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Comienza a publicarse El loto azul

Otro nueve de agosto, el de 1934, hace hoy 89 años, la humanidad se dispone a vivir uno de sus momentos estelares porque un joven dibujante bruselense publica en Le Petit Vingtième —suplemento infantil del periódico conservador Le Vingtième Siècle— las primeras viñetas de El loto azul, la nueva aventura de Tintín. Hergé, su autor, es un joven sobresaliente. A sus 27 años, ya es uno de los publicistas más prestigiosos de Bélgica. Paralelamente, comienza a hacerse notar entre los grandes de la bande dessinée, una de las tradiciones historietísticas más importantes del Viejo Continente. Las cuatro aventuras de Tintín publicadas hasta la fecha —Tintín en el país de los sóviets (1929), Tintín en el Congo (1930), Tintín en América (1931), Los cigarros del faraón (1932)— han hecho del infatigable reportero de Le Petit Vingtième uno de los personajes favoritos de los pequeños lectores en lengua francesa. Consciente de ello, el padre Gosset, protector de los estudiantes chinos en Lovaina, ha pedido al historietista, ferviente católico, que no caiga en los estereotipos al uso en Occidente. En tanto, el padre Celestin —un sacerdote católico de origen chino, buen conocedor de las crueldades de la invasión japonesa de Manchuria— ha exhortado a Hergé a documentarse antes de llevar a Shanghái a quien ya es el mejor periodista del mundo.

Esos consejos de los curas —y la bonhomía del artista— han sido el origen de un ejercicio de buena voluntad inusitado en la cultura occidental de entonces. Tanto es así que puede considerarse una de las primeras apuestas por el entendimiento interracial del siglo XX.

"El Tintín maduro, el de las documentaciones proverbiales, sin parangón en toda la historia del Noveno Arte, nace en El loto azul"

“Descubrí un mundo nuevo”, recordaría Hergé muchos años después a Numa Sadoul en sus célebres conversaciones. “Es cierto. Para mí China, hasta entonces, estaba habitada por una gente extraña de ojos rasgados, personas muy crueles, que comían nidos de golondrina y tiraban a los niños al río (…). Descubrí una civilización que desconocía totalmente y, al mismo tiempo, tomé conciencia de mi responsabilidad. Fue a partir de ese momento cuando empecé a interesarme por las gentes y los países a los que enviaba a Tintín”.

El Tintín maduro, el de las documentaciones proverbiales, sin parangón en toda la historia del Noveno Arte —que se llamará al cómic en lo venidero—, nace en El loto azul, cuya publicación, seriada en las páginas de Le Petit Vingtième, se prolongará hasta octubre de 1935.

Hergé que en estas viñetas, empero su juventud, se convierte en el gran maestro de la bande dessinée, cuenta para tan encomiable industria con la ayuda de un amigo, Tchang Tchong Yen, un joven estudiante de arte en la Universidad de Lovaina. Tchang, quien junto a Al Capone será el único personaje que aparecerá con su propio nombre en las aventuras de Tintín, se aplicará con esmero en la realización de los numerosos carteles, escritos en chino mandarín, que aparecen en las distintas viñetas. Así, en aquella en la que el infatigable reportero de Le Petit Vingtième le rompe el bastón a Gibbons, el americano que golpea a un chino, leemos: “Abajo el imperialismo”.

"Tintín, a diferencia del común de los europeos, abiertamente favorables a los japoneses, fue el primer occidental que tomó partido sin ambages por el pueblo chino"

Los necios, que 89 años después aún acusan de racista al gran Hergé por los estereotipos de sus álbumes anteriores —la perversidad de los soviéticos, la simpleza de los africanos, la ingenuidad de los nativos estadounidenses—, además de no haber leído las nuevas ediciones de esos mismos álbumes, en las que Hergé fue enmendando sus viñetas más reprobables en la medida de lo posible, no saben que Tintín, a diferencia del común de los europeos, abiertamente favorables a los japoneses —cuyo imperio había sido aliado de Francia e Inglaterra en los últimos conflictos internacionales—, fue el primer occidental que tomó partido sin ambages por el pueblo chino. Quienes acusan a Hergé por inercia vuelven a ser los enanos que critican a Gulliver.

“Yo aún diría más”, vaya recordando la coletilla de Hernández y Fernández en las entrañables traducciones españolas de las aventuras de Tintín debidas a Conchita Zendrera: un Gulliver que, entendiendo por tal el nuevo rumbo tomado por la obra de Hergé con la publicación de El loto azul, bien podría ser un símbolo, un mojón de ese camino al entendimiento con los pueblos colonizados y discriminados que, tras la guerra, habría de emprender en toda Europa esa derecha católica de la que el historietista procedía. Así se escribe la historia.

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