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Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

En Drácula de Bram Stoker (1992), su última película de interés —todo lo que ha estrenado con posterioridad son desvaríos sobre los que será mejor correr un tupido velo, ya que hablamos de un cineasta que ha visto agotado su antiguo genio—, Francis Ford Coppola hace sumo hincapié en mostrarnos al conde en Piccadilly. Eso de presentar al no muerto en pleno centro de Londres y al mediodía es uno de los apuntes que vienen a probar su fidelidad a la novela original. Como saben todos sus lectores, la exacerbada fotofobia del vampiro es una aportación del cine al mito. Fue el gran F. W. Murnau el primero en matar a su conde con el alba en Nosferatu (1922). En las páginas de Stoker, como en la cinta de Coppola, el problema con la luz queda resuelto con unas gafas de lentes oscuras.

Y la elegancia del no muerto, al igual que ciertos matices de sus dotes para la seducción, también es un invento del cine. Ni siquiera Murnau nos presenta al conde en frac y con toda esa distinción que luce ahora. Su vampiro es un ser cadavérico, repugnante —como algunas adaptaciones nos lo presentan cuando no ha bebido sangre—, que no un galán inquietante. Viste a la usanza de otra época, pero en modo alguno es elegante. Fue Tod Browning quien en su adaptación de 1931 lo vistió por primera vez como uno de los ilusionistas que tanto admiraba en los circos y los teatros de variedades. Y Bela Lugosi, quien incorporó por primera vez a Drácula en esa obra maestra, hizo de él un personaje sombrío y majestuoso, llamado a convertirse en un mito de nuestro tiempo. Incluso Christopher Lee —que terminó de acuñar la imagen del mito en la misma medida que el gran Terence Fisher completó la tarea de Browning— abundó en los modos y en las formas de Lugosi. “Escuchad a las criaturas de la noche, escuchad su música”, nos invitaba el primer Drácula, el amo de las sombras, en su castillo.

"Nadie se acordó de que su mayor deseo fue no quedar encasillado en el vampiro"

Para el propio Lugosi esa música fue una canción triste. Sólo interpretó a su personaje en un par de ocasiones más —El retorno del vampiro (Lew Lander, 1943) y la parodia que puso fin al primer repertorio del cine de terror de la Universal, Abbott y Costello contra los fantasmas (Charles Barton, 1948)—, pero quedó estigmatizado por aquel rol hasta el punto de que lo enterraron vestido de Drácula, como si el estigma del alma en pena del personaje hubiese trascendido a su mejor intérprete. Nadie se acordó de que su mayor deseo fue no quedar encasillado en el vampiro: puesto a ello, dio algunos pasos fatales, que le degradaron profesionalmente.

Y después su adicción a la morfina. La avidez de dinero para comprar la droga le llevó a rodar con Ed Wood —que, además, cuando pagaba, lo hacía tarde, poco y mal— parodias de su personaje prototípico. Aquellos trabajos denigrantes fueron en detrimento de su gran mérito: haber sido la primera y más genuina imagen de la sombría majestuosidad de Drácula.

Fueron muchos los destinos desgraciados que dispensó la suerte entre los artífices de aquel primer y glorioso repertorio del cine de terror en la Universal. Pero pocos fueron tan desdichados como el de Bela Lugosi. Nacido en 1882 en Lugoj, bien podría decirse que abrió los ojos ya con el estigma. Así, su solar natal, Hungría cuando el futuro actor vino al mundo, hoy es un municipio rumano, no muy lejano al occidente de Transilvania, en las inmediaciones de ese desfiladero del Borgo donde Stoker —y, por ende, la pantalla— situó la linde de los dominios del conde.

"La guerra fue la causa de que el actor se convirtiese en un sindicalista"

Sus primeras noticias entremezclan sus primeros trabajos en la escena con su servicio como voluntario en la Gran Guerra. Teniente de la cuadragésimo tercera división de esquiadores, se batió en el frente ruso. Herido en combate, la morfina que le suministraron para calmar sus dolores fue el origen de su toxicomanía.

