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Carta al general Franco, de Fernando Arrabal

Carta al general Franco, de Fernando Arrabal

Contaba el madrileñísimo Rafael Flórez, un tipo que conoció al Valle-Inclán de las barbas de chivo porque iba a la cervecería de su abuelo en Tirso de Molina, que Ramón Gómez de la Serna, al que también conoció y admiró hasta el punto de dedicarle un libro, que cuando en mayo de 1949 Ramón fue recibido por Franco en Madrid desde su exilio argentino, el general le invitó a quedarse en España. Y Ramón le respondió: «Perdone, excelencia, pero no puedo hacerlo, no soportaría oír hablar tan mal de usted en las calles de Madrid».

Aquel joven Fernando Arrabal podía haber sido recibido por Franco, y de hecho su detención se produce en 1967 cuando, ya residente en París, firmaba ejemplares en El Corte Inglés de Princesa (Madrid), auspiciado por Camilo José Cela y otros próceres reformistas del régimen, pero aquel autógrafo blasfemo y privado cambia su destino y hace imposible ya la coexistencia. Bien mirado, fue un regalo del cielo. Podía haber sido un viejo brujo recluido a galeras interiores, como Alfonso Sastre, que terminó agrio y batasuno, pero sus líneas de la mano marcaban la palabra «exilio», como Calvino de Francia o Servet de España, una palabra que suena peor dentro que fuera.

"Si hoy tenemos a Fernando Arrabal vivo y coleando no es gracias a Francia ni a España sino a Luce Moreau"

Arrabal no tiene raíces sino piernas (Goytisolo dixit), y por eso forma parte de esa tradición española (Valle, Ramón, Ferlosio, puede que Umbral o Gustavo Bueno también) que se tuvo que refugiar en una apariencia de locura para poder escribir en libertad… o al menos no morir en el intento. Y no solo por munición política sino por inanición alimentaria. Por eso, si hoy tenemos a Fernando Arrabal vivo y coleando no es gracias a Francia ni a España sino a Luce Moreau, una mujer tan discreta e inteligente que bien podría poner en su tumba como epitafio lo que leí hace poco en una del cementerio de la Trinity Church de Manhattan: «Aquí yace la viuda de…», en este caso Fernando Arrabal (a quien Dios guarde muchos años).

Curioso que Ramón, que apenas bebía, tampoco pudiera mencionar el alcohol en su conferencia sobre Poe en Argentina. Cuando la terminó, le llamó el rector de la Universidad y le dijo que su perorata había sido un elogio excesivo del alcoholismo y que no le iba a pagar. La falsedad era una excusa de mal pagador. ¿Pero cómo hablar de Poe sin hacer una referencia al alcohol que el poeta ingirió en su vida?: «Tuve que modificar mi plan y sustituir el alcohol por el consomé y el caldo de gallina», le confesaba con ironía Ramón a Josep Pla. Decía Torrente Ballester que una revista satírica solía llamarle Román Gámez de la Sorna, y que cuando salió en París a la pista de un circo a leer sus textos a lomos de un elefante, en España se comentó lo de siempre: «Está loco». También en esto se parece a Arrabal, que apenas bebe pero pasa por el borracho mayor del reino desde aquella simpática trampa que le tendió Dragó al darle Calvados en lugar de agua para tomar sus pastillas durante un programa de TVE, originando un efecto explosivo.

