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Bajaré de la luna en tirolina, de Santi Balmes

Bajaré de la luna en tirolina, de Santi Balmes

David, o Déibid Weirdo, como le gusta que le llamen, es un preadolescente que ve el mundo desde una perspectiva muy diferente a la del resto de su familia y no está pasando por su mejor momento: sus padres se acaban de separar, su hermano mayor, Dano, ha dejado de hablarle sin que Déibid sepa el motivo y, para colmo, se ha enamorado por primera vez de una chica de la que no sabe ni su nombre.

Santi Balmes sumerge al lector en el mundo fantasioso y peculiar de Déibid, los sucesos cotidianos y extravagantes que acontecen en su estrambótica familia y hace que viva con él su despertar a la adolescencia, al amor y a la sexualidad.

Zenda adelanta un fragmento de Bajaré de la luna en tirolina (Planeta).

***

1

LA JUEZA HIGGINS

How soon is now?
THE SMITHS

Viernes, 7 de agosto de 2020

Vamos allá. Iré al grano, porque si eres preadolescente, esta es la mejor frase para empezar un diario. Hoy, meses después de que mis padres decidieran separarse, mi hermano mayor Jakob y yo hemos tenido que visitar el despacho de una jueza. En medio de un silencio atronador, hemos esperado durante diez minutos en un pasillo, sentados en ese tipo de sillas que uno ve en urgencias, cada uno enfrascado en su móvil. De vez en cuando, controlaba a Jakob de reojo, por si se daba por aludido y me decía algo, pero él seguía absorto en las fotos de una tipa de su clase llamada Dafne, con expresión amenazante por culpa de la mascarilla de Alien que pilló en Amazon.

La verdad es que últimamente contactar con mi hermano es tan difícil como encontrar cobertura en medio del Everest. Y es que lleva sin dirigirme la palabra desde el 20 de marzo de este año. ¿Motivo? Lo desconozco por completo. Todo empezó una mañana cuando me lo crucé en el pasillo de casa. Jakob se dirigía al lavabo cuando le dije: «Buenos días». Mi hermano se apartó el flequillo grasiento que usa para taparse los granos de la frente, alzó una ceja y me apartó con un violento manotazo. Desde entonces, si se dirige a mí siempre es a través de mis padres.

Nota aclaratoria: tampoco es que antes fuéramos uña y carne. Nos llevamos cinco años y eso a según qué edades se nota, pero, maldita sea, nuestra relación era francamente buena. Por ejemplo: casi toda mi lista de reproducción está confeccionada a base de bandas del siglo pasado que Jakob me enseñó en su habitación con el objetivo de que saliera del trap, y la verdad es que muchas de ellas me atraparon cual araña a un mosquito. Recuerdo que una vez leí: «¿Escucho música pop porque estoy triste, o estoy triste porque escucho música pop?». No lo sé. Ahora mismo, reconozco que me pongo esas canciones solamente cuando me veo capaz de soportarlas, ya que me recuerdan demasiado a esta extraña situación entre mi hermano y yo, o pienso en el final del matrimonio de nuestros padres, o en esta pandemia, o en el conflicto que tiene medio mundo con la otra mitad.

Ahora mismo quedarme a solas con Jakob es un auténtico martirio, y eso que para pelotearle me he puesto la raída camiseta de The Smiths que él mismo me regaló cuando ya no le cabía ni de coña. Para darle más lástima, en mis auriculares estoy escuchando, en modo repeat, How soon is now? de los Smiths a un volumen insoportable, con el único objetivo de que Jakob se entere. No sé por qué hago estas cosas. En el fondo, es como si le pidiera perdón, cuando ni siquiera sé por qué diablos debería hacerlo. La canción de los Smiths dice algo así como que todo el mundo necesita ser querido, pero Dano es incapaz de pillar indirectas.

Diez minutos después de estar sentados en aquel ambientazo fraternal, la jueza Higgins, una señora regordeta con el pelo recogido en una cola de caballo y mascarilla roja con estrellas blancas, ha salido por una puerta que llevaba su nombre grabado en una placa. Ha dicho solamente: «¿David Weirdo? ¿Me haces el favor de acompañarme?».

