La tarea de enjuiciar la obra de Pier Paolo Pasolini sigue sin ser fácil. Conciliar su militancia cristiana, marxista y homosexual, todavía hoy nos parece casi imposible, quizás porque todavía hoy seguimos notando en esa triple adhesión tantos motivos de asombro como de desconcierto. Se le podría definir como antifascista, antiburgués y enemigo del capitalismo, al mismo tiempo que comunista, contrario al hedonismo social y enemigo de la modernidad. Discutió con todos y todas por causas muy diversas, siempre de una forma acalorada e intransigente, sin rebajar sus ideas y opiniones, como si en cada polémica le fuese la vida. Nunca se arrepintió de nada, nunca se corrigió o se autocensuró, para bien y para mal, en una especie de eterna huida hacia delante. Quienes se le acercaron lo adoraban aunque no lo entendiesen, quienes lo entendían procuraban mantener una distancia razonable con respecto a él. Nunca fue enteramente nada de lo que quiso ser: ni poeta, ni novelista, ni cineasta, ni ideólogo, ni político, ni periodista. Pero ese desconcierto, que fuera de Italia nunca nos ha impedido admirar su obra, allí sin embargo desembocó en más de treinta pleitos, uno de ellos por blasfemo. Sea como fuere, lo importante es que aún en la actualidad se puede comprobar cómo incluso detrás de los trabajos que ambientó en épocas pretéritas se ofrece una visión dramática del mundo contemporáneo, inspirada por lo que él mismo llamaba «una desesperada vitalidad» y por su irrefrenable amor a la vida a pesar de todo. Y no se me ocurriría cerrar este primer párrafo sin recordar que, por encima y por debajo de cualquier consideración, Pasolini ha sobrevivido a sus críticos. Digo Pasolini y no sus películas o sus novelas o sus poemas porque en realidad es su figura lo que todavía sobrevive hoy en día, por su trágica muerte y por la fuerza de sus argumentos y metáforas, siempre a la contra de todo. Parece que nos hubiese quedado como una tarea inconclusa que debemos terminar nosotros. El problema es que, aunque le debemos una autopsia, aún no sabemos si es a su cadáver o a sus escritos y películas, difíciles de distinguir después de que en su último libro publicado en vida, La divina mímesis, él plantease que se trataba de un manuscrito hallado póstumamente y que Saló o los 120 días de Sodoma (1975) pareciese más el trabajo de un necrófilo que el de un cineasta.
James Ellroy, un novelista contradictorio donde los haya, obsesionado con la fama, el lujo, el sexo y el asesinato, odiaba tanto a su madre que cuando la encontraron muerta en un andén de una carretera secundaria de California, pensó que se lo tenía merecido. Pier Paolo Pasolini adoró a su madre toda la vida y, sin embargo, procuraba mantenerla alejada de su vida y de sus opiniones, quizás para evitar que la salpicasen la sangre y las polémicas, la vida salvaje que le llevó a ser asesinado en un descampado cercano a la playa de Ostia, en las afueras de Roma. Del cadáver de su madre, cuarenta años después de su asesinato, Ellroy escribió una de las cumbres de la historia de la literatura: Mis rincones oscuros, una investigación literaria donde él quiso medirse y luchar contra todo lo que nos borra y destruye, contra lo que nos confunde y atenúa el amor que nos protege. De su propio cadáver, Pasolini extrajo Petróleo, su última novela, una obra in progress cuando él murió, diseñada —al parecer— para tener unas dos mil páginas y seguramente para explicar cuáles eran (y siguen siendo) los males del mundo moderno y quiénes son nuestros peores enemigos; una obra en la cual la gran ausente es el personaje de la madre. Por supuesto, ninguno consiguió lo que se proponía. Ellroy no encontró al asesino de su madre y tampoco Pasolini frenó lo que se nos venía encima, ni la muerte de su madre, seis años después de la suya.
