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Cómo ser un lector sofisticado

Cómo ser un lector sofisticado

Hace dos o tres años vi en la mesa de una biblioteca un par de títulos sobre cómo hablar de libros que no se han leído. Me sorprendió muchísimo. Pensé que cuando incluso en la biblioteca pública aprueban e incluso exhiben con tanto orgullo títulos así, ya podemos arrojar la toalla en la lucha por fomentar la lectura.

Recientemente he descubierto otro libro similar, y acaso fuera este uno de los que viera en esa biblioteca. Se trata de Comment parler des livres que l’on n’a pas lus, de Pierre Bayard (en español, Cómo hablar de los libros que no se han leído, Anagrama 2008). El título ya no me escandaliza, al contrario, aunque sigo pensando que es engañoso. Es de los que yo no leería pero atraen a las masas porque parece prometer una solución rápida, un quick fix, como dirían en inglés. Quizá por eso se convirtiera en un éxito de ventas en Francia. Tiendo a pensar que su autor, profesor de universidad además de psicoanalista, empleó una buena dosis de psicología para conseguir el éxito de su obra, que no es en modo alguno un libro de autoayuda sino un ensayo serio (con toques de humor), fruto de amplios conocimientos y reflexión —según los que lo han leído—.

Empieza con una cita de Oscar Wilde, el maestro del ingenio: «Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia». A continuación, en el prólogo, Bayard explica que nació en un entorno en el que se leía poco y que «no aprecio en modo alguno esa actividad».

"En esos tiempos, anteriores al boom de Google, en Estados Unidos los estudiantes recurrían a las valiosísimas Cliff Notes, que yo descubrí durante mi estancia allí también en la universidad."

Me cuesta horrores creer esta afirmación viniendo de un profesor de universidad que imparte clases de literatura, pero hay que matizar a qué se refiere con la actividad de leer: a leer por placer, lo que hacemos los lectores no sofisticados. Él, en cambio, es un «no lector» profesional. Como profesor se ha «encontrado en situaciones delicadas en las que me he visto apremiado a pronunciarme a propósito de libros que no he leído» y «me es imposible escapar a la obligación de comentar libros que la mayoría de las veces ni siquiera he abierto. Es verdad que ese es también el caso de gran parte de los estudiantes que me escuchan, pero bastaría con que uno solo de ellos hubiera tenido la ocasión de leer el libro del que hablo para que mi curso se viera afectado por ello y estuviera expuesto en todo momento a padecer una situación embarazosa».

Es curioso y valiente que un profesor universitario publique un libro con tal confesión. En mi inocencia de estudiante nunca se me habría ocurrido sospechar que los profesores no habían leído lo que era obligatorio para los estudiantes. Como en esa época casi cualquier libro me era placentero, durante la carrera de Filología Inglesa me presenté a los exámenes habiendo cumplido con mis lecturas. Pero recuerdo el asombro y hasta admiración que sentía por aquellos que no leían los libros y aun así lograban engañar a los profesores y hasta sacar notas más altas. Imagino que me pareció injusto, pero ahora, dándole la razón a Bayard, ya no lo veo así. Después de todo, yo leía los libros, los disfrutaba y formaba mi propia opinión, mientras que los que no los leían dedicaban un tiempo considerable (y quizá desagradable) a leer las opiniones y críticas de otros que habían reflexionado sobre ellos con más sabiduría y ganas. En esos tiempos, anteriores al boom de Google, en Estados Unidos los estudiantes recurrían a las valiosísimas Cliff Notes, que yo descubrí durante mi estancia allí también en la universidad. Al volver a Barcelona, vi que las famosas libretitas de tapas amarillas y negras me habían precedido en el viaje y pasaban de mano en mano como material de contrabando.

Hace poco, cuando nos reunimos por primera vez las amigas que decidimos formar un club de lectura, me topé de cara con un lector sofisticado. Se trata del marido de una de ellas, que accedió a acompañarnos a una cena y charla con la autora de la novela que habíamos leído. Me pasé por su casa para recogerlos y mientras esperábamos a que ella se acabara de arreglar, el marido me contó su impresión del libro. Enseguida me quedé con la boca abierta ante la profundidad de sus conclusiones. Le dije: «Sí que has dedicado tiempo a pensar en el libro. La verdad es que yo no le he dado tantas vueltas». Me devolvió la mirada incrédula ante lo fácil que había sido engañarme, estalló en carcajadas y confesó: «Todo lo que te acabo de decir lo he leído en diez minutos en internet».

"Para Bayard, un verdadero lector es sencillamente uno a quien le importa poder reflexionar sobre literatura. Los lectores tienen que ser creativos porque leer significa interpretar, reescribir lo que se lee."

De la misma manera, Bayard explica cómo ha conseguido alcanzar su vasto conocimiento sobre literatura: «Si quieren saber cómo conozco cada libro aquí, ¡puedo decírselo! Porque no he leído ninguno de ellos». Para él, la cultura consiste en ser capaz de ocultar la propia ignorancia y es «por encima de todo una cuestión de orientación. Ser cultivado significa no haber leído ningún libro en particular pero ser capaz de encontrar tu rumbo entre los libros como un sistema en el que tienes que localizar cada elemento en relación al resto». Asimismo, afirma que hablar de libros que no has leído es una actividad auténticamente creativa, elemento importante para los que se quieren dedicar a la literatura: «Toda educación debería esforzarse en ayudar a los que la reciben a adquirir suficiente libertad en relación a las obras de arte para llegar a ser ellos mismos escritores y artistas». Argumenta que a pesar de la importancia que la sociedad da a la lectura, la mayoría de gente, incluso dentro de la élite literaria, miente en este campo tanto como en el del sexo o el dinero. Después de todo, para qué perder el tiempo en leer a los clásicos, una actividad que para tantos lectores no es placentera. Además, incluso una persona que lee muchísimo —pongamos que tres libros por semana— nunca conseguirá completar más de unos miles entre los millones de libros que existen.

