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Crónica del Cabeza de Vaca (Volcán)

Crónica del Cabeza de Vaca (Volcán)

El 19 de septiembre se cumple un año de la erupción volcánica de la isla de La Palma, el volcán Tajogaite, en Cumbre Vieja, y el Festival Hispanoamericano de Escritores, que el año pasado debió ser aplazado por ella, calienta motores para una semana después, el próximo lunes 26 de septiembre, con México como país invitado. Traemos a Zenda cinco entregas literarias de autores de la isla de La Palma: Elsa López, Anelio Rodríguez Concepción, Lucía Rosa González, Nicolás Melini y Ricardo Hernández Bravo. En esta cuarta entrega, asistimos al primer instante de la erupción volcánica de La Palma desde el punto de vista de un cineasta.

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Crónica del Cabeza de Vaca (Volcán) Fragmento

Para Hernán Lara Zavala

Tenemos rencor de tener miedo, de estar asustados.
(Jaime Sabines, Crónicas del volcán)

1

Día 15 después de la erupción.

Ya no nos paramos a mirar el volcán. Es una suerte de desprecio. El volcán ruge y ruge por todas las calles, alcanza la plaza de España, pero es un poco como quien oye llover. Con rabia, piensa uno: carajo, a ver si escampa esta ceniza ya.

En una esquina de Los Llanos, de pie junto a la parada de las guaguas, cuatro adolescentes hablan sobre sus cosas. Parece la suya una conversación muy entretenida, pero no es sobre el volcán, y no atienden a sus amenazas. El bicho se huele y se oye. Cuando doy un paso, la suela de mis tenis resbala sobre la ceniza y escucho crujir los granitos —arena negra— debajo de mis pies: raspan con un sonido de guataca en grava. Es como ir pisando algo siempre, además de que el tremor nos ronronea gravemente en las pantorrillas.

¿Por qué dicen “trémor» en todas las teles y radios, si es tremor?

Anoche estuvo muy pejiguera, el volcán, no paró de roncarme desde el otro lado de la ventana cerrada. Pero a mí no me impide dormir. Dormir bien me parece un buen irrespeto que hacerle al Cabeza de vaca o Montaña rajada o Tajogaite o como quiera que se vaya a llamar. La lava que este regurgita ya se ha llevado muchas casas por delante. Entre ellas las de gente buena que uno conoce.

Si no le hemos puesto nombre aún, será por algo. No puede tener nombre todavía. No tiene nombre el daño que nos está haciendo. El listo que se atreve a ponerle nombre en la tele o en la radio o en la prensa, fracasa.

2

Hoy se respira peor que ayer, digo mientras ascendemos por la calle Real. Luego, en las afueras, desde el interior de una casa al otro lado de un camino, a 60 metros de donde nos encontramos, nos llega el rebujón de una familia. Sobre todo los gritos y carreras y portazos de unos niños y niñas grandes. Miro a Álvaro, el sonidista, y le señalo la casa. Ese sonido nos hará falta, le estoy diciendo sin tener que decirle. Él se pone los auriculares y se adelanta encendiendo el equipo y apuntando el micro hacia allí. Las risas y saltos y exclamaciones se mezclan con el palpitar y las rociadas de piroclastos del volcán, allá a la derecha y más arriba, a unos 10 kilómetros de aquí.

Álvaro hace varias tomas largas. Hemos acordado que las tomas han de durar. En la cuarta, me mira y dirige la pértiga, en un lento barrido, desde la dirección de la casa y el jolgorio de los chicos hasta el lugar por el que nos alcanza el sonido de la erupción. Yo asiento y repite la acción, desde la casa y el sonido de la vida al sonido del volcán y la catástrofe. Ese sonido no sé cómo describirlo: es grave, se diría que proviene de las profundidades de la tierra (no sólo del lugar en el que se encuentra el volcán, sino de mucho más abajo). Posee las características sonoras del ejercicio de una válvula. Antes, sin querer, dije “palpitar”, y ahora me doy cuenta. Es un corazón.

