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Carta a un amor sobre el bello mundo

Carta a un amor sobre el bello mundo

Dime, amor, ¿es hermoso el mundo? ¿Es un lugar feliz como tu abrazo? ¿Estaré seguro al cruzar la calle, al contemplar el silencio, al asomarme al eco de un acantilado? ¿Podré respirar en esa oficina? ¿En el mercado encontraré alimento? Dímelo, amor: sé sincera. Procúrame la caída y sé colchón o rocas. Mátame o sálvame.

Oigo dos ecos. En mi cabeza escucho dos voces que se entrelazan como nunca. La primera es un susurro, amor, como cuando me hablas después del sexo, cansada, enrojecida. La segunda, vida, grita miedo y es íntimamente violenta. Parecen dos y son una. Son dos, pero surgen en la misma garganta.

Me preguntas, desde esa ventana por la que miras el cielo, cuándo aparecieron. Yo lo sé: su origen es un libro. Pequeño, con una fruta abierta sobre las manos que entregan. Azul como ese azul pálido que observas, cubierto de nubes: El bello mundo, se titula. Y esconde un lenguaje nuevo que parte de lo antiguo: filosofía, naturaleza, contemplación, dolor, planeta.

Esas dos voces —Filosofía y literatura / grito y silencio / gratitud y rabia— las construye un solo hombre: Francisco Javier Navarro Prieto. Nacido en 1994 en Tomelloso, este es su primer libro, con el que ha ganado el XXII Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal.

Un paso más para caer en la destrucción

Estamos, amor, a un paso del borde de la destrucción. No lo digo yo, sino las voces que escriben desde este bello mundo en forma de poemas. A punto de explotar todo, supongo, miraremos atrás para gozar una vez más del milagro de la vida. Como Ulises antes de poner los pies en Ítaca, pensaremos si volver a esa existencia plagada de horror, pero aún hermosa.

Porque todo cuerpo son dos cuerpos. Porque toda realidad es doble y “dos pares de ojos implican / al menos, dos mundos más el compartido”. Entonces, cariño, aprendo que debo pensar en la destrucción a la vez nos amamos, que mientras mi grito es de placer en otro lado, en otro punto del bello mundo un ser desconocido rompe su voz por una herida. Y ese es el milagro (o la maldición): que todo continúa y es precioso, pero también todo se acaba al contemplar la boca del infierno.

Tenemos que dejar que todo lo que ocurre en ese instante nos traspase. Sentir la vida entera en nuestros limitados cuerpos, mujer mía: apreciar cómo el universo sigue mientras nosotros creemos haberlo detenido todo.

Las cosas tienen una vida

que no es la de nuestros ojos abiertos,

una vida que no es la de nuestras manos.

Lo sé porque cuando en la noche de junio

entra el aire por la ventana,

huele un poco a estrellas, un poco a agua

de otros lugares,

viene de haber sido respirado

por seres que desconozco;

me alegro en parte

pues solo así puedo oler

el alma de las plantas,

cuando lo respiro me digo:

esto huele a intimidad de arbusto,

a personalidad de roble,

incluso a veces he conseguido

aspirar por la nariz una posible tristeza del agua:

 

entonces puedo imaginar un mundo

en el que los grifos son seres ignorados que lloran,

en el que la luz es una niña olvidada

que se bebe las lágrimas de las sábanas

como si fuesen vasos de agua,

 

El ruido de cualquier corazón se asemeja un poco

al antiguo repicar de las ancianas en los morteros,

y en las barras de algunos bares de hotel

hay tan poca gente que no se puede dormir encima.

Hopper lo vio. Hopper lo sabía, dicen,

Hoper habló de las cosas olvidadas,

 

entonces siento pena,

y donde dije ‘respiro’ ahora digo ‘comparto’.

Donde dije ‘estoy’, digo ‘estamos’ solos,

es intolerable que los poetas hayan ignorado

a un amigo tan querido como el agua,

a una amiga tan necesitada como la luz,

pocos poemas acerca de que respirar

es abrir una puerta, de que las fosas nasales

son nuestra forma de besar las ramas,

de hacer el amor con las hortensias,

de comernos a bocados de luz los rosales,

de comprender la soledad de las frutas,

 

Pues la soledad

de alguien que recibe una carta

en una habitación de hotel

es la de las ventanas abiertas,

es la de los zapatos descalzos.

