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Concurso de historias rurales: ganador y finalistas

Concurso de historias rurales: ganador y finalistas

Más de 700 relatos han competido en esta edición del concurso, patrocinado por Iberdrola, de #historiasrurales, con el que hemos querido rendir homenaje a Miguel Delibes en su centenario.

Desde el 6 de octubre hasta el 18 del mismo mes, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias en las que el mundo rural cobra el protagonismo desde todas las miradas posibles. El jurado ha estado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

Antonio Fernández Jiménez, con Chusca, ha resultado ganador —con un premio de 1.000 €—, y Elena Bethencourt, La sed de la tierra, y Enrique Mochón Romera, Rabia, han sido los dos finalistas—que han obtenido 500 € cada uno—.

A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas.

GANADOR

2. Chusca

Antonio Fernández Jiménez

Dio un silbido en el umbral de la vieja caseta y la criatura abrió los pesados párpados de legañas en la oscuridad. «¡Chusca!», gritó él. Y ella, al reconocer la voz, se incorporó por encima de sus fuerzas -«ya no puede»-, y deambuló levantando polvareda del suelo de tierra; bordeó sus viejas camas de capazos de esparto que él había hecho para ella, pero donde ya no dormía; culebreó los tobillos de los azadones de aspecto óseo; pasó por debajo de las cadenas colganderas como tripas negras de la Derby abandonada, y salió de aquel rincón lóbrego del cobertizo.

«¡Chusca!», le decía en cuclillas, apartándole telarañas de su hocico, acariciándole la cerviz y el lomo. Ella no se engarbaba como otras veces, pero le arañaba los pantalones de tergal como para decirle que aún estaba viva, y le miraba con ojos dóciles y adormilados. «¿Damos una vuelta?». La cola de la criatura se movió ahora pesadamente, de este a oeste, como un parabrisas, y cuando torció la mirada hacia las puertas abiertas del maletero de la C15 pensó ella, inocentemente, que irían al valle para correr en los bancales yermos. En ese momento le buscó el bulto en las costillas, que parecía una pelota de tenis. Y cuando se lo tocó, ella ahogó un ladrido sordo y hundió de pronto la cabeza tratando de zafarse de sus manos. «¡Chusca, ven!». Se había alejado, perdiéndose de nuevo en la oscuridad.

Alzó los ojos al cielo de nubes bajas. El día era gris, no terminaba de despuntar. Enseguida volvió a silbar. Obediente, sin rencor, cabizbaja, la Chusca salió otra vez. «Muy bien, hija, así». No pudo dar el brinco para subir al maletero de la C15 y él la tuvo que coger en brazos con suma delicadeza para acomodarla entre azadones con barro seco en el filo. Pasaron por un gran valle con extensiones de viña, y él recordó con nostalgia esas otras mañanas con la imagen feliz de la Chusca en el espejo retrovisor, emocionada por desfogarse correteando los viñedos, la larga lengua rosada, las orejas gachas como paños de lana, la piel de arena de mar, los ojos negros y vivos. Ahora, la Chusca dormía.

El pueblo parecía escalar como una lengüeta blanca las faldas de un monte. Redujo la marcha, subió una cuesta empedrada, llegó a la plaza y aparcó frente a la taberna. «La perra te vino enferma, digas lo que digas». El tabernero limpiaba la barra con una bayeta y se reafirmaba en su opinión de que a la Chusca la habían abandonado en el campo defectuosa y con los días contados. Preguntó al tabernero cuánto le quedaba a su hijo para llegar. «Viene de seguida», y en ese instante vio una sombra en la ventana. «Está ahí, de hecho. Vamos. Sácala del coche».

El hijo del tabernero era veterinario y habían quedado aquella mañana para examinar a la perra. Cuando cogió a la Chusca en brazos y entraron a aquella saleta como de consulta de hospital, que olía a pienso y lindaba con la taberna, no pudo remediar acordarse de aquella mañana cuando vendimiaba en el valle y se encontró entre dos cepas con el cachorro abandonado y tembloroso. Él nunca había sido de tener perros por capricho, pero de la Chusca se chifló nada más verla. Ella empezó a saltarle y a él le hacía gracia, y la bautizó sin querer: «Qué chusca es». La montó en la C15 y se hicieron inseparables. Hasta las tareas más sacrificadas del campo se le antojaban más llevaderas con la Chusca a su lado. Le seguía a todos lados. Él le hablaba de cada faena que iba haciendo en la huerta, y hasta le contaba historias de su pasado cuando se recostaba en la mecedora de la marquesina en los plácidos descansos del atardecer, como si realmente creyera que ella le escuchaba y le curaba la soledad. Pero una mañana empezó a no salir del cobertizo, donde dormía la criatura. Sospechó cuando silbó en el umbral y no la sintió. Se arrimó y no la vio en su capazo, sino en una postura difícil sobre el suelo de tierra, como si se hubiese caído y luego no hubiera podido incorporarse. En el costado le crecía aquel bulto. «¿Como una pelota de tenis, dices? Eso tiene que verlo mi hijo, no vaya a ser que te pegue una enfermedad», le dijo el tabernero por aquel entonces.

