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Concurso de historias rurales: primeros 10 seleccionados

Concurso de historias rurales: primeros 10 seleccionados

A lo largo de las dos últimas semanas, centenares de usuarios han participado en el concurso de historias rurales, convocado el pasado 6 de octubre, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. El fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, se emitirá este mismo viernes, desvelándose el nombre del ganador y de los dos finalistas. El autor de la mejor historia ganará un premio de 1.000 euros. Además, los autores de las dos historias finalistas restantes ganarán un premio de 500 euros.

Desde el 6 de octubre hasta el 18 del mismo mes, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias en las que el mundo rural cobra el protagonismo desde todas las miradas posibles.

A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

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1. La leona

Miguel Rodríguez

El pueblo entero estaba revolucionado. ¡Una leona suelta por el municipio! En el caño, justo en el esquinazo de la Regadera baja, las mujeres no hablaban de otra cosa. Me ha dicho mi nuera que la vieron ayer asomada a la ermita, gritaba Dolores, que como era mayor y estaba casi sorda todo lo voceaba. Pues mi Remigio dice que eso son habladurías, que el circo sólo quiere darse publicidad, respondía Virtudes repitiendo como de costumbre la opinión de su marido. La monicipalidá ha puesto cepos en el río, p’a ver si pilla a la mala bicha p’ahí, sostenía Soledad, la chismosa oficial de la vecindad. Cuando todas tuvieron los cántaros bien llenos echaron un rezo rápido —petición del cura en la última homilía—, y se refugiaron cada una en su casa: batipuertas cerradas y trancos echados. Candelario vivía un estado de sitio.

Todos los hombres mayores de dieciséis años se turnaban en salidas para peinar el monte y tratar de dar con el peligroso felino. En grupos de tres y bien organizados por la Guardia Civil, caminaban agazapados noche y día por los alrededores del pueblo armados con revólveres, pistolas y trabucos. Los niños, por su parte, intentaban sin demasiado éxito burlar el confinamiento al que sus madres les habían sometido. Para ellos la leona era un ser casi mitológico de ojos fantásticos, dientes enormes y garras tan grandes como para servirles de asiento. Y cómo no, ellos iban a domar a la bestia. Albertín, el hijo de Virtudes, era el único que parecía no sentir el osado valor del resto de chiquillos; menos brutote que sus amigos, recelaba de sus escaramuzas hasta la Cruz del herrerito, donde se agazapaban entre arbustos hasta el anochecer para ver quién era el más valiente. Por supuesto contaban con la tunda que les esperaba en casa, pero poco les importaba. A su edad el mundo era tan joven como ellos, lleno de mágicos prodigios que conquistar.

Por las tardes, las estrechas calles de Candelario ululaban desiertas acompañando el suave caer del agua de las regaderas, brillantes como chorros de plata nacidos en los neveros de la sierra. La solidez de los muros de roca contrastaba con el recelo de los habitantes, temerosos de encontrarse a la hambrienta fiera acechando en cualquier esquina. La realidad, como de costumbre, era mucho más sencilla: los únicos felinos a los que temer eran los gatos callejeros, marrones, blancos y negros, atigrados o con motas, que encontraban en el miedo de las gentes la excusa perfecta para expandir sus dominios. La parte norte, desde las eras hasta la ermita, era el territorio de la banda del Guapo motitas. El Guapo era un korat gris con la cola salpicada de pelos negros que tenía mucho éxito en las épocas de celo. Entre el Humilladero y la Costanilla aguantaban los peleones del oeste, una camada de siete hermanos que se habían hecho su lugar guardando vasallaje al motitas. Al otro lado del pueblo, llegando hasta la linde del río, estaba el matriarcado de la Tuerta, una vieja gata con un solo ojo conocida por su mezcla de zalamerías y bufidos roncos, que nunca presagiaban nada bueno. Y por último, en las casas del sur, el pillo Óliver se había erigido líder de una escisión de la banda de la Tuerta manteniendo al mismo tiempo su cómoda existencia de gato doméstico.

Con la llegada del atardecer todo el pueblo aguzaba el oído para ver si se escuchaba algún ruido fuera de lo normal, llegando incluso a mandar callar a los niños en cuanto algo se movía fuera. Lo que no se imaginaban los vecinos de Candelario era que, mientras ellos buscaban un felino imaginario en el monte, decenas de ellos acechaban en la oscuridad midiéndose en violentas batallas campales en las que los bufidos resonaban como si de los rugidos de una leona se tratasen.

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2. Chusca

Antonio Fernández Jiménez

Dio un silbido en el umbral de la vieja caseta y la criatura abrió los pesados párpados de legañas en la oscuridad. «¡Chusca!», gritó él. Y ella, al reconocer la voz, se incorporó por encima de sus fuerzas -«ya no puede»-, y deambuló levantando polvareda del suelo de tierra; bordeó sus viejas camas de capazos de esparto que él había hecho para ella, pero donde ya no dormía; culebreó los tobillos de los azadones de aspecto óseo; pasó por debajo de las cadenas colganderas como tripas negras de la Derby abandonada, y salió de aquel rincón lóbrego del cobertizo.

