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Canalejas y la Academia, de Alejandro Sawa

Canalejas y la Academia, de Alejandro Sawa

Considerado el príncipe de los bohemios españoles, sus artículos son un retrato de un país atrasado e inculto. Aquí arremete contra el rechazo a José Canalejas por parte de la Academia, en la que acabaría entrando tiempo después. Rubén Darío y Valle-Inclán, a quien Alejandro Sawa inspiró su personaje de Max Estrella en Luces de bohemia, fueron sus grandes valedores. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana

Ni aun la pasión política puede negar que Canalejas posee muchos de los rasgos fisiognómicos de un noble predestinado de la Historia.

Leyéndolo u oyéndolo en nuestras breves entrevistas, cortadas siempre por el pataleo impaciente de los aventureros de la cosa pública que van a hablarle de Fulano o de Zutano, y, ¡claro está!, de las codiciadas e inminentísimas prebendas, he creído muchas veces hallarme en presencia de un gran hombre… Su máscara es fatal. Pienso, viéndolo, en Juan Bravo, el heroico comunero de Castilla, y mejor aún en una descendencia lineal del Cid, en que sangre y ánimo se transmitieron en forma de talento.

Pues a este hombre, que ha sido profesor de literatura española en la Universidad Central, apenas salido de los limbos de la adolescencia, que autor de admirables monografías literarias que por ahí andan esparcidas en periódicos y revistas, que es uno de los contados oradores modernos cuyos discursos pasarán a las antologías del porvenir, la Academia ha preferido el otro candidato, que en esta ocasión resulta ser un señor Hinojosa, epiceno, neutro, gris y ambiguo, del que nadie conoce la fama literaria y cuyo solo título de honor, a lo que me dicen, consiste en ser un gran amigo de los aprovechados hermanos Pidal…

"Peor aún, por ser más fuerte, por ser más vasta, es lo que viene ocurriendo en la Academia francesa desde Richelieu hasta nuestros días"

No toda la culpa es de los señores académicos. Buena parte de ella corresponde a los que, sintiendo en el fondo de las entrañas un inmenso desdén por la vetusta necrópolis de las letras, afectan tomarla en serio, dándose a la tarea de comentar sus gestos y sus dichos. Burda caricatura de la Academia francesa, su progenitora, la nuestra, quiero decir la de ellos, la de los que creen en tamaño anacronismo, es, mejor que una asamblea de literatos, un salón de gente bien vestida que no toma el aperitivo en el café y que se emboza en la capa hasta los ojos antes de penetrar en el cuartito donde los aguardan, bostezantes, sus queridas…

Ni un solo irregular de verdadero talento ha formado jamás parte de su seno. ¿Espronceda y Larra y Bécquer no están ahí para probarlo?

Peor aún, por ser más fuerte, por ser más vasta, es lo que viene ocurriendo en la Academia francesa desde Richelieu hasta nuestros días. El caso de Zola, preterido sistemáticamente a todos los ganapanes de frac o de doradas libreas que se presentaron a hacerle concurrencia, no es en aquella casa de la orilla izquierda del Sena ni nuevo ni extraordinario.

El teatro, en sus manifestaciones más grandiosas, ha estado excluido de la Academia-madre con las personas de Molière, Racine y Corneille; la filosofía, con Descartes, Pascal, Rousseau y Diderot; la oratoria, con Vergniaud, Mirabeau, Manuel y Gambetta; la novela, con Balzac; el estilo, con Flaubert; la gracia hecha hombre, con Gautier; la fantasía, con Villiers de l’Isle-Adam; el verso, con suprema explosión aristocrática del dolor, con Baudelaire, Verlaine y tantos otros…

"Todos los espíritus reaccionarios, todas las almas ñoñas, tienen en aquella mansión su casa natural"

¿Y sabéis por qué? Porque Molière, Racine y Corneille eran o convivían con los comediantes del rey; porque Descartes no era amable; porque Pascal fue misántropo; porque Rousseau era pobre y desequilibrado; porque Diderot era bueno y nuevo; porque Mirabeau tenía un temperamento; porque Manuel tenía un carácter; porque Gambetta procedía de la bohemia del Barrio Latino y nunca prescindió completamente de ella; porque Balzac tenía dudas; porque Flaubert vivió en pugna ardiente con el vulgo; porque Gautier usaba camisas sin planchar; porque Villiers tenía genio; porque Baudelaire salía del brazo por las calles con una mujer negra, en cuya caballera creía el poeta percibir todos los perfumes del Oriente asiático; porque Verlaine era borracho y triste y vagabundo… porque la frase de Hugo parece inspirada en estos lamentables caracteres que refiero: «Un genio es un acusado».

¡Donosa institución literaria, a cuyo frente se halla en España un general de artillería que ni siquiera como guerrero es ya aprovechable, dada su edad provecta, la natural cacotimia de sus facultades!…

Todos los espíritus reaccionarios, todas las almas ñoñas, tienen en aquella mansión su casa natural. Nadie que haya en prosa o en verso blasfemado del progreso o sido arcaico ha dejado de encontrar abiertas de par en par las puertas de la Academia. La divinidad pagana con la cara vuelta al revés, mirando hacia atrás perdurablemente, es el símbolo tutelar del antipático instituto. ¡Y si, como algunos pretenden, con sobra de fundamento, las casas, y hasta los muebles y los paisajes, tienen un alma que les es propia, menguada alma la de la Academia española, que estando alojada en un riente edificio que recuerda a Grecia, vive en perpetuo estado de amancebamiento con la brutal Beocia, y, mejor que un vivero de nuevas y fecundantes bellezas, parece un cementerio donde en vastos osarios guardaran todas las excrecencias del gusto que no debieron producirse jamás sobre la haz de la Tierra!

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(Artículo publicado el 20 de diciembre de 1903 en Alma Española)

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