Y ahora la sostenía en brazos y se acordaba de todo aquello. La Chusca ni se movió cuando la recostaron en la camilla, ni se quejó cuando el hijo del tabernero le tentó primero el vientre, cerca de la hilera de mamas. Pero cuando palpó cerca del pulmón, la pobre criatura emitió un alarido espantoso, y él estriñó la cara tal cual si le doliera en sus mismas entrañas. Viendo que pasaba rato y que su hijo no decía nada, su padre le preguntó: «¿Qué tiene la perra, entonces?». «Un tumor», respondió severo. Él encajó los dientes y se le cerró la garganta. El tabernero le repitió: «Ya te lo dije, esta perra te vino enferma». Luego se giró hacia su hijo y le preguntó: «¿Y cuánto le queda?». «Nada, está muriéndose».

Al cabo de un rato salieron a la calle. Le pareció que el aire le atravesaba sus ojos rebalsados en un líquido espeso como el almíbar. «¿No quieres que te ayude con eso?», le preguntó el tabernero. Él agarraba ahora entre sus brazos una caja de cartón con el cuerpo muerto de su Chusca dentro. Le habían inyectado la eutanasia. «Gracias por todo», dijo y se marchó en su C15. Enseguida llegó al valle y cavó un hoyo en el mismo rincón donde encontró a la criatura tres años atrás. Sentía un vacío inexplicable, como si todo ese remanso de tiempo al lado del animal jamás hubiese existido. «Adiós, Chusca», repetía mientras espalmaba la tierra con mecánicos golpes de azadón y luego se alejó de allí bajo un cielo de cenizas.

***

FINALISTA

7. La sed de la tierra

Elena Bethencourt

Don Benito no se explica cómo a su yerno, después de quitar varas de las vides toda la jornada, aún le quedan ganas de recorrer el cuerpo de la viuda Isabel.

Tampoco entiende cómo a ella, tras bajar hasta el fondo del barranco a por agua o a lavar la ropa de sus tres niños —cansada de la siega, la trilla o la molienda— todavía le apetezca que un hombre casado le dé placer.

No hay trozo de finca donde su hija no haya llorado su pena. Tampoco hay vereda ni plaza ni abrevadero donde no se hable de los pechos redondos como eras de la viuda Isabel. De la brillante melena que resbala y los cubre al quitarse el pañuelo negro de la cabeza. De un surco que te traga como si el amor fuera una semilla y tú el único hombre que entiende de siembra…

No, don Benito no puede permitir esta ofensa. Todo el pueblo lo sabe: el marido de su hija es infiel. Por eso le ha mandado venir y le ha ordenado que cuide de su esposa que para eso se casó con ella. Que le haga hijos que hereden, que quiere disfrutar de sus nietos antes de que la vejez lo sorprenda. Lo ha amenazado con quitarle las tierras y la vida si lo ve acercarse de nuevo a la casa de esa mujer.

Se encargará en persona de vigilarlo y, para ello, cada tarde acecha el callejón de la viuda Isabel. Comprueba con sus propios ojos que su yerno lleva semanas sin visitarla: por fin ha entendido el mensaje y no volverá a las andadas.

Entonces llama a la puerta de la viuda y entra él.

***

FINALISTA

9. Rabia

Enrique Mochón Romera

La rabia ha secado antes de tiempo el cultivo de tomates de Juan, el McCartney. Ahora prepara el suelo para otra siembra mientras las matas, en plena producción hasta hace poco, yacen arrancadas y amontonadas en un extremo de la haza. Va y viene una y otra vez con la mula y el arado, con cierta prisa porque queda poco sol. Visto de espaldas aún se parece algo a su ídolo de juventud, aquel al que quiso emular formando un grupo de música moderna y del que continúa copiando el peinado con el poco pelo que le queda. Traza surcos paralelos a simple vista pero convergentes en su fuga hacia el monte Muerto, como todos en la comarca desde hace siglos. Un par de pasadas más y llegará a la linde que separa su propiedad de la de su primo Luis, una franja dura cubierta de juncia y grama a la que ninguno de los dos acerca mucho el arado. A Luis, que reacciona antes si le llamas Belfo, le ha ido bastante mejor con los calabacines que sembró. Dice que en estas cosas influye mucho la suerte, aunque se le ve cierta jactancia en su tono al decirlo. Descansa fumando bajo un olivo cuando pasa junto a él.

