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Cómo formé el puzle de mi novela

Cómo formé el puzle de mi novela

Todo empezó con una fotografía. Una fotografía muy antigua.

Es cierto que ésta cubría toda la pared del fondo del comedor y no pasaba desapercibida. Sin embargo, el resto de los huéspedes (del antiguo seminario donde nos alojábamos) desfilaban por delante ignorándola, como si solo les importara su café con leche y los croissants resecos que llevaban sobre la bandeja de desayuno. Por el contrario, yo estaba enfrente de ella desde hacía ya sus buenos quince minutos, sin hacer un movimiento, indiferente al vaso de zumo de naranja que sostenía en mi mano.

La fotografía de color sepia estaba quemada en las puntas. Retrataba a un grupo de jóvenes seminaristas de principios del siglo XX. Los muchachos (alrededor de una docena) llevaban una especie de capas y chisteras. Posaban bajo la arcada de un pasillo como si el fotógrafo les hubiera sorprendido de camino a clase. Hasta aquí todo era normal, pero lo que había hecho que me quedara absorto contemplando aquella imagen, de tal forma que ya había provocado la inquietud de una familia que ocupaba la mesa contigua, eran sus expresiones.

"Aquello que había percibido en aquella vieja fotografía era tan solo un eco del pasado. Sus inquietudes, sus sueños y esperanzas"

En el centro, tres de aquellos estudiantes miraban con suficiencia hacia la cámara. Su gesto transmitía arrogancia y vanidad sin disimulo. A su derecha, un par de ellos observaban al fotógrafo con estremecedora frialdad. Algo más atrás, uno de los estudiantes se ocultaba para evitar mostrar su rostro. Al lado contrario se situaba otro, robusto, de baja estatura, cuyos ojos quedaban ocultos por el sombrero e introducía la mano en su abrigo como si fuera a coger un arma. Al fondo, casi tapado por sus compañeros, uno, más joven que los demás, miraba de reojo con gesto atemorizado… Así todos, hasta completar los doce. El fotógrafo había conseguido captar el verdadero rostro de aquellos jóvenes y aquellas expresiones tan crudas, tan inesperadas, me golpeaban y estremecían una y otra vez con la cadencia de las olas.

Por fortuna, mi hija se acercó para rescatarme, y tirándome de la manga de la camisa hizo que volviera en mí. En la mesa me esperaban impacientes. Desayuné apenas interviniendo en la conversación. No dejaba de preguntarme por lo que había visto. De vez en cuando dirigía la mirada hacia la pared del fondo y luego volvía a refugiarme en mis pensamientos.

¿Quiénes eran aquellos muchachos? Todos estaban muertos hacía tiempo. Aquello que había percibido en aquella vieja fotografía era tan solo un eco del pasado. Sus inquietudes, sus sueños y esperanzas, todo había desaparecido con ellos. Pero ¿cómo habían sido sus vidas? ¿Qué relaciones mantenían? Y sobre todo, ¿qué había detrás de aquellas expresiones?

Mientras depositábamos las bandejas vacías en su lugar y salíamos del comedor, me di cuenta de que allí había una historia, aunque todavía no sabía cuál.

Abandonamos el seminario y seguimos viaje.

"En todo ese tiempo, mi cabeza no dejaba de dar vueltas y más vueltas a la vieja fotografía del seminario"

Remontamos el río Llobregat durante los siguientes días y visitamos algunas de las antiguas colonias industriales que encontrábamos a nuestro paso. La historia de aquellos lugares tan desconocidos para buena parte del país me fascinó. Las colonias son conglomerados formados, usualmente, por una gran fábrica, la mansión del patrón, las casas de los trabajadores y todo aquello que hiciera falta para ser autosuficientes: lavaderos, comercios, escuela, iglesia, campo de fútbol… Actualmente, en su mayoría, las colonias están abandonadas e invadidas por la maleza, lejos de sus años de esplendor. Recorrí una de las viviendas vacías de los obreros y pensaba en las personas que las habitaron. ¿Cómo había sido vivir allí? Sin querer, mi mente empezaba a esbozar las primeras piezas de un puzle cuya imagen completa seguía a oscuras.

Dejamos el valle atrás y nos aproximamos a los Pirineos, nuestra verdadera meta.

La temperatura descendió y el aroma que traía el aire cambió, volviéndose más puro y salvaje. El paisaje a nuestro alrededor era cada vez más hermoso, pero también agreste y, de algún modo, amenazador. Nos acercábamos al cielo hasta el punto de que teníamos la sensación de poder tocar las nubes. Los árboles se retorcían y formaban bosques oscuros e intrincados entre rocas de gran tamaño que parecían lanzadas desde las mismas cumbres de la montaña. Me sorprendí cerrando con fuerza los puños alrededor del volante, y entonces me di cuenta. Había encontrado otra pieza de mi puzle. Una muy importante: el escenario de mi siguiente novela.

Durante los días que siguieron recorrimos arriba y abajo aquellas montañas. Visitamos tres o cuatro pueblos recónditos, anduvimos por senderos y alcanzamos un par de cumbres. En todo ese tiempo, mi cabeza no dejaba de dar vueltas y más vueltas a la vieja fotografía del seminario, a las colonias industriales y a todo lo que me rodeaba. Me parecía oír el chirrido de los engranajes de mi cerebro mientras empezaba a unir piezas, cómo poco a poco iba abriéndose camino una idea tras otra, una escena tras otra, e iba tomando forma una trama que durante los siguientes meses me haría descubrir la trágica historia de la huida de los judíos a través de las montañas, las tenebrosas galerías de los búnkeres abandonados de la Línea P o que me haría conocer a Álex Serra, la inestable protagonista de una novela que iba a ocupar una buena parte de mi vida.

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Autor: Jordi Llobregat. TítuloNo hay luz bajo la nieveEditorial: Destino. VentaAmazonFnac y Casa del Libro

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