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Benditas noches

Lo más duro de convivir con la manía lectora es reconocer que no puedes dedicarle años de inmersión a un único libro; o sí puedes pero no debes, pues imaginas que por ahí debe andar otro que hará tus delicias y se convertirá en ese compañero que pasa de presentarse en casa a ordenarle que no olvide recoger las colillas que ha ido desperdigando en ceniceros improvisados, mientras trata de vaciarte el mueble bar dándote conversación. Lo peor es que no quieres que pare, pero reconoces que la casa se está volviendo insalubre, y tus nervios piden una tregua que te costará concederles. Con amigos así, quién quiere enemigos. Presencias ineludibles que suben los pies a la mesa de centro, cambian los canales de la televisión sin previo aviso y no sueltan un céntimo para reponer la nevera. Y, sin embargo, cómo se les quiere. Se les quiere hasta decir basta. Y sí, se impone decir basta, porque hay otros mundos, y no están junto a tu inconsciente amigo. Hay que salir a respirar. O mejor, hay que decirle con el cariño desde el que se sustancia la amistad verdadera que no, que sea él quien salga a ventilarse. Será el momento de cambiar a hurtadillas la cerradura y, con todo el pesar de nuestro corazón, gritarle desde el otro lado de la puerta que oye, hasta aquí. No nos perdonará durante un tiempo, pero será el suficiente como para que, en un renuncio de la voluntad y con el recuerdo intacto de los grandes momentos vividos juntos, le propongamos una velada reconciliatoria en casa frente a un malta que, le aseguras, le devolverá la fe en la alquimia que transmuta los frutos de la tierra en bálsamos para el espíritu.

Leonard Michaels (1933-2003) podría ser ese amigo al que deseamos perder de vista por un tiempo más que prudencial, pero que jamás querríamos separar definitivamente de nuestras vidas, puesto que con él los días se tornan flamígeros, incombustibles, peligrosos y, en ocasiones afortunadas, piadosos. No nos decepcionan, que es la forma que tiene la vida de hacer limpieza, sino que nos cansan. Y ya se sabe, también el cansancio cansa y nos pide descanso, esto es, acción. Qué paradojas. Yo no sé si Michaels será como me atrevo a imaginar, pero sí sé que podrían serlo cualquiera de los siete hombres que se reúnen en una casa a las afueras de Berkeley (California), con la intención de formar un club para hablar de cosas de hombres sin la presencia de mujeres, a imagen y semejanza de los encuentros de chicas, tan comunes desde aquellos círculos exclusivos de los patios de escuela para indagar en las profundidades del alma femenina, hasta los corrillos de hacer comiditas —aquí es donde el virus leonardiano ataca y se hace insoslayable, lo advierto.

"Hacía mucho tiempo que no me sorprendía riendo a carcajadas con las escenas de un libro, y también se me hacían escasos los momentos en los que se me mostraban en unas páginas escenas tan vivas, tan resueltas y tiernas"

Un club funciona si se deja caer por él una nómina de socios más o menos frecuentes. En El Club, por ser la primera de sus reuniones, todos aparecen para ofrecer su mejor cara y mostrar sus mejores galas. Ocurre lo mismo con las reuniones de exalumnos que se ven de nuevo tras veinticinco años sin saber los unos de los otros, o sin saberse juntos, esa es la gracia. Todos sabemos que en la siguiente cita ya no será igual; es más, que ya no es lo mismo el inicio del primer encuentro que el final de esa noche —hay nocturnidad en esos encuentros—, cuando el alcohol nos recuerda quienes éramos en realidad. El microcosmos escolar, que hace imposible desligar lo mejor y lo peor que pasamos juntos. No hay olvido, ni perdón. Madurar cuesta. Frecuentar esas reuniones no ayuda. De un plumazo vuelven a tenerse quince años, pero ya ajados, alopécicos, ojerosos, curtidísimos, como si estuviéramos transitando por una de las escenas que viviera con estupefacción el curioso Benjamin Button.

