo largo de los siglos. Unos lo consideran un signo de modestia: “Hago lo que puedo”. otros, en cambio, lo interpretan con un alarde: “Hago esto porque puedo”.

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