«¡Chusca!», le decía en cuclillas, apartándole telarañas de su hocico, acariciándole la cerviz y el lomo. Ella no se engarbaba como otras veces, pero le arañaba los pantalones de tergal como para decirle que aún estaba viva, y le miraba con ojos dóciles y adormilados. «¿Damos una vuelta?». La cola de la criatura se movió ahora pesadamente, de este a oeste, como un parabrisas, y cuando torció la mirada hacia las puertas abiertas del maletero de la C15 pensó ella, inocentemente, que irían al valle para correr en los bancales yermos. En ese momento le buscó el bulto en las costillas, que parecía una pelota de tenis. Y cuando se lo tocó, ella ahogó un ladrido sordo y hundió de pronto la cabeza tratando de zafarse de sus manos. «¡Chusca, ven!». Se había alejado, perdiéndose de nuevo en la oscuridad.

Alzó los ojos al cielo de nubes bajas. El día era gris, no terminaba de despuntar. Enseguida volvió a silbar. Obediente, sin rencor, cabizbaja, la Chusca salió otra vez. «Muy bien, hija, así». No pudo dar el brinco para subir al maletero de la C15 y él la tuvo que coger en brazos con suma delicadeza para acomodarla entre azadones con barro seco en el filo. Pasaron por un gran valle con extensiones de viña, y él recordó con nostalgia esas otras mañanas con la imagen feliz de la Chusca en el espejo retrovisor, emocionada por desfogarse correteando los viñedos, la larga lengua rosada, las orejas gachas como paños de lana, la piel de arena de mar, los ojos negros y vivos. Ahora, la Chusca dormía.

El pueblo parecía escalar como una lengüeta blanca las faldas de un monte. Redujo la marcha, subió una cuesta empedrada, llegó a la plaza y aparcó frente a la taberna. «La perra te vino enferma, digas lo que digas». El tabernero limpiaba la barra con una bayeta y se reafirmaba en su opinión de que a la Chusca la habían abandonado en el campo defectuosa y con los días contados. Preguntó al tabernero cuánto le quedaba a su hijo para llegar. «Viene de seguida», y en ese instante vio una sombra en la ventana. «Está ahí, de hecho. Vamos. Sácala del coche».

El hijo del tabernero era veterinario y habían quedado aquella mañana para examinar a la perra. Cuando cogió a la Chusca en brazos y entraron a aquella saleta como de consulta de hospital, que olía a pienso y lindaba con la taberna, no pudo remediar acordarse de aquella mañana cuando vendimiaba en el valle y se encontró entre dos cepas con el cachorro abandonado y tembloroso. Él nunca había sido de tener perros por capricho, pero de la Chusca se chifló nada más verla. Ella empezó a saltarle y a él le hacía gracia, y la bautizó sin querer: «Qué chusca es». La montó en la C15 y se hicieron inseparables. Hasta las tareas más sacrificadas del campo se le antojaban más llevaderas con la Chusca a su lado. Le seguía a todos lados. Él le hablaba de cada faena que iba haciendo en la huerta, y hasta le contaba historias de su pasado cuando se recostaba en la mecedora de la marquesina en los plácidos descansos del atardecer, como si realmente creyera que ella le escuchaba y le curaba la soledad. Pero una mañana empezó a no salir del cobertizo, donde dormía la criatura. Sospechó cuando silbó en el umbral y no la sintió. Se arrimó y no la vio en su capazo, sino en una postura difícil sobre el suelo de tierra, como si se hubiese caído y luego no hubiera podido incorporarse. En el costado le crecía aquel bulto. «¿Como una pelota de tenis, dices? Eso tiene que verlo mi hijo, no vaya a ser que te pegue una enfermedad», le dijo el tabernero por aquel entonces.

Y ahora la sostenía en brazos y se acordaba de todo aquello. La Chusca ni se movió cuando la recostaron en la camilla, ni se quejó cuando el hijo del tabernero le tentó primero el vientre, cerca de la hilera de mamas. Pero cuando palpó cerca del pulmón, la pobre criatura emitió un alarido espantoso, y él estriñó la cara tal cual si le doliera en sus mismas entrañas. Viendo que pasaba rato y que su hijo no decía nada, su padre le preguntó: «¿Qué tiene la perra, entonces?». «Un tumor», respondió severo. Él encajó los dientes y se le cerró la garganta. El tabernero le repitió: «Ya te lo dije, esta perra te vino enferma». Luego se giró hacia su hijo y le preguntó: «¿Y cuánto le queda?». «Nada, está muriéndose».