Antes de tomar como apellido artístico el nombre de su solar natal, figuró en el reparto de varias cintas húngaras como «Arisztid Olt». De entre aquellas producciones se impone recordar las dirigidas por otro húngaro que también habría de hacer carrera en Hollywood, Michael CurtizEl coronel, 99, Lulu (todas de 1918)—, así como de una versión de El retrato de Dorian Gray que bien podría ser un precedente de la filmografía estadounidense de Lugosi. En realidad, se llamaba Bela Blaskó. Con su verdadero nombre integró la compañía de Teatro Nacional de Budapest.

Algún día habrá que hablar sobre cómo la Gran Guerra cambió radicalmente la visión de la existencia de tantos de sus participantes, llamados a ser referencias de la cultura del amado siglo XX: el pacifismo de los escritores ingleses —Robert Graves, J. R. R. Tolkien—, el camino a la derecha tomado por algunos de sus colegas franceses —Louis Ferdinand Céline, Pierre Drieu La Rochelle—, la mitificación de la acción por parte de los autores estadounidenses —William Faulkner, quien, parece ser, nunca salió del cuartel; el ya manido Hemingway—… A Lugosi la guerra del 14 le cambió hasta el punto de que marchó a ella por ardor patriótico y volvió imbuido de aquel escepticismo generalizado entre quienes conocieron el horror de las trincheras. Muy posiblemente, la guerra fue la causa de que el actor se convirtiese en un sindicalista, imposible de imaginar en él antes de partir al frente ruso. El caso es que acabó siendo uno de los impulsores del sindicato de actores de su país mientras se desmoronaba el imperio austrohúngaro (1918).

"Su hablar pausado, su vocalización lenta, dotaba al no muerto de todo el misterio preciso"

Tras participar activamente en un levantamiento revolucionario, se impuso el exilio, yendo a recalar en Alemania, la mítica Alemania de la República de Weimar. Allí, entre otros, colaboró con Murnau. La propuesta argumental de Der Januskopf (1920), el filme en cuestión —la vampirización de un tipo por un busto que, por un lado, muestra la cara de un dios y, por el otro, la de un diablo— ya toca muy de cerca al género en el que, ya exiliado, habría de hacer historia. Lástima que se trate de una de esas películas de Murnau perdidas. No obstante, según las noticias de ella que han llegado hasta nuestros días, sí podemos concluir que fue durante su rodaje cuando Lugosi trabó contacto con Karl Freund. Es este gran operador quien figura como responsable de la fotografía. Puede por tanto decirse que Lugosi, como tantos de los artífices de aquel legendario primer repertorio del cine de terror de la Universal, también formó parte de la nómina del expresionismo alemán, piedra angular de aquellas cintas estadounidenses, orgullo de la República de Weimar y la mejor pantalla de las postrimerías del cine silente. Pero ésa es otra de las muchas glorias que no se le reconocen a Lugosi. Cuando se habla de los actores expresionistas, se cita a Conrad Veidt o a Emil Jannings. Nunca a Bela Lugosi.

Ya en América, aunque en sus escenarios interpreta a Shakespeare, lo hace memorizando la fonética de las palabras, pues tiene serios problemas para aprender inglés. En lo que a la pantalla se refiere, sus primeros trabajos se reducen a personajes de reparto a las órdenes de Maurice Tourneur (El último mohicano, 1923) o Gordon Edwards (El mudo mandato, 1924). Con el sueco Victor Sjöström, uno de los grandes de la pantalla silente, colabora en una de las obras maestras de su etapa americana: El que recibe el bofetón (1924). Pero el futuro príncipe de las tinieblas ni siquiera aparece acreditado. Adquiere algo más de entidad con Victor Fleming en ¿Hombres o diablos? (1930), un filme de exaltación colonial, sobre la legión extranjera francesa, en el que Lugosi da vida a un jeque beduino.

Interpretó por primera vez a Drácula en el teatro. Es más, aquella primera recreación del señor del desfiladero del Borgo, aún en la escena, resultó ser un papel que ni pintado para él. Las trabas que siempre tuvo para pronunciar correctamente la lengua de Shakespeare no sólo no importaban para la caracterización del conde transilvano, sino que incluso resultaban beneficiosas para la verosimilitud del personaje. Su hablar pausado, su vocalización lenta, dotaba al no muerto —recuérdese que durante una buena parte de la historia es un extranjero en Londres— de todo el misterio preciso.