Vigilia no es la de los ojos despiertos.

Vigilia, no lo olvidéis, no es el cuerpo desnudo,

hábilmente explotado, leyendo las cartas de amor,

vigilia es la de la hopperiana luz que algunas veces entra

como si cada día fuese nuevo,

como si en el discreto alumbrarse

de la encimera de la cocina a media tarde

se encontrara la insospechada, verdadera soledad.

 

A veces tú me muerdes los labios,

me rodeas en abrazos mientras

yo tengo la sensación

de que hemos hablado poco de los aguacates,

de que hay nuevas formas de decir te quiero

fuertemente relacionadas con la carne verde;

abrir un aguacate es como besar

¿no recuerdas? te abrí por la mitad,

te aparté el corazón,

y entonces te hinqué los dientes,

yo he de amar un aguacate, me dije,

masticar el dolor de la carne verde es amarte. 

La foto del espanto

Siempre cuento que fue el primer día de trabajo porque la imagen habría ganado fuerza si también hubiese sido el último. En realidad, no sé si fue el primero o el décimo. Lo que sí recuerdo es cómo mis tripas se pegaron al suelo cuando la redactora jefe me lo pidió: “Ve al cementerio y dile a la madre que te envíe una foto de los críos”. El día del entierro. Dos días después del asesinato.

¿Con qué labios me podría acercar yo a esa mujer herida? No. Ese no es mi mundo. Tampoco el de Francisco Javier Navarro Prieto, que acumula en su libro los peores titulares, los que reflejan un mundo lleno de pus y hombres insolidarios, y abusos y muerte.

El poeta mira el periódico y se espanta. Mira de nuevo el titular y trata de exprimir algo de belleza/bondad/calma en la historia más terrible. El trabajador explotado que muerte bajo su bicicleta destrozada, las mujeres que sufren la plaga machista, los animales que desaparecen con la tristeza de no saber por qué en sus ojos…

Hay que preguntarse si una sandía

                                   La temperatura media de la tierra

puede ser una imagen del mundo contemporáneo:

ha subido ya más de un grado;

el mundo era redondo, estaba entero,

si seguimos así,

nosotros afilamos el cuchillo,

en el año 2040 habrá subido casi dos grados,

lo partimos por la mitad;

habrá catástrofes, grandes inundaciones,

nosotros acercamos la boca,

                        las frutas serán pequeños animales mitológicos

devoramos a grandes bocados

                                   la extinción de todos los animales

su corazón;

no nos permitirá ver los atardeceres tranquilamente

 

la sangre nos chorrea entre las comisuras.

Pues el rojo del sol nos recordará un poco al de su sangre. 

¿Qué pasa en el matadero?

Hay un cuerpo que no existe. Lo pienso, amada mía, mientras leo los últimos poemas de El bello mundo. Son siete. Y sus ecos. Navarro representa el cuerpo humano, un paisaje o una manzana. De pronto, todo es lo mismo, “lo mismo con el rostro / (…) / lo mismo con la carne / (…) / lo mismo con el cuerpo / (…) / lo mismo con el cuerpo”. 

Dice:

en este punto el rostro ha desaparecido:

una torsión de carne batida intentando recomponerse

es imposible saber si la cabeza de la figura encerrada en la jaula

es de cerdo, de manzana, de pollo, de gallina,

Una vida es todas las vidas. Lo es así para el autor, para quien el cuerpo no basta, para quien no es suficiente el mundo porque todos somos el mundo. Animales, frutas, cielo, la punta de un pincel rasgando el tiempo… Todo está en estos poemas que te obligan a sentir al otro como por debajo de la piel para sufrir el mundo, para apreciar el mundo.

¿Lo ves, querida? Como tú y yo, que ya no existimos más que el uno en el otro. Y somos nuestro mundo, nuestro más secreto y compartido mundo: El bello mundo.

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Autor: Francisco Javier Navarro Prieto. Título: El bello mundo. Editorial: Hiperión. Venta: Todostulibros

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