Al cabo de un rato salieron a la calle. Le pareció que el aire le atravesaba sus ojos rebalsados en un líquido espeso como el almíbar. «¿No quieres que te ayude con eso?», le preguntó el tabernero. Él agarraba ahora entre sus brazos una caja de cartón con el cuerpo muerto de su Chusca dentro. Le habían inyectado la eutanasia. «Gracias por todo», dijo y se marchó en su C15. Enseguida llegó al valle y cavó un hoyo en el mismo rincón donde encontró a la criatura tres años atrás. Sentía un vacío inexplicable, como si todo ese remanso de tiempo al lado del animal jamás hubiese existido. «Adiós, Chusca», repetía mientras espalmaba la tierra con mecánicos golpes de azadón y luego se alejó de allí bajo un cielo de cenizas.

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3. Pintar la pared, sin falta

David Díez Ibáñez

Te hacía raro oír la charanga, oírla desde dentro de casa. Lucien había arañado las paredes de la entrada como cuando era un cachorro y ahora tocaba pintar todo aquello, no importaba, no tenía ganas de bailar este año. A la mañana había pasado por la peña, los primeros foranos estaban empezando a llegar: Marcos, Sandra y su hermana, María… el resto llegarían por la tarde después de trabajar o quizá al día siguiente. Ya les dije, no contéis conmigo para beber, ya me las apañaré. Los de aquí saben por qué, yo no les he dicho nada, no hablo de ella, pero es como si me olisquearan, nos vemos demasiado los cuatro que pasamos aquí todo el año como para que no lo sepan. Mario en una silla descolorida tomaba el sol a la entrada del local, me saludó al pasar sin abrir los ojos.

Cogí la cuesta hacia la iglesia para bajar por el otro costado, odiaba el camino de rivera que bordeaba el pueblo y pasaba por la piscina. Desde la parte de atrás de la iglesia se abría un mirador a los recodos del río y a las lomas ásperas de más allá. Nuestros campos, justo en el borde de la zona irrigada, se veían al norte, tirando hacia la pardina. No me paré a mirar, ya lo había visto muchas veces. De bajada me dio la sensación de que andaba enfadado, paré en el cruce de las dos calles y me senté un momento en el banco de casa Lupán. Doña Ana saldría enseguida, no me apetecía hablar, pero aguanté allí un instante. Ese banco tenía una cualidad: no recordaba haber estado aquí con ella. Maldita sea, este pueblo es demasiado pequeño, su presencia ha impregnado todos los rincones. De vuelta en casa, Lucien me recibió con las orejas caídas, más le valía después de semejante zancocho.

El pueblo en fiestas era como una bestia desperezándose. El primer día, íntimo, nos sacaba a los lugareños de las casas y por una vez hacíamos frente al sol para recibir a los urbanitas. Era un buen día en realidad, la panadería hacía dulces para celebrar y las casas se llenaban. Yo mismo había sido uno de esos que volvían durante mis años de universidad. Por la tarde tocaba la primera ronda de la charanga y esa noche se bebía más tranquilo, sabiendo lo que estaba por llegar. Este año era distinto, claro, no sabía si ella iba a venir. Había aparecido de repente cuando críos, con esa naturalidad que da la infancia. Un verano tras otro jugó y creció con nosotros. No era la única, la mayoría eran de fuera, de la ciudad. Un año fue reina de fiestas y otro nos presentó a su novio de entonces, qué nerviosa estuvo aquel verano. Siempre tuvo lo mejor de ambos mundos, la libertad, la confianza de un pueblo pequeño como este y las luces y las luchas de la gran ciudad. En la piscina, donde con dieciséis o diecisiete años pasaba casi todo el día con sus primas, nos miraba saltar, fingía prestarnos atención. Se juntaba siempre con Mario, Adán, Lorenzo y los demás como si buscara nuestro bullicio, nuestra estúpida forma de llamar la atención aunque nunca dejó que la tiráramos a la piscina como solíamos hacer con las demás. En los concursos para niños de la mañana del domingo siempre bajaba a ayudar y cuando nos tocaba a nosotros, a eso de las doce, se metía con el que ganaba. Tenía una forma curiosa de lanzar pullas, irónica, con palabras sedosas y mirada punzante. Para nosotros era parte fundamental del premio.

Cuando todos empezamos a trabajar la cosa se complicó, supongo. Cada año faltaba alguno de la pandilla, muchos venían ya solo el finde y comenzaron a llegar los niños. Ella no, todos estos años ha pasado aquí del primer al último día de fiestas, no importaba quién hubiera. Y así el año pasado nos vimos una tarde de sol en la piscina los cinco o seis que quedábamos, todo el día allí hablando bajito, reposando. Normalmente nuestros temas giraban en torno al trabajo, las parejas y ahora los niños. Aquel día no, volvimos la vista atrás y soltamos lo que en su momento no habíamos llegado a decir. Fue reconfortante vernos así, desapegados de lo que fuimos y herederos de todo aquello. Era lógico que confesara, fui directo y humilde y hablé con alivio. Ella no se mostró sorprendida pero conforme mis palabras iban saliendo su rostro se endurecía, dejó de mirarme. Yo estaba concentrado en una brizna brillante de césped, el interlocutor perfecto. Cuando las palabras se agotaron ella ya se había ido, su hueco en la toalla lo ocupaba un círculo perfecto de sol.

