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Casas quemadas, de Gema Nieto

Casas quemadas, de Gema Nieto

Por las páginas de este libro transitan fantasmas. Sus leves pisadas unen algunos de estos relatos como piezas de un rompecabezas familiar en el que afloran traumas reprimidos, secretos, relaciones paternofiliales o detalles olvidados que explican historias por las que ya nadie pregunta.

En Zenda reproducimos uno de los relatos de Casas quemadas (Plasson & Bartleboom), de Gema Nieto.

***

PASILLO, RIADA

Había tres calles y la del medio era este largo pasillo, acabado en la baranda desde la que se asomaba cada día para ver al nadador quebrando las luces quietas, la acequia toda murmullo tierno y el sol una azada sobre los ojos. Escuchaba a su madre advertirle todas las veces que no se inclinara demasiado sobre el muro, pero ahora la llamaba señora y la obligaba a volver a la cama cuando era pleno día, cuando ella era joven y rebosaba salud, y la luz era un golpe sobre todas las cosas y un estruendo incitante en las sienes.

—Acuéstese, señora, es muy temprano aún.

Esa voz era sólo el murmullo de las hojas. Oía el agua susurrando en la cocina, o era sólo alguien haciendo ruido con los cacharros dentro de la casa.

—¿Y el agua?

—¿Qué dice, señora? Vamos, vuélvase a la cama…

Pero no quería acostarse, iba a comenzar el día y había tantas cosas que hacer… Preparar los tarros y guardarlos en la despensa, dejar el reloj sin una mota de polvo, pasear hasta la acequia para ver al nadador, esperar a su hija, hacer las maletas y regresar a su casa.

—Mete también las chaquetas de punto y las medias, ¿dónde está mi maleta? ¿Ha llegado ya Patricia?

—Está hecha desde ayer, señora, no se preocupe, vendrán más tarde a por usted.

Veía a esta mujer hablando con su hija muchos días pero no era capaz de recordar su nombre ni de qué casa del pueblo era. Hoy llegaría alguien, iban a irse a algún sitio pero ella tenía que quedarse, había tantas cosas que hacer todavía: barrer el salón, colgar del armario la ropa de la niña, limpiar los cristales de toda la casa, que era ancha y espaciosa y se veía desde el final de la esquina junto a la cuesta. ¿Era ésta su casa, la calle de la baranda desde donde veía la acequia? Su casa de antes parecía mejor que ésta, daba al césped de un jardín y al pequeño muro de piedra, y eran árboles lo que se veía desde todas las ventanas y no esas torres hechas de vidrio que reflejaban la luz. La de la letra R en lo más alto, eso sí lo recordaba, era donde vivía su hija hasta que regresaba por las noches. Y había otra anciana aquí, en esta misma habitación, que quería quedarse escribiendo sus papeles pero a la que también se llevaron. La casa se quedó tan sola. ¿Qué era lo que había que hacer? Poner la mesa para comer, sacar la pequeña vela para los difuntos, pedir que arreglaran ese cajón que no se abría.

Una niebla se levantó desde la acequia, cubrió todo el pasillo subiendo como un líquido espeso.

—¡Enciende la lámpara, Patricia, no veo!

Soplaba una brisa tan fresca y eran tan verdes los días. Tiraban de ella suavemente hacia atrás.

—Debe volver a la cama o se enfriará, vendrán pronto a recogerla.

Tenía que quedarse a esperar a su hija. Un movimiento de hojas en la ventana, largos ángulos de luz. La habitación entera le parecía un cuadro que recordaba haber visto en otra parte, en otro tiempo, con aquella niña inmóvil contemplando el edificio en llamas. No podían irse todavía. No quiere que su hija pase frío cuando llegue, su hija que es una niña echándose la capucha hacia atrás de un manotazo. Va a venir a comer y ella la espera, por qué si lo ha dicho en voz alta nadie la ha contestado. Pero es otra niña la que está en la ventana, no ella, y otro niño que camina con pequeñas luces en las manos.

Esta casa no es la misma, ahora lo ve, pero aquí llega también el río. Al principio sólo hubo tierra, luego agua, después cimientos. En la calma de las siestas, contemplar al nadador. El único movimiento el suyo bajo las sombras de las ramas, sus hombros alargándose entre espasmos de sol, cada brazada una fluctuación brillante y cálida y su espalda recogiendo la misma luz de las ondas sin hacer esfuerzo alguno en avanzar porque la propia corriente lo llevaba galopando; el agua parecía apartarse a su paso y él la atravesaba con delicadeza, sin dañarla, su cuerpo entero agua, temblor o reflejo del sigiloso adentrarse de la tarde mientras ella contenía en la mirada el tiempo dilatado de su juventud cuando el verano era benévolo y no una plancha de metal sobre la frente, sólo el rumor de la acequia y el nadador bailando en ella. Luego se tendía sobre las hojas tiernas y con el ir y venir del agua se adormecía ella también, se dejaba ir hasta el claro de una espera que todas las tardes resurgía en cada pequeña ola de sol, sosegada, vigilante, atraída no tanto por aquel cuerpo como por la perfección de su impulso. Se apoyaba con los antebrazos en las piedras del pequeño muro y se giraba, la cabeza brillante de sol, hacia la voz de su madre que llegaba corriendo.