Porque somos quienes fuimos, dejémonos de excursos y artimañas, para ir al fondo de la cuestión. Leonard Michaels es un grande. Ya lo había demostrado con la colección Los cuentos, aquí publicados con más pena que gloria (Lumen, 2010), y con su segunda novela, la autobiográfica Sylvia (Libros del Asteroide, 2017), que también tuvo escaso e injusto eco, pero en los que se daba cuenta de las dotes del neoyorquino de nacimiento y californiano de adopción para apresar en unas cuantas páginas muchísima verdad. Si madurar cuesta, la verdad duele, dice el adagio. Pero se trata de un dolor placentero. Hacía mucho tiempo que no me sorprendía riendo a carcajadas con las escenas de un libro, y también se me hacían escasos los momentos en los que se me mostraban en unas páginas escenas tan vivas, tan resueltas y tiernas. Lo tierno, cuánto prejuicio con lo tierno. Pero sí, existe ternura en el trato de todos estos hombres que conocen el verdadero valor de la amistad, y por ese mismo motivo la venden cara. Comparten tropelías, vivencias y confesiones, porque también los hombres pueden ser sensibles, o por lo menos lo intentan, y melancólicos en grado sumo. Todos ellos son variopintos, desde el profesor de college convertido en narrador, pasando por un exbasquetbolista, un doctor, un abogado, un psicoterapeuta, un joven emprendedor y un agente inmobiliario. Lo que se cuenten en esa noche sin fin con muchas botellas vacías y algunos cuchillos voladores pertenece al secreto de sumario, pero no tiene desperdicio (el sumario es el relato de esa noche), y no siempre nos es dado acceder a tal arsenal de conocimiento masculino en menos de doscientas páginas, que es la distancia ideal con la que Michaels trabaja a gusto. La novela reluce como el alquitrán caliente, por utilizar un símil del autor, en eso de mostrar “las viejas formas de la felicidad que tanta infelicidad trajeron a otros”. Y además, guarda una pequeña sorpresa.

"La literatura no es género, no es geografía, es emoción y, desde luego, conocimiento. Pero no se atrevan a decirlo demasiado alto"

La edición original de El Club se publicó en 1981 y tuvo una reedición en 1993. Aquella nueva aparición venía ampliada con un prólogo añadido por Michaels al constatar lo que se armó en los meses que siguieron a la primera edición, cuando la novela fue catalogada en la sección de misoginia en primer grado. No sabemos si el autor habría leído las artimañas que el Arcipreste de Hita utilizó para embaucar a los lectores y a los censores de su Libro de Buen Amor, pero el prólogo de la novela de Michaels iba firmado por el protagonista abogado —quién si no—, Harold Canterbury en la ficción, y deseaba conseguir el mismo efecto que imaginara nuestro Arciprestre: cubrir con un velo de decencia lo que no es sino un relato honesto de malas ideas susceptibles de ser consideradas aberrantes y ofensivas. “Los únicos personajes de su novela con cerebro y entereza son mujeres. Los hombres están cegados”, escribe en el prólogo el unamuniano Harold, el mejor abogado financiero de San Francisco y uno de los machos de la manada nocturna que se reunió en El Club. Él mismo añade que “hoy uno tiene que andarse con ojo con lo que dice, ya que el último resquicio de libertad del hombre, hay que tenerlo en mente, se encuentra bajo el escrutinio bizco y el juicio feroz del tribunal superior del sinsentido”, palabras que valen para hoy mismo, como es fácil comprobar, por más que vengan de alguien que desea ajustar cuentas con el autor.

La literatura no es género, no es geografía, es emoción y, desde luego, conocimiento. Pero no se atrevan a decirlo demasiado alto. Siempre habrá alguien del TSS (Tribunal Superior del Sinsentido) que pasará por encima del arte para proponer una suerte de código de conducta para autores y personajes. Entonces no valdrán estratagemas como las del Arciprestre ni las de Michaels. La hoguera está dispuesta para ellos. Estén atentas las almas curiosas, pues en cuanto sean ajusticiados y los verdugos de la corrección los echen al fuego, harán bien en correr a rescatar este prodigio de oralidad, esta aguerrida pieza de antropología social y la muestra más fehaciente de que el arte de Leonard Michaels merece una nueva oportunidad sobre la tierra. Lo sé, pisarán terreno pantanoso y minado. Aun así, no les importe correr el riesgo de quemarse fugazmente en esa pira para salvar del fuego una novela con la que Malas Tierras agranda el hueco que ha abierto entre las editoriales más osadas y elegantes que han aparecido en los últimos tiempos.

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Autor: Leonard Michaels. Traductor: Nicolás Cañete. Prólogo: Rodrigo Fresán. Título: El clubEditorial: Malas Tierras. Venta: Todostuslibros, AmazonFnac y Casa del Libro.

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