Fue su única reacción y los días siguientes fueron tan normales como los más felices del verano, ya no éramos unos chiquillos. Al llegar el último día se despidió de mí y prometimos vernos al verano siguiente. Hoy es ese siguiente verano y por primera vez no sé si vendrá. Mirando el destrozo me dije:

–Al menos esta pared lucirá como antes.

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4. El último cigarrillo

Sergio Martínez Rubio

–Está a punto de llegar –me dice Juanito en voz baja mirando el horizonte con las manos en los bolsillos. Yo vuelvo a mirar el reloj de la estación, casi oxidado, mientras termino de liar el último cigarrillo que nos queda. Me lo llevo suavemente a la boca y, antes de encenderlo, arrugo el paquete decidido, lo coloco justo en el centro de mi cara y apunto a la papelera.

–Si entra –le digo a Juanito cerrando un ojo –es que vendrá.

Él me sonríe y acerca la oreja a los raíles.

–Ya lo escucho a lo lejos –añade confiado en el mismo instante en el que la bola de papel comienza a volar alejándose de mí.

Al caer el sol, Juanito vuelve a perder sus manos en los bolsillos.

–Tendría que haber lanzado yo –me dice muy serio mirándome de reojo sentado en un raíl. Después vuelve a mirar el horizonte haciendo el gesto de fumar un cigarrillo invisible.

Aunque seguimos viniendo todas las tardes a la estación, han pasado dos semanas y casi hemos perdido la esperanza de salir del pueblo también este año. Quizá la siguiente primavera.

–Tendría que haber lanzado yo –me repite cada tarde al abandonar la estación hasta mañana.

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5. Adiós, niño lobo

Javier Celada Pérez

Mi madre decía que al niño lobo la luna le traía sin cuidado, pero yo, por si acaso, las noches de plenilunio las pasaba en vela mirándole gruñir, durmiendo en la cama de al lado. Miedo no tenía, que él solo era un renacuajo y yo un mozo ya espigao, aunque algo de resquemor sí, porque desde aquel domingo que mi padre lo trajo a la casa no volvimos a saber nunca de mi hermana y mi madre ya no pudo pasar un día entero sin echar un lloro a cada rato.

Le llamamos niño lobo porque, además de criarse muy peludo y renegrío, mi padre lo encontró recién parido junto a una lobera y aullando como un animalico. A mí me extrañó mucho que siendo día de guardar se le antojase al hombre ir al monte a coger collejas con mi hermana, pero es lo que él nos dijo, y yo le creí. El caso es que al volver de misa nos encontramos al niño lobo desnudo y panza arriba junto a la lumbre y a mi padre calentando un barreño de agua y vertiendo leche con un embudo en una bota de vino. Entonces, mi madre se puso a llorar por primera vez y le dijo a mi padre que se fuera y la dejase hacer a ella y que me llevara con él al bar. Luego, en el bar, le pregunté a mi padre por la Mari, que es mi hermana, y me dijo que me callase y que ni se me ocurriese contar a nadie lo de la criatura si no quería recibir unos buenos correazos.

Al cabo de unos meses la gente nos paraba a preguntarnos por la Mari y nosotros les contábamos que estaba sirviendo en Madrid con una familia muy rica, pero que no tardaría en visitarnos, y de tantas veces repetirlo hasta me lo creí. Mi madre seguía llora que llora y yo no sabía si lo hacía por no saber de mi hermana o de ver sufrir al niño lobo, que ya le estaban saliendo los colmillos de leche y el rabito. Seguramente fue por escuchar los aullidos del niño lobo y de vernos tan tristes que comenzaron las habladurías y empezó a correr el chisme de que ocultábamos un monstruo o algo así, y que por esa razón la Mari se marchó del pueblo.

Una mañana en la escuela, la maestra, que es la persona más lista y más buena que conozco, nos dijo que todos éramos iguales y hermanos, y que, como hermanos, nos teníamos que querer y, llegado el caso, defendernos. Y esa misma tarde tuve ocasión de demostrarlo porque estando solo en la casa con el niño lobo vi llegar tras los visillos a la pareja de la guardia civil con un señor muy serio; entonces, cogí al niño lobo en brazos y le tapé la boca, luego nos subimos a la cámara y allí nos quedamos hasta que se hartaron de llamar y se fueron. Pero no sirvió de mucho porque regresaron por la noche preguntando por mi hermana y queriendo ver lo que decían que ocultábamos. Y mi madre venga a la llorera, y mi padre cagándose en el copón, aunque de nada les valió porque se los llevaron detenidos al cuartelillo. Al poco, apareció el Amalio, el hijo mayor de la pastora, con cara de malas pulgas. Mis padres odiaban al Amalio, y de un empujón entró en la casa gritando que dónde estaba la Mari y el niño de sus entrañas, y era verdad que un aire se daba al niño lobo —pensé yo—, y en ese pensamiento me arreó un guantazo y se llevó en volandas al niño lobo. Más tarde vino mi madre y me dijo que no esperase a padre porque estaba haciendo un declaramiento, y cuando yo le conté lo ocurrido paró en seco de llorar y se fue a buscar la escopeta y las llaves de la furgoneta de mi padre.