"Además de la fama, la creación de Drácula reportó a Bela Lugosi todo un desequilibrio psíquico"

No hay duda de que fue Browning el realizador que mejor entendió a Bela Lugosi. Colaboró con él por primera vez en La silla número 13 (1929). Cuando el gran Lon Chaney —quien debió haber sido el Drácula de Browning— murió, el cineasta pensó en Lugosi. El resto es esa historia, que aún se escribe, empezada con la invitación a escuchar la música de las criaturas de la noche. Cierto, Bela volvió a trabajar con Browning en La marca del vampiro (1935). Ahora bien, empero el título, su asunto gira en torno a una compañía teatral que representa una obra sobre almas en pena.

Además de la fama, la creación de Drácula reportó a Bela Lugosi todo un desequilibrio psíquico. “Me di cuenta de que, por mi propio bien, debía entregarme con menos fervor a la representación de mi papel”, declaró en cierta ocasión. “No fui capaz de ello. El trabajo me exigía mantenerme en un nivel de excitación febril”. Y lo peor fue que la Universal entonces no se tomaba en serio su cine de miedo, máxime cuando dejó de estar en manos de su fundador, Carl Laemmle. Lo producía, lisa y llanamente, porque daba mucho dinero. Pero sus cintas “artísticas”, sus grandes producciones, las que se tomaban en serio, eran títulos como Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930) y los protagonizados por Deanna Durbin.

El recuerdo que David Manners —el John Harker de la versión de Browning— guardaba de Lugosi —“un pelmazo de los pies a la cabeza”— podría hacerse extensivo a todo Hollywood. Pero, haciendo honor a lo que Samuel Fuller pone en boca de Eurípides en la cita inicial de Corredor sin retorno (1963) —“algunos dioses antes de matar a sus víctimas las vuelven locas”—, la Meca del cine desquició a Lugosi antes de olvidarlo. En efecto, las muchas excentricidades a las que se veía obligado para promocionar sus cintas acabaron por afectar su sistema nervioso, por no hablar de los dolores que seguía sufriendo desde la guerra. Un médico volvió a recetarle morfina. Su adicción a los opiáceos, como las decisiones equivocadas, iba en aumento. Quería abandonar el cine fantástico e interpretar grandes dramas. Pero protagonizaba filmes como La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), Noche de terror (Benjamin Stoloff, 1933), El castillo de los misterios (David Butler, 1940) y otras producciones de título inequívoco.

Cuando partió con la Universal, donde siempre le pagaron como a un intérprete de reparto, aunque fuera un protagonista, el declinar de su carrera discurrió por los estudios especializados en la serie B. Llegó a ser un mito en el cine de presupuesto escaso. Pocas veces se recuerda su participación en Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939).

"Cuando murió en 1956 era un colaborador asiduo de Ed Wood, a cuyos rodajes iba en transporte público y vestido de Drácula"

En el 32, aún en la Universal, se negó a protagonizar a las órdenes de James Whale el Frankenstein canónico porque la caracterización ocultaba su rostro y apenas tenía diálogo. Sin embargo, vio cómo Boris Karloff, con quien siempre mantuvo una disimulada rivalidad, hacía de aquel personaje la piedra angular de su filmografía. Y, peor aún, en el 43, por la necesidad, se vio obligado a aceptar aquel mismo papel en Frankenstein y el Hombre Lobo, de Roy William Neill. Había vuelto a ser un actor secundario. Pero ahora en estudios, también secundarios, como la Monogram.

Nunca superó la separación en 1953 de su tercera esposa, Lillian. Mientras su toxicomanía iba en aumento, en su filmografía alternaba los seriales de dudosa calidad con parodias de sus propios personajes. Cuando murió en 1956 era un colaborador asiduo de Ed Wood —a cuyos rodajes iba en transporte público y vestido de Drácula— quien buscaba financiación para el último trabajo del actor: Plan 9 From Outer Space (1959). Como no encontró el dinero hasta tres años después, Lugosi fue sustituido en todas las secuencias que Wood estimó oportuno por el quiropráctico de la señora Wood, una chapuza que no se merecía como colofón de su carrera el primer actor que dio a Drácula su imagen de conde sombrío y majestuoso.

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