Petróleo ha llegado —parece ser— a su edición definitiva después de tres versiones anteriores, la primera de 1992. Si se tardó tanto en publicar fue porque no es una obra terminada y porque ya nunca sabremos si algunas de sus indicaciones (como cuando en un «prefacio pospuesto» asegura tener el objetivo de encontrar algo distinto de la novela histórica), sus insinuaciones habrían quedado tal cual, en unas cuantas líneas la mayoría de las veces, o se habrían desarrollado. Sabemos que Pasolini aspiraba a trascender lo que él consideraba una lengua tecnocrática, hecha para la producción y el consumo. Lo que no sabemos es si llegó a conseguirlo en alguna de sus obras terminadas, o si fue en Petróleo donde se propuso llevar a cabo esa «misión imposible». Por eso su último libro sigue tan vivo, pendiente de que alguien halle en él todos sus misterios y secretos. Hallar algo en él supone estudiar sus regionalismos y sus coloquialismos. Sin esos rasgos, a Pasolini le parecía que la literatura se transformaba en una especie de genocidio cultural y lingüístico. Él los utilizaba para luchar contra el aburguesamiento, la pereza y la comodidad que nos proporcionan casi todos los libros, porque casi ninguno es capaz de rebelarse contra las normas que les dan forma. Petróleo, en ese sentido, no tiene forma, o al menos no tiene una forma demasiado definida, y eso lo convierte en una isla, en una especie de territorio donde, con mayor o menor dificultad, el lector atraviesa fragmentos de un lirismo, de una verdad y de una originalidad pocas veces vista, acaso porque con ella Pasolini quería medirse con Dante y Petrarca, fundadores de la lengua italiana, y acaso por eso mismo sus enterradores.
El conjunto de la obra de Pier Paolo Pasolini podría resumirse en doce largometrajes, seis cortos, varias obras de teatro, numerosas traducciones y escenificaciones, poemarios, novelas, libros de viaje, dos gruesos volúmenes de ensayos críticos, cuarenta óleos, e incontables columnas y artículos periodísticos. A menudo, lo que se puede hallar en todo lo anterior es una voz disidente con respecto al curso de la vida intelectual e ideológica italiana. También se puede encontrar una profunda curiosidad por los estratos más marginales (prostitutas, chulos y en general los trabajadores) y una incondicional admiración hacia la idea del sexo en el norte de África, según él mucho más natural y espontánea. Por encima de eso, no obstante, sus trabajos intentan encontrar la armonía entre la lírica y la política, entre la poesía y la ideología, entre la pasión y el análisis, entre lo sagrado y lo profano… Es una obra en constante desdoblamiento. Y en Petróleo ese desdoblamiento arranca desde el momento en que su protagonista, Carlo, se convierte en dos personajes. Con él se desdobla la trama y también el sexo narrativo (si eso es posible) cuando un hombre se vuelve mujer y viceversa. ¿Será por herencia de los hermafroditas en la literatura grecolatina, sobre todo en una obra como El Satiricón, de Petronio? La idea del desdoblamiento, no obstante, es lo que debe interesar al lector. Carlo se transforma en Karl, en mujer, en empresario, en follador… Hay un Carlo dionisíaco y otro apolíneo, uno infernal y otro angélico. De algún modo, la Historia con mayúscula no corre en paralelo a Carlo, es él quien la atraviesa y se transforma al entrar en contacto con ella.
Petróleo nació con la voluntad de convertirse en la edición crítica de una obra inédita. Serían, de alguna forma, las instrucciones para relacionarse y manipular una serie de películas, novelas, poemas, libros de viaje y artículos periodísticos, con el rótulo «Italia» en el momento en que se realizaron y con el rótulo «Europa» si los enjuiciamos hoy en día. ¿Cabría considerarla una edición crítica de toda la carrera de Pasolini? En sus páginas se dice que aspira a encontrar «la lógica ahí donde parece que reinan la arbitrariedad, la locura y el misterio». A mí Petróleo me remite a la película Teorema (1968) y al libro del mismo título, que sin ser iguales proponen algo muy parecido. En la película vemos a una especie de mesías interpretado por Terence Stamp que visita la casa de un industrial milanés y que poco a poco va seduciendo a todos los miembros de su familia y de su servicio, transformándolos finalmente en algo que hasta entonces no habían sido. La historia es un cocktail en el que el cristianismo, el marxismo y la bisexualidad deben encontrarse. Y digo bisexualidad porque no estoy muy de acuerdo con las visiones sobre Pasolini centradas en la homosexualidad exclusivamente. Uno, ante todo lo que propone Pasolini, puede estar de acuerdo o no, sin que eso signifique que detrás de sus afirmaciones, provocaciones y desafíos no haya siempre una alta dosis de sinceridad por su parte.