De que llegamos a la casa del Amalio, nos lo encontramos tirado sobre la banca de la cocina todo lo grande que era, tenía la cara y los brazos ensangrentados y la piel y la ropa llenetica de jirones y hecha tiras. «¡Llevaos a esa bestia!», nos gritaba todo el tiempo. El niño lobo estaba agazapado entre unas de pellizas de oveja y cuando chasqueé los dedos, dio un brinco y se agarró a mis brazos. En eso mi madre me dijo que teníamos que irnos del pueblo y que padre ya nos alcanzaría y salimos tirando por los postigos.

Recuerdo que la luna estaba como un queso esa noche. De pronto mi madre se desvió de la carretera y se metió por el camino de “las lomillas”; paró, y me dijo de esperarnos en la furgoneta mientras meaba, pero la vimos santiguarse detrás de una carrasca frente a un montón de cantos blancos, y el niño lobo se fue corriendo hasta su vera y yo tras él, y allí mismo se puso a aullar y a escarbar con las uñas en la tierra y comenzó a oírse el aullido de muchos lobos, y mi madre empezó a llorar sin consuelo.

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6. El sanatorio psiquiátrico del pueblo

Samuel Gómez-Caro

El sanatorio para pacientes psiquiátricos estaba en las afueras del pueblo, escondido entre los campos de trigo. Los lugareños preferían no acercarse al viejo caserón. Habían oído demasiadas leyendas sobre las prácticas experimentales que tenían lugar en sus pasillos. Ante la simple mención del hospital psiquiátrico, las mujeres se santiguaban y los hombres bajaban la cabeza. Los pocos que acudían allí lo hacían por recomendación de un conocido. No era un problema: apenas había hueco para diez pacientes, y suficientes penurias pasaban para mantener a la plantilla de enfermeras y monjas. Los últimos meses de 1940 prometían ser crudos.

La niña llegó un día de diciembre. Nadie vio quién la dejó en el sanatorio. Cuando abrieron la puerta, todo apuntaba a que llevaba varias horas esperando fuera. Fue sor María quien la encontró. A lo lejos, se veían las luces que iluminaban las casas del poblado. El viento arrastraba los murmullos de los aldeanos que, a aquellas horas, estarían calentándose con el vino. No había coches a la vista.

—¿Cómo te llamas, preciosa? —preguntó la monja. La palpó con las manos. Estaba congelada, y tenía un aspecto verdaderamente desaliñado. No llevaba nada encima a excepción de unos harapos deshilachados. Media hora más en el frío y habría muerto de hipotermia.

La niña no contestó. Se limitó a mirar a la mujer con aquellos ojos de un azul celestial, gélidos como la nieve. Sor María tuvo que empujarla al interior del sanatorio. Cerró la puerta tras ellas y notó cómo la expresión de la pequeña se relajaba al sentir el calor de las estufas.

—¿Quién es? —preguntó otra de las hermanas, acercándose—. El paciente número cuatro ya está sedado, pasaremos la noche tranquilas.

Sor María dejó escapar una exhalación de alivio. Hacía dos noches, el paciente en cuestión había atacado a dos de las enfermeras. Por suerte, todo quedó en un susto.

—No dice su nombre —dijo, acercándose a la otra monja—. Alguien la dejó en la carretera sola, pobre nena. Solo el Señor sabe por qué habrá pasado.

—Llamaré a Clara.

Sor María asintió. Un minuto después, apareció una enfermera joven por la puerta. Clara era una mujer baja y de aspecto frágil, aunque con un corazón enorme. En unos instantes ya estaba al corriente de la situación.

—La llevaré a mi habitación. Es mejor que pase esta noche acompañada. Con suerte, se abrirá poco a poco y sabremos cómo apareció aquí.

Cogió a la niña de la mano —una mano mortecina y congelada— y la guio por el pasillo hasta uno de los cuartos pobremente iluminados. Hacía frío; el calor no llegaba tan bien como al resto del hospital, pero había dos camas y al menos esa noche tendría compañía. Clara estaba cansada de la soledad.

—Anda que no eres una niña preciosa —canturreó, mientras le colocaba. El descanso la dejaría como nueva.

—Te mataré, sucia bastarda —escuchó de pronto.

Agitada, miró a la niña, pero no había ninguna señal de que sus labios se hubiesen despegado. Permanecía inmóvil, como a la espera.