He dejado a Jakob en el pasillo, pero antes no he podido evitar susurrarle:

—Me voy, pero solo un rato. No te pongas triste ni aproveches para ver porno.

Jakob me ha mirado de reojo y ha levantado una ceja, como si removiera mierda con un palillo.

Luego la escena ha cambiado. Interior. Despacho. Plano medio. Los pies me colgaban de la silla giratoria, así que me he podido dar una vuelta entera de reconocimiento. Alehop. Te diré lo que me ha llamado la atención de su despacho.

Nada.

La jueza, de nombre Marguerite y cara de Serafine, ha abierto un documento en su ordenador y me ha mirado a los ojos como si me analizara.

—Hola, David.

En aquellos momentos ha sucedido lo que siempre ocurre cuando me siento incómodo. De repente, la cámara que graba mi película me ha enfocado y, para sorpresa de mi estimado público, andaba enfundado en un traje de astronauta. El visor era tan oscuro que cualquier haz de luz rebotaba en él y volvía a su origen. Mi respiración era angustiante: boooh, ahhhh, boooh.

—Mmmm. He dicho: «Hola, David».

—Se pronuncia Déibid.

—Ah, bueno, Déibid. Al lío. Ya sabes que tus padres van a divorciarse. Tengo que preguntarte con quién prefieres quedarte: con papá o mamá, o con los dos.

—Siempre me quedo con los dos.

—No te entiendo.

—Habitualmente me quedo con los dos por igual.

—¿Perdona?

—Me refiero a que me gusta tomarles el pelo a los dos.

La jueza me ha soltado: «Vaaale, muy bien, hoy me ha tocado un humorista, pues mira, Déibid, gracias por el chiste, tengo que reconocer que te has quedado conmigo». En cero coma, ha cambiado su careto y ha exclamado:

—Me refiero a quedarte, no como sinónimo de tomarles el pelo, sino que-dar-te, permanecer, convivir. ¿Papá o mamá?

He mirado por la ventana y he resoplado como un caballo cansado. Como todo esto de ponerme serio me supera, intento convertir nuestro diálogo en un juego.

—Preferiría vivir con Deadpool.

Ha sido entonces cuando la jueza Higgins se ha bajado la mascarilla a la altura de la papada. Es curioso: en estos tiempos de pandemia, uno tiende a añadir vacíos en las partes de la cara que no vemos. Es como si toda la humanidad se hubiera convertido en Mister Potato. En el caso particular de la jueza, había imaginado sus labios como si fueran un ojete que, al abrirse, mostraba una multidentadura de alienígena. Cuando ha destapado su verdadera boca he tenido que reconfigurar la imagen con mi goma de borrar imaginaria. Sin la mascarilla, la jueza tenía cara de otro.

—Déibid. Te estoy hablando en serio.

—Yo también. Le haré un listado por orden de preferencia: uno, Deadpool, porque es gracioso por encima de sus posibilidades; dos, Batman, porque su casa es increíble y encima tiene mayordomo; tres, Katy Perry, porque está buenísima, aunque, bien mirado, no creo que esté interesada en mí: soy bajito y tengo once años, once granos y aún no he hecho el famoso cambio. O cuatro, en la casa de The Big Bang Theory, porque son muy frikis y no daría el cante, aunque, cuando pongo la versión original, me doy cuenta de que hablan muy rápido el inglés, así que parecería que la serie hubiera fichado a un idiota. Ah. Y con los chavales de Stranger Things mejor no. Muy estresante.

—Déibid, por favor. ¿Con tu padre o tu madre?

—¡Señora jueza! Si no me hubiera interrumpido todo el tiempo, habría llegado a mis padres. Son la octava opción.

—Tus padres son la única opción real.