La llegada de Pasolini a Roma, junto a su madre, se produjo en 1950, después de varios años dando clase y dedicándose al activismo político en Casarsa, de donde se vio obligado a irse porque fue apartado de la docencia y expulsado del Partido Comunista por una acusación de pederastia. Fue un momento crucial porque en ese momento apareció un intelectual valiente, comprometido y contradictorio, capaz de moverse con idéntica soltura en las borgatas (o suburbios romanos) y las fiestas de sociedad, codeándose con la clase trabajadora y con la clase intelectual quizás en un intento tan admirable como desesperado por armonizarlas. Sus películas Accatone (1960), Mamma Roma (1961) y La ricotta (1963) conforman una suerte de trilogía romana en términos cinematográficos. Son asimismo las primeras pruebas de un estilo en las antípodas de los cineastas de la Nouvelle Vague, sin referencias cinéfilas y de un primitivismo tosco pero de una gran expresividad. El propio Pasolini las consideraba ejemplos de cine poético antes que de cine prosístico. De alguna manera, en ellas quiso mezclar el mundo profano del lumpen y elementos del arte sagrado, como ciertas composiciones de Bach y Vivaldi, y referencias pictóricas tomadas de los cuadros y frescos de Masaccio, Giotto, Mantegna, Piero della Francesca y Pontormo. Según el crítico P. Adams Sitney, en esas películas se escenifica la ascensión social como una suerte de descenso a los infiernos. Las tres exhiben, en mayor o menor medida, las maneras del provocador que luego haría Teorema, Pocilga (1969) y Salò o los 120 días de Sodoma, alguien a quien es complicado aceptar sin ciertas reservas y a quien no se puede rechazar por completo.
Pasolini jamás aspiró a plasmar la vida tal y como la veía, sino más bien a traducirla por medio de imágenes graves y poéticas que rechazan la existencia de un arte religioso sin dejar por ello de proyectar una forma trascendental de entender el cine y la literatura. Su decepción con respecto al consumismo, sin ir más lejos, se debía al cambio que había sufrido el hombre al sustituir las antiguas imágenes de santos y personajes bíblicos por estúpidos fetiches. Los barrios humildes de la Roma que conoció en los cincuenta, impregnados por el olor del «jazmín y la sopa humilde», sufrieron bajo su mirada crítica un progresivo y traumático cambio a medida que Italia levantaba torres de hormigón, en un intento de homogenizar (y con ello despersonalizar) a la clase obrera y de enderezar al lumpen, proporcionándole algunos de los rasgos de la pequeña burguesía. Algo así fue aumentando su decepción y el carácter apocalíptico de algunas de sus obras cinematográficas y de una obra literaria como Petróleo, en cuyo centro se investiga el papel de Eugenio Cefis y la ENI, una empresa petrolera nacional, en crímenes nunca resueltos y que sobrevuelan la historia de Italia, un poco como sucedió con el asesinato de Pier Paolo Paolini en 1975. Según algunos familiares del cineasta italiano, después de su muerte hubo un robo en su casa, en el que se llevaron joyas y papeles, en una extraña combinación que hace sospechar que las primeras solo eran una tapadera para que los segundos no resultasen los obvios objetivos. Esos papeles durante mucho tiempo se creyó que formaban parte del manuscrito de Petróleo. En marzo de 2010, la fiscalía de Roma convocó al senador Marcello Dell’Ultri, del partido de Silvio Berlusconi, para un interrogatorio relacionado con un capítulo al parecer desaparecido de Petróleo, que podría estar en sus manos. Dicho capítulo contenía, según se especuló en la prensa italiana hace tres lustros, información vital sobre el empresario Enrico Mattei, presidente de la petrolera ENI y muerto en un sospechoso accidente de aviación en 1962; también —y siempre según las especulaciones de la prensa italiana— había en ese capítulo perdido (o robado) información que podría conducir a los culpables del asesinato de Pier Paolo Pasolini, como si él mismo en vida ya hubiese previsto lo que le sucedería el 2 de noviembre de 1975.
¿Qué es, por tanto, Petróleo? ¿Es acaso un retrato de Pasolini? Porque si lo es, en él debe estar el artista, el intelectual, el amigo (de Laura Betti, Alberto Moravia o Elsa Morante), el hermano emocionado (por la muerte de su Guido en 1945, mientras luchaba al lado de la Resistencia), el viajero incansable (en cualquier medio de transporte pero sobre todo en coche), el amante (cuyo amor por Ninetto Davoli produjo una hecatombe en su vida cuando este último lo abandonó para casarse con una mujer) o el jugador de fútbol (que organizó un partido con los equipos de rodaje de Novecento, la película de Bernardo Bertolucci, y Salò o los 120 días de Sodoma). Este libro indescifrable e indescriptible, no obstante, es un complemento perfecto al emocionante final de la primera parte de Querido diario (1993), en la que Nanni Moreti nos lleva en vespa al lugar de la playa de Ostia donde Pasolini fue asesinado brutalmente, para enseñarnos allí una de las heridas mortales del arte contemporáneo.
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Autor: Pier Paolo Pasolini. Título: Petróleo. Traducción: Miguel Ángel Cuevas. Editorial: Nórdica. Venta: Todos tus libros.


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