—Entra en la cama, cielo —dijo, convencida de que su cerebro había alucinado aquellas palabras. Pero aquella voz… parecía sacada del mismo infierno, una voz de ultratumba.

La niña obedeció y cerró los ojos antes de que Clara apagara la luz. Se quedó dormida al momento. La mujer no tuvo tanta suerte. Dio vueltas toda la noche en su cama, incapaz de pegar ojo. Sentía una constante intranquilidad, un desasosiego que aceleraba su corazón y oprimía sus pulmones. Las horas se eternizaron. Para cuando pudo descansar, el primer gallo de la mañana ya cantaba.

Ese día, sus compañeras se percataron de su cansancio. Clara lo achacó a la preocupación por el bienestar de la niña y pasó el día arrastrándose por los pasillos, incapaz de centrarse en sus tareas. Solo un episodio llamó su atención, a eso de las nueve, cuando ya había anochecido.

—¿Qué pasa? —preguntó Clara, al ver a su compañera agitada.

—Ha desaparecido el cuchillo de la cocina. Era el último que quedaba, el que cortaba de maravilla. No sé cómo vamos a hacer la cena ahora.

Al final improvisaron una cena rápida, con lo que quedaba en la vieja despensa, y decidieron acostarse temprano. Cuando ya estaba bajo las sábanas, la niña apareció en el umbral de la puerta.

—Cielo, me preguntaba dónde estabas.

La niña no avanzó. La iluminación del pasillo quedaba bloqueada por la niña, a excepción de algo que brillaba. ¿Qué era aquello? En la mano de la chica había algo reluciente. Dio un paso y el objeto dejó de reflejar la luz. La huerfanita —así la habían apodado— obedeció, y se metió en la cama con rapidez.

Ya sumidas en la oscuridad, se rompió el silencio.

—Esta noche morirás.

De nuevo aquella voz. ¿Realmente podían salir esas palabras de la niña?

Clara se giró en la cama en dirección a ella y la descubrió vigilándola; una mirada siniestra en sus ojos inyectados en sangre. Un rayo de luz alumbraba su cara: el azul angélico había desaparecido de sus iris, ahora negros.

«El cuchillo», pensó. ¿Y si era eso lo que relucía en el umbral?

—Te mataré —repitió.

Esta vez no cabía duda: era la niña. Su gesto se había torcido en una mueca demoníaca. Clara ahogó un grito; su instinto de supervivencia se activó: todos los residentes guardaban una navaja en la mesilla de noche. En su cabeza solo había un pensamiento: tenía que acabar con la encarnación de diablo antes de que la matara. Aferró la empuñadura con firmeza, reprimiendo su respiración agitada.

La niña la vio acercarse. Sonrió, perversa, a Clara.

Mantuvo esa sonrisa mientras la enfermera la apuñalaba una, dos, diez veces. El cuerpo inerte de la niña no la detuvo. Siguió apuñalando hasta cansarse.

A la mañana siguiente, encontraron el cuchillo desaparecido bajo la almohada de Clara. Años después, aún se hablaría en el pueblo de aquella cuidadora esquizofrénica que asesinó a una pobre huérfana al olvidarse de tomar sus medicamentos antipsicóticos.

***

7. La sed de la tierra

Elena Bethencourt

Don Benito no se explica cómo a su yerno, después de quitar varas de las vides toda la jornada, aún le quedan ganas de recorrer el cuerpo de la viuda Isabel.

Tampoco entiende cómo a ella, tras bajar hasta el fondo del barranco a por agua o a lavar la ropa de sus tres niños —cansada de la siega, la trilla o la molienda— todavía le apetezca que un hombre casado le dé placer.

No hay trozo de finca donde su hija no haya llorado su pena. Tampoco hay vereda ni plaza ni abrevadero donde no se hable de los pechos redondos como eras de la viuda Isabel. De la brillante melena que resbala y los cubre al quitarse el pañuelo negro de la cabeza. De un surco que te traga como si el amor fuera una semilla y tú el único hombre que entiende de siembra…

No, don Benito no puede permitir esta ofensa. Todo el pueblo lo sabe: el marido de su hija es infiel. Por eso le ha mandado venir y le ha ordenado que cuide de su esposa que para eso se casó con ella. Que le haga hijos que hereden, que quiere disfrutar de sus nietos antes de que la vejez lo sorprenda. Lo ha amenazado con quitarle las tierras y la vida si lo ve acercarse de nuevo a la casa de esa mujer.

Se encargará en persona de vigilarlo y, para ello, cada tarde acecha el callejón de la viuda Isabel. Comprueba con sus propios ojos que su yerno lleva semanas sin visitarla: por fin ha entendido el mensaje y no volverá a las andadas.

Entonces llama a la puerta de la viuda y entra él.