He fingido que pensaba detenidamente en el dilema. Por cierto, me encanta hacer ese gesto delante de mis amigos. Mirar al infinito, frotarme la barbilla. Luego poner la expresión de esos sabios que reflexionan mucho. Mi cara podría traducirse como: «Atención, bros, acabo de descubrir algo muy importante para la humanidad y ahora mismo os lo voy a decir». Y justo después, cuando he conseguido la atención de todos, me tiro un pedo. O suelto una parida gigantesca. O las dos cosas a la vez, técnica que tengo que mejorar. Esa misma expresión de besugo pensante ha sido la que he puesto delante de la jueza Higgins. He musitado: «Mamá, papá, pito pito colorito… ¿Puedo usar la llamada del público?».

La jueza Higgins ha cruzado los brazos como una niña enfurruñada y ha esperado a que se me pasara la tontería. Tremendo error. A mí la tontería no se me pasa. Es mi estado normal, mi contraseña para escapar. De esta guisa nos hemos tirado un par de minutos sin decir absolutamente nada, como si fuera ese juego en el que quien habla primero pierde.

—Vamos, Déibid, que no tengo todo el día.

—Ya lo he decidido. Pero antes de que lo diga, haga redoble de tambores. Tra, tra, tra, trucutú… Me quedaré con…

—¿Con quién, joder?

—Con el que me pague más.

Objetivo «Reventarle la paciencia», cumplido. Lo he sabido porque la esférica jueza ha puesto exactamente la misma cara que mamá cuando le suelto la décima ultraparida del día y la posee Satanás. La jueza ha efectuado un movimiento con las piernas y ha lanzado su silla con ruedas hacia atrás.

—Oye, ¿podemos hablar en serio? Ya me imagino que esta entrevista no es agradable. A fin de cuentas, tú eres un niño y yo soy una aburrida jueza a la que acabas de conocer. Adivino cómo te sientes. Mis padres también se separaron, sé que puede llegar a doler mucho, pero por experiencia te diré que, visto con el tiempo, aquella separación fue lo mejor para todos. Vamos, haz un esfuerzo. Por última vez. ¿Con quién?

—Con el Satisfyer de mamá. No para de hablar maravillas de él. Sus amigas también lo adoran.

A la jueza se le ha escapado un «grrrmppfff», que es como una carcajada abortada que a uno le sale del cuello, pero que cortamos por la nariz. Higgins ha puesto sus brazos rodeándose la nuca y se ha inclinado hacia atrás, como intentando decir: «Dios mío, este Déibid Weirdo va a ser un hueso duro de roer». En esas andábamos cuando su flexible silla de ordenador ha cedido más de la cuenta, provocando que la oronda mujer se haya caído de espaldas. La santa hostia ha podido oírse en todo el edificio, lástima que no he podido grabarla. La jueza Higgins se ha quedado un buen rato mirando el techo, gimiendo «Uuuh» con una posición corporal absurda para una representante de la ley. Parecía que estuviera a punto de parir y que no le hubiera dado tiempo de quitarse las medias. Sus tacones me han apuntado como un par de cuernos de toro. Ha sido muy sonrojante, y peor ha sido cuando el zapato derecho se ha desprendido de su pie, como si se suicidara, plof, y ha mostrado una media agujereada por el dedo gordo.

—Oiga, me tiene que decir cómo hace eso.

Desde el suelo, la jueza se ha tocado las cervicales como si quisiera comprobar que no se había quedado muñeco, como el bueno de Stephen Hawking. Acto seguido se ha incorporado y ha intentado reconducir la situación cambiando la forma de sus cejas. Ha sacado un kleenex del primer cajón con el que ha desprendido un alargado moco de su mascarilla —os juro que el maldito moco había aprovechado el accidente para salir del interior de su nariz y poder ver el mundo—. De repente, palmada a la mesa. ¡Pam! He pensado que tenía los segundos contados.

—Mira, Déibid. La diferencia entre un niño y un adulto es para mí la siguiente: un niño juega siempre y le cuesta mucho comportarse como un adulto. Un adulto trabaja siempre y le cuesta mucho comportarse como un niño. Pero las cosas siempre tienen un punto de inicio y un punto final. Un horario. Unas normas. Es un palo, lo sé. Ahora te pido que salgas del jijí jojó que llevas, y digas lo que sientes.

—Siento que necesito saber si usted también tiene un Satisfyer.

—Claro. Y unas bolas chinas. Y un dildo enorme. ¿Contento de que haya bajado a tu nivel?

