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Carlos Chaparro, la vida de un DJ global

Carlos Chaparro, la vida de un DJ global

Muchos escritores tienen un territorio propio, fabricado por sí mismos: el Macondo de García Márquez, el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner, la Región de Juan Benet, o la Ruritania de Anthony Hope —donde se ubica la localidad de Zenda—, son algunos de los ejemplos más conocidos. Otros autores, a fuerza de escribir sobre territorios reales, se apropian de ellos, los hacen suyos, transformándolos así en territorios literarios, míticos, que resultan imposibles de contemplar si no es a través del filtro de sus obras: es lo que ocurre con el Dublín de James Joyce, la Soria de Antonio Machado, el Guinardó de Juan Marsé o el Baztán de Dolores Redondo.

Resultaría presuntuoso por mi parte afirmar que yo poseo un territorio literario, dado que mis novelas se ambientan en distintos lugares y tiempos. Sin embargo, en mi último libro, El crimen de Malladas, realicé un recorrido por toda la Historia de España del siglo XX a partir de un crimen real sucedido en 1915 en mi pueblo, Moraleja, al norte de la provincia de Cáceres. El mismo pueblo se convirtió, hasta cierto punto, en un personaje más; un personaje que fue evolucionando conforme avanzaban las páginas y las décadas. Si acaso yo tuviera un territorio propio, sería ese, qué duda cabe. Mi pueblo y su comarca, la sierra de Gata.

Muchos lectores y escritores han descubierto ese territorio precisamente gracias a la literatura: en el año 2021 propuse fundar allí un festival de novela policiaca, el festival Gata Negra. En sus tres ediciones, la Gata ha atraído a centenares de asistentes y docenas de autores a ese rincón remoto y maravilloso de Extremadura. Un rincón que, por sus paisajes y personajes singulares, bien merecería convertirse en eso mismo, en literatura.

Quizá para ello lo suyo sería que escribiera un libro ambientado allí. O varios. Quién sabe si alguna vez lo haré; es posible que no lo haga nunca. Es posible que no sea ese mi cometido, sino el de algún otro autor. Mientras reflexiono sobre ello, lo que he decidido es convertir mi pueblo y la sierra de Gata en literatura mediante otra vía: la de los artículos que Zenda irá publicando a lo largo de los próximos meses. Se puede considerar que el primero de esos artículos lo publiqué ya hace algún tiempo, en octubre de 2020: era un texto dedicado a Javito, futbolista que se formó en la Masia, debutó en la Champions junto a Messi, y años después se convirtió en leyenda del fútbol griego.

El que sigue es otro artículo dedicado a un personaje o historia de ese territorio mágico que es la sierra de Gata.

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Cuando tenía apenas veinte años, Carlos viajó a China para ponerse al frente de una fábrica de más de mil empleados. Su cometido era mostrar a los chinos la manera más apropiada de envasar y distribuir pimientos y otros productos con los que su familia llevaba décadas comerciando a través de una empresa ubicada en el municipio de Moraleja, en Cáceres. La aventura fue breve: Carlos pasó apenas tres meses en la ciudad de Lanzhou. Una vez que traspasó sus conocimientos en materia conservera, regresó a España y se preguntó qué hacer con su vida.

La empresa de sus padres había cerrado sus puertas, víctima de la deslocalización en el mundo globalizado. El viaje de Carlos había sido el último estertor de esa empresa: a partir de entonces, año 2005, los chinos se ocuparían de envasar los pimientos que hasta entonces se envasaban en Conservas Chaparro.

Sin un futuro claro ante sí, y tras enlazar varios empleos más o menos precarios, el joven Carlos decidió apostar por su pasión: la música electrónica. Para ello, alquiló un pub en su pueblo donde pinchar cada fin de semana, mientras que los días de diario madrugaba para vender coches en un concesionario.

"La vida de Carlos Chaparro cambió gracias a un mensaje privado que recibió a través de Facebook. Se lo envió en 2011 un empresario mexicano"

A comienzos de 2009, un amigo le consiguió un bolo en Londres. Era su primera experiencia internacional, y no pudo empezar peor: la mayor tormenta de nieve de los últimos veinte años en Inglaterra obligó a cerrar los aeropuertos y suspender cualquier evento de ocio. Carlos consiguió pinchar al cabo de unos días, pero cualquiera hubiera pensado que aquello era una señal de que no le convenía aspirar a más en la música, y que debía contentarse con seguir actuando en su modesto pub y en las fiestas patronales de algunos pequeños pueblos de Extremadura. Pero no era eso lo que el destino le deparaba.

