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Chantal Akerman y sus profundas tristezas

Chantal Akerman y sus profundas tristezas

Casi setenta años antes del estreno de Thelma & Louise (Ridley Scott, 1991), la francesa Germaine Dulac presentaba, en 1923, La sonriente Madame Beudet. Su asunto giraba en torno a una mujer que, para huir de un marido que no la merece y se burla de ella, interpreta al piano Jardins sous la pluie, de Claude Debussy. Es de suponer que, en sus primeros pases, aún en los días de la pantalla silente, la pieza era tocada por el pianista que acompañaba en la sala la proyección. Hablamos de un filme impresionista, incluido en el catálogo de las vanguardias. Redescubierto con entusiasmo por el feminismo de los años 70, mientras lo reponían maravilladas en la primera edición del Women’s Films, celebrada en la Nueva York de 1971, aquellas espectadoras lo entendieron como una alegoría de “la alienación opresiva de la mujer dentro del patriarcado, obligada a seguir atada un matrimonio que no la satisfacía”.

Sólo desde el atrevimiento de la ignorancia —igual de osada en todas las épocas— se puede venir ahora diciendo, como se afirma alegremente en tantos sitios, que el cine feminista arranca o tiene un clásico en Thelma & Louise. Es más, aunque tampoco suela recordarse, trece años antes de la cinta de Scott —cuyo acierto y sintonía con la sociedad de su tiempo nadie pone en duda—, el suizo Alan Tanner había estrenado otra road movie sobre dos chicas que se conocen haciendo autostop por las carreteras helvéticas: Messidor (1978). Tras dar muerte a un tipo que intenta abusar de una de ellas, se verán abocadas a una huida tan desesperada como la de Thelma & Louise. Son tantas las similitudes entre ambas cintas que a los más suspicaces les choca que Messidor no aparezca acreditada de ninguna manera en los títulos del filme de Scott.

"Hace cuarenta años la gran Chantal Akerman ya era considerada una radical dentro del cine feminista"

En ese mismo circuito de la versión original, donde los jóvenes de ambos sexos de hace cuarenta años aplaudían con entusiasmo Messidor, se estrenaron en España las primeras cintas de la realizadora belga Chantal Akerman, cuyo segundo largometraje, Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, (1975), había sido definido por el New York Times como «la primera obra maestra del cine feminista». Pero también era una cinta de fabulosas elipsis. Su realización se presentaba tan heterodoxa que alejaba a su autora totalmente de ese cine feminista venidero, que acaso sí comenzase a abrirse un hueco en la cartelera comercial tras el rotundo éxito de Thelma & Louise. Frente a ese cine feminista y comercial que en 1993 tendría uno de sus mejores ejemplos en la Jane Campion de El piano —que toca tan de cerca a La sonriente Madame Beudet, por cierto—, el cine de Akerman siempre fue la heterodoxia.

A diferencia de la corriente dominante en el de ahora, que entiende todo lo masculino como una patología y condena hasta las voces que le resultan patriarcales, aunque sean de ambos géneros, el feminismo de los años 70 y 80 —el de la Segunda Ola, creo entender— era un movimiento de liberación, un humanismo que, me atreveré a afirmar, contaba con la simpatía de todos los espectadores de Akerman, aunque su estilo, su forma de realizar, su escritura hubiera bastado a cualquier amante del buen cine para sentirse atraído por el de ella, con independencia del contenido y el sentido de su discurso. La forma hubiera sido suficiente, al margen del fondo, eso es. Porque, también me atreveré a decir, para amar plenamente el buen cine, hay que odiar los dogmas de fe y huir de ellos como de una nube de piedra. Una vez más, cumple repetir que las películas —la creación artística y literaria en general— no se ven afectadas por la ideología de sus autores.

Lo que sí me consta es que cuando Chantal Akerman visitó Madrid, para uno de aquellos encuentros entre cineastas y cinéfilos que se celebraban en la cafetería de las salas Alphaville, lo hizo como una realizadora de culto cinéfilo antes que como una realizadora feminista. Y también recuerdo que su fotografía, como la del resto de los grandes cineastas que acudieron a aquellas citas —tan próximas a los ya remotos cinefórums de los años 60— permaneció decorando las paredes del establecimiento hasta que cerró. Ya se sabía de las severas depresiones que esta autora padecía, y siempre me llamó la atención la sinceridad de su sonrisa en aquella imagen.

Ciertamente, hace ahora esos cuarenta años, que ya me separan de todo cuanto fue mi juventud, la gran Chantal ya era considerada una radical dentro del cine feminista. La comparación con su compatriota Agnès Varda —la mujer de la Nouvelle Vague— resultaba inevitable. Pero el discurso de Akerman —torturada desde niña por sus profundas tristezas— carecía por completo de la jovialidad que preside el de Varda incluso en títulos como Una canta, la otra no (1977), todo un emblema del cine feminista, y, desde luego, una obra maestra desde cualquier punto de vista.

"Chantal Akerman estaba llamada a ser una de las realizadoras más sobresalientes del cine de autor"

Akerman —quien particularmente nunca quiso que su cine se adscribiese a guetos minoritarios de ningún tipo— también se distanciaba de Margarethe von Trotta, la mujer del Nuevo Cine alemán de los años 70 que, en cintas como Schwestern, oder Die Balance des Glücks (1979) o Las hermanas alemanas (1981), había hecho algunos de los primeros retratos de la sororidad vistos en una pantalla. En Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, la gran Chantal, con unos planteamientos próximos al cinéma vérité, nos presentaba la historia de una sencilla ama de casa bruselense, aunque, eso sí, interpretada por la siempre enigmática Delphine Seyrig. Hacer cine de la supuesta nimiedad, hacer cine de esa nada aparente, que para las miradas más superficiales puede resultar la realidad, es uno de los grandes dones que se le pueden brindar a un cineasta. Más allá de las simplezas de esa historia del cine feminista que arranca en Thelma & Louise —que para mayor recochineo es obra de un hombre—, Chantal Akerman estaba llamada a ser una de las realizadoras más sobresalientes del cine de autor finisecular.