 ***

8. Zangolotear

David Lizandra Ibáñez

Soy una oreja. Lo has leído bien. Oreja. No hubiera hecho falta entretenerte más de la cuenta para entenderlo, ni volver atrás a releerlo, si eso es lo que has hecho. Pero no quiero dar lugar a malas interpretaciones. Ni mi interior está hecho de cartílago, ni tampoco estuve nunca pegada a una cabeza. Unida a algo sí; lo estuve a una vasija. Soy de barro. Aunque, para ser sincera, me cuesta recordarlo. ¡Hace tanto tiempo de eso!

No voy a ocultar que tuve una buena vida durante años, mientras la vasija y yo formábamos parte del mismo cuerpo. Una vida que no iba mucho más allá de zangolotear al ritmo de los pasos de un mulo, amarrada a una albarda, los martes, en un trayecto que poco o nada solía variar; la distancia entre nuestra casa y la venta. Vacía a la ida. Repleta de vino a la vuelta.

Como todo lo bueno es susceptible de empeorar, mi vida lo hizo. Un martes. Ni siquiera fue uno marcado en el calendario como algo especial, uno de lo más corriente. Un clac, un estruendo a cerámica rota, un chapoteo y me vi en el suelo junto al camino. Luego llegaron algunas maldiciones, después palabras de resignación, el repiqueteo de los cascos del mulo y finalmente… el silencio y la soledad.

Han sido muchos años en los que he pasado frío en invierno, calor en verano, me ha cubierto el polvo del camino y me han arrastrado los aguaceros. Hasta hoy.

Los vi pasar de largo. Nada en ellos hacía que me resultaran interesantes. Eran demasiado similares a los cientos de personas que, en todos estos años, habían pasado a mi lado, casi rozándome, sin prestarme más atención de la que ese presta a una roca, a una mata de romero o a una nube del horizonte. La diferencia estuvo a la vuelta. El hombre me vio e hizo el esfuerzo por recogerme. La mujer, con sus palabras, evitó que volviera a arrojarme al suelo.

—¿Cómo habrás llegado hasta aquí? —me dijo.

Si el alfarero me hubiera creado con ojos, seguro que se hubiera reflejado en ellos mientras me hablaba. Tuve claro enseguida que se trataba de uno de esas raros especímenes a los que les gusta contar historias y, cuando no conocen alguna, la imaginan antes de llevarla a un papel.

Durante algunos segundos estuvieron buscando en las proximidades por si encontraban el resto de la vasija. No lo hicieron.

Ya me había hecho a la idea de regresar a la tierra. Creo que llegó a hacer el ademán para devolverme.

—¡Espera! —dijo la mujer—. Dámela. Ha sido un buen día. Cada vez que la miremos nos lo recordará. Esta se viene a casa con nosotros.

Después de tanto tiempo volví a zangolotear. Esta vez, en el interior de una mochila hasta llegar a su casa del pueblo. Desde entonces descanso sobre la repisa de su chimenea. De vez en cuando, me miran, suspiran y entonces sus palabras me suenan a gratitud por los recuerdos que les traigo.

—Qué buena aquella primera caminata hasta Zucaina, ¿verdad?

***

9. Rabia

Enrique Mochón Romera

La rabia ha secado antes de tiempo el cultivo de tomates de Juan, el McCartney. Ahora prepara el suelo para otra siembra mientras las matas, en plena producción hasta hace poco, yacen arrancadas y amontonadas en un extremo de la haza. Va y viene una y otra vez con la mula y el arado, con cierta prisa porque queda poco sol. Visto de espaldas aún se parece algo a su ídolo de juventud, aquel al que quiso emular formando un grupo de música moderna y del que continúa copiando el peinado con el poco pelo que le queda. Traza surcos paralelos a simple vista pero convergentes en su fuga hacia el monte Muerto, como todos en la comarca desde hace siglos. Un par de pasadas más y llegará a la linde que separa su propiedad de la de su primo Luis, una franja dura cubierta de juncia y grama a la que ninguno de los dos acerca mucho el arado. A Luis, que reacciona antes si le llamas Belfo, le ha ido bastante mejor con los calabacines que sembró. Dice que en estas cosas influye mucho la suerte, aunque se le ve cierta jactancia en su tono al decirlo. Descansa fumando bajo un olivo cuando pasa junto a él.

—¿Qué vas a sembrar ahora, primo? —le dice ofreciéndole un cigarro.

—Alcachofas he pensado —responde mirando sin querer las cajas de calabacines que este tiene colocadas a la sombra.

—Alcachofas está bien. Yo aún no sé qué pondré cuando quite esto.

—Aún tienes un par de semanas para pensarlo.