Para Bayard, un verdadero lector es sencillamente uno a quien «le importa poder reflexionar sobre literatura». Los lectores tienen que ser creativos porque leer significa interpretar, reescribir lo que se lee; cada lector está sujeto a su propio «libro interior». La veracidad de esta afirmación es indiscutible y algo que comprobamos repetidamente al contrastar las diferentes opiniones e interpretaciones que tienen los lectores sobre un mismo libro. Por eso, para saber de literatura no es necesario leer sino solo tener una vaga idea sobre el libro y su lugar en la biblioteca colectiva. Eso es ser un lector sofisticado.

Los lectores que leemos por placer no somos sofisticados y probablemente sepamos poco sobre literatura. Me incluyo entre estos a pesar de que he disfrutado con la lectura de los clásicos y aún lo hago de vez en cuando. Hago esta aclaración porque me pasa que si alguien me pregunta qué estoy leyendo y respondo Madame Bovary, Guerra y paz o un libro de divulgación científica, mi interlocutor me responde que no lee de eso porque solo lee por placer. Y respondo: «Yo también leo solo por placer». Por tanto, olvido. Olvido muchísimo de lo que leo. Para Bayard, leer es inevitablemente olvidar. Y me ocurre a menudo que pasado el tiempo no tengo nada que decir sobre un libro que he disfrutado muchísimo, porque no me acuerdo de casi nada, solo de eso: que me encantó. Por eso, para ser un lector sofisticado es mejor no leer.

"Por casualidad me he topado con un artículo de Umberto Eco en el que habla de cómo Bayard introduce inexactitudes en los resúmenes de su famosa novela y otras dos obras conocidas, de Graham Greene y David Lodge respectivamente."

Me ocurrió que olvidé casi todo sobre El nombre de la rosa, que leí a los diecisiete años y me encandiló. Extrañamente, sí recuerdo el sillón marrón del salón de casa de mis padres donde me pasaba hasta las tres de la madrugada leyendo. Hace unos días, comentando esta novela con un amigo, me sorprendió que él recordara cosas que habían desaparecido de mi memoria y viceversa. Incluso llegamos a dudar de la palabra de cada uno, aunque nos habíamos encontrado en situaciones similares con otras novelas.

Por casualidad me he topado con un artículo de Umberto Eco —reunido en su obra póstuma Pape Satàn Aleppe. Chronache di una società liquida (en español, De la estupidez a la locura: Crónicas para el futuro que nos espera, Lumen, 2016)— en el que habla de cómo Bayard introduce inexactitudes en los resúmenes de su famosa novela y otras dos obras conocidas, de Graham Greene y David Lodge respectivamente. Al final del libro, Bayard reconoce haber incluido esos errores para demostrar que incluso aquellos que sí han leído las obras no se percatan de ellos, y se defiende así: «No me he inventado nada… Estaba diciendo una verdad subjetiva». Lo curioso, escribe Eco, es que «cuando los leí, inmediatamente me di cuenta del error concerniente a Graham Greene, tuve dudas sobre el de David Lodge, pero no noté el error en mi propio libro». Continúa Eco suponiendo que esto se debe a que no ha leído el libro de Bayard con atención, solo por encima. Y concluye con una observación para él más interesante: «Bayard no se ha dado cuenta de que, al confesar sus tres errores intencionados, asume implícitamente que una manera de leer es más correcta que las otras, así que lleva a cabo un estudio meticuloso de los libros que cita para apoyar su teoría de no leerlos. La contradicción es tan clara que uno se pregunta si Bayard ha leído el libro que ha escrito».

"Por el contrario, sí leí, también en esos años mozos, el Cantar de mio Cid y La Regenta, por mencionar dos que devoré con ganas y sin obligación y de los que hoy podría decir poco sin consultar antes con Wikipedia."

Varios pensadores han opinado que en la era en la que vivimos, donde cualquier tipo de conocimiento —o sea, educación— está al otro lado de la pantalla, nunca ha sido tan fácil aparentar saber sobre lo que en realidad no se sabe nada. Quien quiera saber de libros aquí tiene la solución. Yo me contento con seguir leyendo por placer, y también confieso (aunque me avergüenza —a Bayard no—) que no he leído Ulysses de James Joyce. Y recuerdo la primera vez que alguien se escandalizó con esta confesión y me dijo: «¡¿Estudias Filología Inglesa y no has leído el Ulises?!». Tenía diecinueve años y estuve de acuerdo en que eso era inadmisible, así que me puse a la labor. Creo que nunca dormí tanto como las múltiples veces que acometí esa lectura, que inicié varias veces cada dieciséis de junio. Qué puedo decir: me resultaba soporífera, aunque es injusto valorar así toda la novela porque jamás conseguí pasar de las primeras cincuenta páginas. Sin embargo, si tuviera que escribir un artículo sobre ella, podría hacerlo con confianza. Todavía no me he rendido; quizá vuelva a intentarlo el siguiente Bloomsday. Por el contrario, sí leí, también en esos años mozos, el Cantar de mio Cid y La Regenta, por mencionar dos que devoré con ganas y sin obligación y de los que hoy podría decir poco sin consultar antes con Wikipedia.

Para concluir y resumiendo, existen al menos dos tipos de lectores: los que abarcan y retienen conocimientos para poder regurgitarlos y aprobar exámenes o despertar admiración en una cena con amigos y los que disfrutan leyendo, olvidan y no aprobarían un examen de literatura pero sacarían matrícula en empatía.

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