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Comer, amar y follar

No leí Memorial, la primera novela publicada por Bryan Washington, pero Comida familiar muestra a un autor maduro y desinhibido que es capaz de meterse en todos los líos narrativos posibles y salir bien parado de ellos.

La novela es un triángulo a ratos isósceles y a ratos escaleno, nunca equilátero. Sus tres lados son tres personajes heridos de distintas formas que se cruzan de formas que ni ellos mismos son capaces de entender.

Cam, un joven afroamericano; T.J., un joven de ascendencia coreana; y Kai, el novio muerto de Cam, de ascendencia japonesa, son los tres lados de ese triángulo inestable. Los tres hablan en primera persona, repartiéndose las partes de la novela, aunque Kai, casi fantasmal, actúa como contrapunto celestial, como personaje ecuménico. Alrededor de ellos, un grupo de personajes diversos que siempre tienen personalidad y siempre tienen peso, aun cuando su participación sea episódica.

"Hacía mucho tiempo que no leía una novela LGTBIQ+ tan fresca, tan libre en todos los sentidos. Comenzando por el lenguaje"

Hacía mucho tiempo que no leía una novela LGTBIQ+ tan fresca, tan libre en todos los sentidos. Comenzando por el lenguaje. Se trata de una novela muy dialogada, llena de voces distintas y de una agilidad narrativa que casi nunca tropieza. La prosa de Washington, precisa y callejera (sería injusto no mencionar que el traductor es un grandísimo escritor, Daniel Saldaña Paris), no busca nunca deslumbrar sino acompañar: no necesita gritar para doler.

Cam se fue a vivir con TJ y su familia cuando sus padres murieron. Fueron amantes —extraños amantes— durante un tiempo. Luego, por razones que en el libro tardan en contarse, Cam se marchó a vivir a Los Ángeles, donde conoció a Kai, se enamoró de él y empezaron a vivir juntos. Pero Kai murió, y entonces Cam regresó a Houston, donde se reencuentra con TJ y trata de volver a pisar tierra firme.

Este es el marco argumental y no hay en él spoilers. Comida familiar es el relato de los vaivenes y bandazos de esos personajes en la búsqueda de esa tierra firme. Uno de ellos está anclado en el dolor, otro flota entre la huida y el apego, y el tercero, el muerto, persiste como una presencia invisible y tiránica. Su muerte no es un punto final, sino un agujero negro que arrastra al resto. Washington convierte esa ausencia (y otra ausencia: la del padre de TJ) en el motor narrativo: todo gira en torno a lo que no puede ser recuperado, pero tampoco olvidado.

Resulta llamativo —y en cierto modo perturbador— el descaro con el que Comida familiar retrata la vida gay contemporánea: encuentros sexuales casi automatizados a través de aplicaciones, una promiscuidad asumida sin conflicto, una afectividad que parece evaporarse tras cada orgasmo. Washington no maquilla ni problematiza este paisaje (o sí lo hace, pero de una manera nada moralizante); simplemente lo da por hecho, como si esa fugacidad emocional fuera la única forma posible de existencia queer en el presente.

Sin hacer de ello una proclama, la novela se adentra con naturalidad en un abanico amplio de temas complejos: las distintas formas de ser queer, las relaciones abiertas, los trastornos alimentarios, el VIH, las familias elegidas, la precariedad emocional. Nada se subraya demasiado, nada se explica de más. Washington escribe como si ya no hiciera falta ni justificar ni aclarar nada, y eso —en sí mismo— es un gesto político que debe ser agradecido.

Bajo una superficie de sexo, sarcasmo y panaderías artesanales, Comida familiar es, quizás ante todo, una novela sobre el duelo. Un duelo o varios duelos que se manifiesta a través de huidas, sustituciones y cuerpos ajenos. Washington explora distintas formas de curar —o de anestesiar— la pérdida: desde el refugio en el trabajo hasta la repetición compulsiva del deseo. No hay una redención clara, pero sí un relato de cómo se sobrevive cuando el amor se ha vuelto fantasma.

"Los personajes no se salvan, pero tampoco se detienen. Y en esa deriva, a veces sucia y casi siempre tierna, está la forma más honesta que encuentra Washington de hablar del amor, del dolor y de la necesidad de seguir"

Durante buena parte de la novela, el lector podría imaginar que Comida familiar se encamina hacia una resolución reparadora, al estilo de cierto cine de Hollywood (de hecho, Los Ángeles es una de las ciudades protagonistas del libro). Pero Washington desactiva deliberadamente esa expectativa. No hay finales cerrados ni moralejas reconfortantes. Lo que ofrece es una forma más honesta —y más amarga— de alivio: la de aceptar que algunas heridas no se curan, solo se arrastran con más dignidad.

A menudo al lector le apetece vivir dentro de la novela: trabajar en la panadería, ligar con desconocidos, discutir con Noel —el personaje no binario que siempre tiene una frase sensata o impertinente o misteriosa—, meter la pata como todos los demás… Hay algo contagioso en esa mezcla de torpeza emocional y de ganas de estar menos solos que tienen todos los personajes. Uno no siempre los entiende —a veces dan ganas de sacudirlos—, pero casi siempre apetece quedarse un rato más con ellos y abrazarlos.

“Todo va a algún sitio, incluso la mierda es arrastrada por la corriente”, escribe uno de los personajes, Cam. Esta podría ser la verdadera moraleja —si la hubiera— de Comida familiar: no hay epifanías, pero sí movimiento; no hay limpieza, pero sí renovación de las suciedades. Los personajes no se salvan, pero tampoco se detienen. Y en esa deriva, a veces sucia y casi siempre tierna, está la forma más honesta que encuentra Washington de hablar del amor, del dolor y de la necesidad de seguir.

Una novela formalmente nada naturalista, pero que se parece a la vida mucho más que la mayoría.

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Autor: Bryan Washington. Título: Comida familiar. Traducción: Daniel Saldaña París. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros

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