La mula arranca de nuevo ante un chasquido del McCartney. Al Belfo le ha dado últimamente por decir en el bar, en cuanto bebe, que la tierra de su primo le corresponde a él por derecho, aduciendo para ello razones y datos que se remontan varias generaciones atrás. El McCartney se pierde en el árbol de la genealogía familiar, en cuyas ramas hay desde fortunas dilapidadas y tesoros escondidos hasta traiciones, venganzas e incluso algún intento de asesinato. El Belfo, en lo que a él atañe, habla de palabras dadas y de deudas de juego que de haberse cumplido unas y saldado otras su herencia habría sido muy diferente. Pero cuando habla con su primo le quita importancia al asunto diciendo que la familia es lo primero. El Belfo tiene la rara habilidad de hablar con el cigarro pegado en el labio inferior, algo que parece acentuar cada palabra conciliadora de esas que dice a su primo mientras lo agarra por el hombro mirándolo a los ojos, emocionándose incluso. Luego, por la noche en el bar, sigue con lo mismo. El McCartney ara de memoria. Apenas mira la reja abrir la tierra. Lo peor de la familia, piensa, es que nunca deja de serlo. Los motivos de su primo son oscuros y ambiguos, confusos como el murmullo de muertos que cree oír a veces en el mentidero y que llega a hacer inaudible el de los grupos de vivos que lo frecuentan. Nada gana con andar pregonando esas cosas tampoco, si no es hacerle a él mala sangre. Encara el último surco más acelerado de la cuenta. Su sombra junto a la de la mula se le antoja de repente la de su padre o la de su abuelo, quizá la de su bisabuelo, aquel tan pendenciero. Le pasa mucho. Sobre todo cuando camina de madrugada por las calles desiertas del pueblo, al volver de regar, y a su paso las farolas proyectan su figura como algo ajeno y familiar a un tiempo. El animal también parece querer acabar. El McCartney agarra con mayor fuerza las manceras. Es entonces cuando ocurre algo que bien podría llevar un siglo esperando el momento. De entre la tierra revuelta, sacándole de su abstracción, de repente sale una culebra a la que está a punto de pisar. Lo evita dando un respingo y soltando el arado que, sin mano que lo guíe, se desvía por la linde, abriéndola en dos a lo largo de unos metros hasta quedar detenido contra algo. Un pedrusco, piensa. Pero cuando se acerca e intenta liberar la reja del suelo, atravesado por ella, aflora un cofre. No tiene que abrirlo para saber lo que guarda dentro, pues un chorro de monedas de oro se ha derramado ya por el agujero. Observa de reojo que el Belfo se acerca a grandes zancadas. Tapa el hallazgo con el sombrero y lo espera de pie, secándose la frente con un pañuelo.

—¿Qué está pasando aquí, primo? —le dice el otro mirando alterado aquí y allá.

Observado desde la altura necesaria, el mosaico de la vega parece un inmenso abanico en el que cada surco es una varilla y el monte Muerto el clavo sobre el que todas giran. El McCartney y el Belfo son así dos puntos apenas perceptibles, llegando a desaparecer fundidos entre los tonos intensos de agosto si se continúa ascendiendo en dicha perspectiva. Pronto el sol se esconderá y el paisaje que los contiene también se perderá en la oscuridad, del mismo modo que sus vidas acabarán un día confundiéndose en la noche de los tiempos con todas sus generaciones de antepasados.

El Belfo empuña una hoz que por casualidad estaba utilizando, algo percibido por el McCartney que a su vez aprieta su navaja en el bolsillo. Curiosamente no piensa en el tesoro hallado, sino en ese montón de tomateras arrancadas, resecas por la rabia.

***

10. Los que nacimos de la tierra

Dara Scully

Hay una pira que arde. Un cordero que nace en la espesura, oculto tras el cuerpo de su madre. Yo observo detenidamente. Reparo en la quietud de las hojas, en la ausencia de los pájaros. Soplará el viento del este, dijeron, y el viento llegó para velarnos. Tengo las manos negras. Las palmas sucias de las muchachas traviesas. Mi desnudez es una celebración. Me he tendido sobre las cenizas, las he besado con la delicadeza del amante. Ahora me palpo la cara, los párpados cerrados. Me marco el vientre y las mejillas. A lo lejos, el cordero bebe la leche, da sus primeros pasos sobre la hierba. No imagina que al otro lado del prado, tendida y quieta, permanece una muchacha que lo observa. Que desea con fervor lamer la sangre oscura que lo cubre. Deja que te lave. Deja que te sacie con mi carne. Pero su madre intuye la violencia. Intuye a la muchacha, que persevera en su quietud, atenta a todo movimiento. Sabe que mis dientes son feroces. Que mi lengua envenenaría el pelaje puro del recién nacido. Lávate esas manos negras, me dirás. Lávate la podredumbre. Pero yo solo deseo la caricia. Sostener mi cuerpecito contra el suyo, caliente. Que su latido se acompase. Me he alejado de todo mal. De toda temeridad, en esta tarde. Soy un animal de una blancura insoportable. Mánchame, le pido. Y él me mira una sola vez, una mirada larga, dócil, compasiva. También yo acabo de nacer: el rastro de ceniza me delata.

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