—¿Qué vas a sembrar ahora, primo? —le dice ofreciéndole un cigarro.

—Alcachofas he pensado —responde mirando sin querer las cajas de calabacines que este tiene colocadas a la sombra.

—Alcachofas está bien. Yo aún no sé qué pondré cuando quite esto.

—Aún tienes un par de semanas para pensarlo.

La mula arranca de nuevo ante un chasquido del McCartney. Al Belfo le ha dado últimamente por decir en el bar, en cuanto bebe, que la tierra de su primo le corresponde a él por derecho, aduciendo para ello razones y datos que se remontan varias generaciones atrás. El McCartney se pierde en el árbol de la genealogía familiar, en cuyas ramas hay desde fortunas dilapidadas y tesoros escondidos hasta traiciones, venganzas e incluso algún intento de asesinato. El Belfo, en lo que a él atañe, habla de palabras dadas y de deudas de juego que de haberse cumplido unas y saldado otras su herencia habría sido muy diferente. Pero cuando habla con su primo le quita importancia al asunto diciendo que la familia es lo primero. El Belfo tiene la rara habilidad de hablar con el cigarro pegado en el labio inferior, algo que parece acentuar cada palabra conciliadora de esas que dice a su primo mientras lo agarra por el hombro mirándolo a los ojos, emocionándose incluso. Luego, por la noche en el bar, sigue con lo mismo. El McCartney ara de memoria. Apenas mira la reja abrir la tierra. Lo peor de la familia, piensa, es que nunca deja de serlo. Los motivos de su primo son oscuros y ambiguos, confusos como el murmullo de muertos que cree oír a veces en el mentidero y que llega a hacer inaudible el de los grupos de vivos que lo frecuentan. Nada gana con andar pregonando esas cosas tampoco, si no es hacerle a él mala sangre. Encara el último surco más acelerado de la cuenta. Su sombra junto a la de la mula se le antoja de repente la de su padre o la de su abuelo, quizá la de su bisabuelo, aquel tan pendenciero. Le pasa mucho. Sobre todo cuando camina de madrugada por las calles desiertas del pueblo, al volver de regar, y a su paso las farolas proyectan su figura como algo ajeno y familiar a un tiempo. El animal también parece querer acabar. El McCartney agarra con mayor fuerza las manceras. Es entonces cuando ocurre algo que bien podría llevar un siglo esperando el momento. De entre la tierra revuelta, sacándole de su abstracción, de repente sale una culebra a la que está a punto de pisar. Lo evita dando un respingo y soltando el arado que, sin mano que lo guíe, se desvía por la linde, abriéndola en dos a lo largo de unos metros hasta quedar detenido contra algo. Un pedrusco, piensa. Pero cuando se acerca e intenta liberar la reja del suelo, atravesado por ella, aflora un cofre. No tiene que abrirlo para saber lo que guarda dentro, pues un chorro de monedas de oro se ha derramado ya por el agujero. Observa de reojo que el Belfo se acerca a grandes zancadas. Tapa el hallazgo con el sombrero y lo espera de pie, secándose la frente con un pañuelo.

—¿Qué está pasando aquí, primo? —le dice el otro mirando alterado aquí y allá.

Observado desde la altura necesaria, el mosaico de la vega parece un inmenso abanico en el que cada surco es una varilla y el monte Muerto el clavo sobre el que todas giran. El McCartney y el Belfo son así dos puntos apenas perceptibles, llegando a desaparecer fundidos entre los tonos intensos de agosto si se continúa ascendiendo en dicha perspectiva. Pronto el sol se esconderá y el paisaje que los contiene también se perderá en la oscuridad, del mismo modo que sus vidas acabarán un día confundiéndose en la noche de los tiempos con todas sus generaciones de antepasados.

El Belfo empuña una hoz que por casualidad estaba utilizando, algo percibido por el McCartney que a su vez aprieta su navaja en el bolsillo. Curiosamente no piensa en el tesoro hallado, sino en ese montón de tomateras arrancadas, resecas por la rabia.

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