La mujer que está con ella no es su madre, no sabe cómo se llama pero coloca sus enseres y sus prendas de vestir como depositando sobre ellos sus caricias. Pervive en ella una conciencia difusa de que los objetos tuvieron vida una vez pero ahora están desapareciendo; la casa entera parece estar cayendo ante sus ojos. Se dejaron aquí el reloj, eso sí lo recuerda: un reloj que no era suyo ni de su familia, nunca lo había visto en su casa del pueblo. Qué instrumento musical tan infalible, aquel reloj, qué máquina tan extraordinaria. Acumulaba mucho polvo en sus adornos como agujas góticas que había que limpiar todos los días, pero cuánta compañía le hacían sus campanadas y el sonido imperturbable de su avance mientras esperaba a que su hija volviera. Su hija trabajaba mucho, ella se pasaba las horas en la ventana con los ojos clavados en la torre de la R imaginando que la veía. Construía otro mecanismo, una máquina del tiempo, porque su hija quería viajar al futuro pero ella se conformaba con llegar a donde todo permanecía aún inalterable. Eso también lo recordaba o lo sentía con tanta claridad como lo que no podía tocarse: que había dos mitades de una vida o una vida anterior distinta que nunca fue suya o que dejó de pertenecerle, antes y después de esta casa, de manera que todavía muchas veces, en los momentos más inesperados a lo largo del día, mientras la ayudaban a vestirse o la sentaban a la mesa, se encontraba pensando de repente con total lucidez en esa brecha inaudita y preguntándose dónde estaba.

Vuelven a llamarla. Al darse la vuelta se tropieza con una pequeña mesa llena de revistas. Hojea una de ellas, repentinamente ha recordado que debe buscar algo pero ya no lo encuentra, quizá un recorte o un cupón que envió por correo hace tiempo, hay un hueco en una de las páginas con una esquina recortada. «Participe y gane esta maravillosa joya valorada en…». Son revistas de hace mucho tiempo, las fechas vuelan hacia atrás arrastradas por el pasillo. Si volviera a enviar ahora ese cupón, ¿llegaría a su destino, años atrás, alguien estaría en una oficina esperando recibirlo todavía? Cuando suene el timbre de la puerta quizá sea que vengan a entregarle el premio, porque alguien va a venir esa mañana, se lo escuchó decir a su hija mientras hablaba con aquella mujer que está tan pendiente de todo lo que hace. Van a venir a llevársela a algún sitio porque su hija está muy ocupada en su trabajo y ya no puede visitarla tanto, a lo mejor regresa a su casa de antes, junto al muro de la acequia, a lo mejor este pasillo termina justo allí, en su baranda, y sólo tiene que cruzarlo con cuidado mientras las paredes y las puertas van cubriéndose de hiedra.

A sus pies hay ahora una corriente que crece; en su término, junto a la habitación del fondo, el pico de una bata negra que tampoco reconoce como suya. Ya no es sólo niebla, es agua: cada esquina se está inundando, los tabiques se reblandecen y ella intenta mantenerlos sólidos apoyando sillas, cacerolas, libros, figuritas. Ve a un hombre vaciando estanterías, quizá pueda ayudarla a apilar imágenes y enseres que sirvan como grutas, refugios y recodos para contener la inundación.

—Señora, ¿pero qué hace? Por favor, estése quieta, no desordene las cosas.

Querría explicarle lo que está pasando —la casa se derrumba—, pero de repente tiene miedo de que llegue la luz. Cuando se haga de día vendrán a por ella y debe darse prisa para construir túneles nuevos a lo largo del pasillo; su hija tendrá que atravesar una galería de plantas y de flores, tan quietas y expectantes como ella, que aguardan con las casas dentro de los ojos, distintas cada vez, cambiando de forma. Extiende la mano creyendo que toca una cara y esa mujer la apacigua, la conduce despacio sin ver que está subiendo el nivel del agua. Tiene que poner a salvo la pequeña vela del recibidor, por favor, que no se apague, es el candil de los difuntos. ¿Su casa de antes se está derrumbando? No se atreve a preguntar, en cada habitación hay una escena empapada que se deshace: un teatrillo de sombras en las paredes de la cocina, nadadores en los azulejos blancos, los sonidos de la noche —el camión de la basura, la televisión en el salón, el tintineo de unas gafas sobre el cristal de la mesilla al acostarse— extinguiéndose.

Crecen los ruidos en la puerta de entrada y ella sabe que se aproxima la riada, que está llamando a golpes por su cauce devastado.

—¿Quién llama de esa manera a estas horas? No se mueva, voy a ver.

Y ella no se mueve, ya no le hace falta. Se queda quieta al fondo del pasillo desde donde escucha y ve el tumulto, su cuidadora abriéndole la puerta a la cascada —ella entonces teme que el nadador no pueda sortearla y sea tragado—, pero es otra mujer quien entra, preguntando, dando voces, con vecinos por detrás intentando detenerla. Cruza el recibidor como recién expulsada de un dique, ya es de día y todos los gritos suben, ahora la luz se ahueca y la ha ceñido como en la isla de sol de sus veranos. Su silueta con el camisón es blanca, casi translúcida, la visitante desciende por su camino de agua como si no temiera sumergirse, es su hija o es el río, y sus miradas se cruzan un segundo en el que la distancia parece transmutarse: está cerca y a la vez tan lejos, otro tiempo, otro planeta, acaba de llegar desde el lugar inalterable. La anciana permanece allí parada, aguardando simplemente, y antes de parpadear y que la imagen se disuelva en el corte luminoso que llega hasta sus ojos, en esa breve espera de ser alcanzada por la corriente, señala con un dedo el camino por donde debe discurrir y atravesarla.

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Autora: Gema Nieto. Título: Casas quemadas. Editorial: Plasson & Bartleboom. Venta: Todos tus libros

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