Hoy, en el año 2023, ese pub lleva cerrado más de una década. Y si bien Carlos, por no perder sus raíces, continúa pinchando en pequeños pueblos —por ejemplo, el pasado 11 de noviembre lo hizo en El Batán, localidad cacereña de apenas ochocientos habitantes—, ahora combina esos humildes bolos con animar macrofiestas por todo el mundo. En este mismo mes de noviembre —solo unos días antes de su paso por El Batán—, Carlos Chaparro pinchó en una discoteca de Nueva York. Era su primera actuación en la Gran Manzana, aunque no en los Estados Unidos: solo en este año 2023 ha pinchado tres veces en Miami.

La vida de Carlos Chaparro cambió gracias a un mensaje privado que recibió a través de Facebook. Se lo envió en 2011 un empresario mexicano que, por puro azar, había visto uno de sus vídeos pinchando quién sabía dónde, y que le invitaba a cruzar el Atlántico para pinchar en una discoteca de Acapulco. Carlos tenía por entonces veintiséis años, no había vuelto a salir de España tras su fallida intentona londinense, y aunque le dolió perderse las fiestas de su pueblo —por coincidir estas con su viaje a México—, finalmente decidió que merecía la pena sacrificarse y probar suerte.

"En enero de 2017 se encontraba en el interior de una discoteca mexicana cuando varios sicarios entraron en la sala abriendo fuego indiscriminadamente, asesinando a seis asistentes"

Y la suerte le sonrió. Acapulco terminó por convertirse en su segunda casa. Allá, gracias al favor del público y los promotores, el joven que parecía encaminado a ser un anónimo DJ de pueblo se convirtió rápidamente en un artista de fama internacional.

México le abrió las puertas del cielo, aunque estuvo a punto de hacerlo en más de un sentido: en enero de 2017 se encontraba en el interior de una discoteca mexicana cuando varios sicarios entraron en la sala abriendo fuego indiscriminadamente, asesinando a seis asistentes e hiriendo a quince. Fueron los llamados Ataques de Playa del Carmen y Cancún, cuya autoría se atribuyó a un cártel de la droga.

Fue la primera, pero no la última vez que Carlos sentiría las balas volando a su alrededor. La más reciente, eso sí, no fue en México, sino en Marbella: en julio del pasado 2022 estaba en otra discoteca cuando se desató un tiroteo que, por suerte, no dejó víctimas mortales; un tiroteo que ocupó programas y tertulias de televisión porque, además de él, en la sala estaba presente el insigne sobrino del monarca Felipe VI, Felipe Juan Froilán, que celebraba esa noche su fiesta de cumpleaños.

Para muchos, el mundo de la noche es justamente eso: drogas, descontrol y falta de seriedad. Pero no para Carlos, que ni siquiera bebe alcohol cuando actúa, porque si no le sería imposible llevar el régimen de vida de carreteras y aeropuertos que asume como una bendita condena —sarna con gusto no pica, como suele decirse—. Él, en el fondo, y por muchos miles de seguidores que tenga en redes sociales, no deja de ser un currante de la música. Y desde luego no es la actitud que se esperaría de alguien dedicado a un sector que mueve tanto dinero. Carlos ha llegado a ver a jeques árabes soltar propinas de hasta 50.000 euros a camareros de algunas discotecas donde ha actuado, y un ciudadano ruso le pagó una vez quinientos euros solo por pinchar una canción, que por suerte para él tenía esa noche en su repertorio.

"¿Su futuro? Ni él mismo lo sabe. Tiene treinta y ocho años, está en su mejor momento profesional, y mientras el cuerpo aguante seguirá llevando su música por todo el globo"

Carlos sigue siendo un tipo modesto y tranquilo. Se codea, como quien no quiere la cosa, con algunos de los personajes más famosos de nuestro país —llegó a asistir a la boda de Kiko Matamoros—, y del extranjero —entre sus amistades se cuenta la hija de Diego Armando Maradona—, pero a pesar de ello tiene muy presentes sus raíces. Sin ir más lejos, lleva muchos años sin faltar a su cita de cada julio como pregonero y animador en el arranque de las fiestas de su pueblo. Esas mismas fiestas que se perdió en una ocasión para viajar a México en busca de un porvenir en la música por entonces todavía incierto.

Su siguiente parada es Perú: allí actuará ante cinco mil personas en apenas unos días. No es su primera visita al país andino. Carlos conoce bien el continente americano, habiendo pinchado, entre otros —y solo en este año—, en Venezuela, Argentina o Nicaragua. De hecho, su música le ha llevado ya a conocer los cinco continentes, incluidos África y Oceanía.

¿Su futuro? Ni él mismo lo sabe. Tiene treinta y ocho años, está en su mejor momento profesional, y mientras el cuerpo aguante seguirá llevando su música por todo el globo. Incluidos los sencillos pueblos de Extremadura donde comenzó su carrera, y donde todavía habrá quienes, al verlo tras la mesa de mezclas y desconociendo su trayectoria, lo tomarán por un vulgar pinchadiscos.

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