Tocado y hundido. Mi reacción ha sido desviar los ojos hacia el suelo y quedarme pillado mirando un clip.

—Cuando salgas de aquí, entrará tu hermano Jakob. Le haré la misma pregunta. Lo digo para tu información, y por si quieres cambiar el cachondeo este que llevas por una respuesta cabal. Te lo voy a preguntar por última vez.

Me he adelantado:

—Con los dos.

La jueza Higgins ha soltado aire, bufff, como si hubiera conseguido pasar la típica pantalla que se nos atranca.

—Pues entonces firma aquí. Y aquí también.

—Una última cosa. Hablando de mi hermano. Esta noche ha tosido mucho. Le diría que tiene el virus, pero, claro, con los que fuman porros nunca se sabe. Ah. Y no le haga firmar nada con su boli. Acaba de tocarse en el lavabo del pasillo. Es un onanista compulsivo y aún no sabe lavarse las manos. Onanista, ya sabe, pajero. Conozco la palabra por mi amigo Kasper, que lee mucho. Si dice algo malo de mí, me gustaría que me lo contara. Aquí le dejo mi móvil. No se lo dé a mis fans, ¿vale?

—Claro, Déibid. No se lo daré a tus fans, no te preocupes.

La jueza se ha despedido de mí con esa media sonrisa que tan de moda está en el mundo de los adultos, entre tierna y perdonavidas (mi amigo Kasper usaría el adjetivo «condescendiente »), aunque el portazo tras de mí ha sonado como un «Hasta nunca, payaso». He caminado por el pasillo intentando no pisar las líneas de las baldosas, por eso de que podría explotar el mundo. Al llegar a la altura de la silla de Jakob, le he dicho: «Te toca». Jakob, con expresión de nini al que le da pereza incluso respirar, se ha levantado como si el culo le pesara toneladas. Unos metros más tarde, he escuchado cómo me decía:

—Ya lo sé, subnormal.

Paralicemos la imagen de mi hermano diciendo «Ya lo sé, subnormal». Observemos su expresión de victoria enfadada. Su pelo, al que le falta un buen champú antigrasa aunque se lo haya lavado hace cinco minutos. Su cara, redondeada y pálida, como la masa de una pizza familiar. Su pose de estúpido intelectual y su camisa de color verde militar. Se parece a Paul Dano en Little Miss Sunshine, ¿verdad? Pues toma nota. Jakob, a partir de ahora, será bautizado en este diario como Dano. Porque así le llama todo el mundo. No me lo inventé yo, sino su amiga Alexia.

Ahora incluso mis padres lo llaman Dano.

Por cierto, se lo debería haber dicho a la jueza: con Alexia no me importaría irme a vivir. Creo que es la persona más dulce del universo.

Ahora te pido otro favor. Imagina mi imagen congelada en el pasillo de este gris edificio construido para arreglar los problemas de los adultos, problemas que, por cierto, no existirían si no existieran los adultos. Fíjate en mí, un segundo después de que Dano me haya rebasado. Esos cuernos que alzo mientras voy camino del metro, porque no pienso esperar a Dano ni de coña. Cuando salga del despacho, sabrá que, aunque tenga once años, tengo una tarjeta de metro y la suficiente autonomía como para poder decir:

—Que te folle un pez espada.

En fin. Vamos a darle un toque de alegría a mi debacle. Imagíname cogiendo el metro y escuchando a todo trapo Kinky afro de los Happy Mondays. ¡Hay que ver cómo cambia el estado de ánimo la música! Ahora mismo, los viajeros del vagón están bailando la canción conmigo. Cuando llega el estribillo, la anciana, el par de hiphoperos y el grupo de cinco chicas que van a la playa han cantado conmigo esa parte en la que el cantante propone crucificar a algún hermano, y lo dice con tal desparpajo que transforma un deseo de asesinato en algo divertido. Justo lo que necesitaba. Quitar hierro a lo que me pasa. Reír por no llorar.

A veces uno se convierte en una canción.

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Autor: Santi Balmes. Título: Bajaré de la luna en tirolina. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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