A mitad de camino entre la Nouvelle Vague, que como en todos los cineastas francófonos de su tiempo a ella le tocó muy de cerca, y el cine independiente estadounidense, que conoció durante su estancia en Nueva York a comienzos de los años 70, Akerman evolucionó desde aquellas primeras cintas dedicadas a la vindicación femenina a la experimentación formal en filmes no necesariamente narrativos. Antes de que decidiese darse muerte en su última depresión, también acabó siendo admirada como videoartista.

Chantal Akerman nació en Bruselas en 1950. Fue la suya una familia de origen hebreo. La madre de la futura realizadora fue enviada a Auschwitz junto con sus abuelos. La experiencia de su progenitora en aquel campo de exterminio, del que sus abuelos no regresaron, jugó un papel determinante en su cine, a menudo atento a la maternidad. Todo parecía estar dispuesto para que fuese su compatriota Agnès Varda —una de las grandes pioneras del cine feminista— la que hiciera brotar en Chantal el afán de filmación. Pero fue el gran Godard quien despertó en ella ese afán. La iluminación se produjo tras asistir a una proyección de Pierrot le fou (1965), una de las cumbres del cine del maestro, siendo ella aún una muchacha. Dos años después, obnubilada por las posibilidades que el cine le ofrecía, ingresó en el Institut National Supérieur des Arts du Spectacle et des Techniques de Diffusion, la escuela de cine belga. Sólo duró un año en aquel centro.

Acabado el primer curso, se puso a trabajar para poder pagarse su primer cortometraje. Saute ma ville (1968), el título de su debut, ya fue premiado en el festival de Oberhausen. Apenas terminó el montaje de aquella primera cinta, la joven Chantal se instaló en París, donde entró en contacto con los acólitos de la ya extinta Nueva Ola. Con posterioridad, instalada en Nueva York en 1972, descubrió la obra de Michael Snow, Andy Warhol y Stan Brackage, dos de los grandes del cine de vanguardia, y la propia Akerman no tardó en filmar sus primeras cintas no narrativas. Hotel Monterrey (1972) fue la más celebrada de aquellas propuestas. Rodadas siempre en 16 mm, proponían una extraña mezcla entre el hiperrealismo y el distanciamiento. Una celebración, en definitiva, del lenguaje fílmico.

"El cinco de octubre de 2015, tras haber pasado varios meses ingresada en una clínica parisina, aquejada de una de sus depresiones, decidió poner fin a sus días"

Aunque ya fue muy aplaudida en aquellas filmaciones en el underground, Akerman comenzó a sobresalir en el circuito de la versión original a su retorno a Europa con Jeanne Dielman… Regresó a la experimentación en Je, tu, il, elle (1976). Era aquella una cinta en la que se filmaba a sí misma —práctica a la que volvería con frecuencia— para mostrar una relación lésbica, desde lo que bien podrían llamarse las tres personas del verbo: el punto de vista propio, el de la amante y un tercero que vendría a ser el de la tercera persona —la objetividad—, el apunte sobre la relación en sí. Volvió al cine de personajes itinerantes e inspiración feminista en Los encuentros de Ana (1978). Protagonizada por Aurore Clément y Lea Massari, fue uno de sus pocos éxitos comerciales. .

Empleada como docente en el Institute National de l’Audiovisuel, con los años regresó a Estados Unidos para hacer una cinta tan comercial como Romance en Nueva York (1996), toda una comedia romántica protagonizada por William Hurt y Juliette Binoche. Como tantos cineastas europeos, su incursión en la pantalla comercial estadounidense, a diferencia del interés que despertaron sus comienzos próximos al underground, no respondió a las expectativas.

Ya en el último tramo de su filmografía, se inició en el cine literario adaptando al Marcel Proust de La prisionera (1925), quinta entrega de En busca del tiempo perdido, en La cautiva (2000). En esta ocasión, sí. Chantal Akerman supo estar a la altura de las circunstancias: La cautiva ha quedado como una de las mejores versiones de Proust. Y eso que, sin duda conscientes de la altura del material con el que trabajan, los realizadores cinematográficos procuran hilar fino cuando se adentran en el Tiempo perdido, y casi todas las adaptaciones de Proust son buenas.

Unas veces arriba, otras abajo, pero siempre sumida en sus profundas tristezas, Chantal Akerman también se desempeñó como escritora en títulos tal que Hall de Nuit (1997); Une famille à Bruxelles (1998) o Autoportrait, (2004). Participó en filmes colectivos como Contre l’oubli (1991) y O Estado do Mundo (2007). En 2011 adaptó a Joseph Conrad en La folie Almayer. No Home Movie (2015), su último documental, fue denostado por la crítica.

El cinco de octubre de 2015, tras haber pasado varios meses ingresada en una clínica parisina, aquejada de una de sus depresiones, decidió poner fin a sus días. La sombra del cine de Chantal Akerman abarca a cineastas tan dispares entre sí como Gus Van Sant o Michael Haneke, así como la filmografía de la realizadora de las profundas tristezas fue alcanzada por la sombra del cine del gran Godard y, en Noche y día (1991), del gran Truffaut.

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