"La tragedia (antes clásica y hoy contemporánea) de las guerras —y las civiles no están excluidas— no son como nos las cuentan los vencedores pero tampoco los vencidos"

Se cumplen 40 años del libro-carta de Fernando Arrabal al general Franco (Editorial Laetoli, 2022), y me vienen a la memoria otras cartas de filósofos y escritores a sus autócratas. Sócrates (siglo V antes de la Era Común) se negó a obedecer las iniquidades de los Treinta Tiranos que le ordenaban detener a León de Salamina «y no hay que dudar que mi muerte habría seguido a mi desobediencia si en aquel momento no se hubiera verificado la abolición de aquel gobierno» (Platón). Al escritor, abogado, político y filósofo Marco Tulio Cicerón (siglo I antes de la Era Común) le cortaron la cabeza y las manos por llamar a Julio César «dictador» y a Marco Antonio «asesino»: la democracia (República) era entonces «un barco completamente deshecho, o mejor, disgregado: ningún plan, ninguna reflexión, ningún método», dejó escrito. La dictadura se veía venir ante el desmoronamiento, sobre todo moral, de las élites políticas, en ese ciclo infernal y trágico que gobierna y regenera el mundo de cuando en cuando. Y a Séneca (siglo I después de la Era Común), el más recto de los filósofos y amigo de Pablo de Tarso, con quien se carteaba, lo tildaron de «hipócrita» por haber sido primero preceptor y después jefe de Gobierno del sanguinario Nerón, que terminó condenándolo a muerte, pero nadie quiso escuchar su «admira a quien lo intenta, aunque fracase».

La tragedia (antes clásica y hoy contemporánea) de las guerras —y las civiles no están excluidas— no son como nos las cuentan los vencedores pero tampoco los vencidos, porque son estas condiciones («vencedor y vencido») cambiantes por las circunstancias de los tiempos que determinan la acción y el pensamiento. «Y si no entiendo mis circunstancias no me entiendo yo», que apostillaba Ortega en su célebre frase. Si quieres conocer a un abuelo mira cómo son sus nietos, y «Francis» Franco, el del dictador español, no entendía de pequeño por qué el suyo, que tanto mandaba, le decía mesándole sus rizos: «Cuando yo me muera, tendréis que iros de España». El niño no comprendía nada: «¡Pero si España es tuya!». Y el chico, ya algo más maduro, terminaría marchándose a Chile la víspera de la primera victoria socialista de 1982. La aridez del desierto y el vergel del paraíso los llevamos siempre dentro.

"Agradece todavía hoy a su madre haberle enseñado a vivir la vida sin torturarse mirando constantemente por el retrovisor"

Todo encaja, y los secretos hilos invisibles que mueven el mundo y que sólo la poesía es capaz de ver y descifrar («todo poeta es siempre un visionario», dice el autor) se tejen en este primerizo libro de Arrabal, que es víctima de sus circunstancias, a las que ha intentado sobreponerse a lo largo de su vida. Por eso agradece todavía hoy a su madre haberle enseñado a vivir la vida sin torturarse mirando constantemente por el retrovisor. La muerte de Lorca, que aparece en el libro, tiene su macabra explicación lógica —Alberti la callaba—en ese fatal péndulo de las guerras civiles, lo sé de buena tinta. Y por eso nunca aparecerán sus huesos, por más que sigan alimentando una próspera parte de la industria editorial británica y española. Arrabal pone el dedo en la llaga de su padre cuando describe cómo 17 de 21 generales eran de la República… luego los 4 restantes «ganaron» la guerra (suceso prodigioso que ya ocurriera cuando Esparta conquistó Atenas), aunque luego la «perdieron» con el advenimiento de la democracia. Y si algún día gana Le Pen en Francia o Abascal en España, volverán a vencer.

Aun así —o quizás por eso— el desgarrador libro de Arrabal vuelve a su reedición y contemporaneidad a pesar de que las flechas del destino estén ya marcadas por el reloj de arena del tiempo, y solo cabe ponerse a resguardo de las mismas si se impone la fatalidad de las circunstancias. La lucidez y genialidad de Arrabal lo permite, y tengo para mí como uno de los privilegios y condecoraciones de mi azarosa vida haberlo aprendido directamente de su magisterio.
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Autor: Fernando Arrabal. Título: Carta al general Franco. Editorial: Laetoli. Venta: Todostuslibros

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