A unos metros, Manu llama mi atención. Ya tiene la cámara encendida sobre el trípode y ha hecho cuadro sobre la pared oscura y ciega, a contraluz, de una casa. Por encima de la línea de la azotea, lo que provoca el contraluz es el rojo del volcán, lejano y oculto por la casa. La pared ciega —y por lo tanto sin ventanas ni balcones, y, en este caso, sin el menor postigo o salida de humos— se encuentra coronada por esa luz de un rojo sangre suave temible.

Yo le digo que OK y le señalo a su derecha. Allí, en la fachada de un edificio auto construido de 4 plantas, en un ventanal, aparece el volcancito reflejado como llama de mechero. Más allá, en otro piso de la siguiente planta, se asoma un hombre en calzoncillos y curiosea la calle oscura, en vez de mirar el volcán, aunque el volcán lo debe de tener enfrente, a la altura de los ojos. Se para mirando hacia abajo, hace un gesto como de sacudirse unas migas de entre los pelos del pecho y la barriga y vuelve a mirar.

Manu ya tiene en cuadro el reflejo de la ventana. También el hombre entra en cuadro, más allá. Pero el hombre desaparece en el interior y Manu hace un gesto de fastidio. Le digo que espere. Graba. Siempre, si se espera, sucede algo, y a menudo es mejor que lo que había antes. ¿Saldrá el hombre de nuevo? ¿Se asomará otra persona?

En el cuadro, que es lo suficientemente amplio, el volcán mechero se muestra en el reflejo de un modo muy poco imponente, perdido en la quietud circundante de las afueras de Los Llanos, con sus huertos y plataneras. Pero en pantalla grande quedará sutil y presente, las dos cosas. Tal vez se pueda abrir el cuadro un poco más. Más quietud circundante, más negro alrededor, más finca de plátanos por derecha y por izquierda… Las fincas de plátanos son importantes en esta erupción.

Luego Álvaro y yo descendemos al centro de Los Llanos en busca de algo que cenar. Nos detenemos en el Guecco, que está lleno, tanto en su interior como en la terraza, a pesar de que el bicho-válvula cuela sus zambombazos a través de las calles hasta alcanzarnos. Pero no nos ahuyenta. Sabemos que allí donde estamos nos encontramos a salvo.

La dueña del restaurante, una señora menuda, italiana, nos conduce a un lugar habilitado aparte, en el interior de otro local. Álvaro y yo cenamos en silencio. Ha llegado esta mañana a la isla. No nos conocemos. Pero, me parece, en este momento no queremos perdernos en una conversación sobre quiénes somos, qué hemos hecho, dónde hemos estado, a quién conocemos y a quién no… Eso nos alejaría de aquí. No es tiempo de digresiones, y él parece haberlo entendido. Sabiendo a qué se dedica puedo imaginar que ha recorrido mucho mundo. Habrá visto de todo, no hay más que ver cómo se ha incorporado hoy al trabajo.

Manu ha ido en un vehículo con varios miembros de la UME cerca de las coladas. Con él he quedado en que no necesitamos imágenes propias de la erupción, pero él es cámara, fotógrafo, director de fotografía…, por supuesto que, aunque no las necesitemos, no puede desaprovechar la ocasión, y lo entiendo. Quiere sus propias imágenes del volcán. Quiere llenarse de volcán. Cuando descansamos Álvaro y yo, Manu tiene vía libre para hacer lo que quiera, y si trae algo que nos sirve, fenomenal.

Yo observo a la gente en las otras mesas repartidas afuera, en la calle. Parejas. Pequeños grupos. Profesionales que han venido con los medios de comunicación, tal vez. No están relajados, como no lo estoy yo ni lo está Álvaro. Estamos tranquilos, pero no relajados. Se nota en el timbre de las voces y en el tono de las conversaciones, que el volcán aplaca y hunde bajo el sonido de su válvula. Es como si nos estuviese chupando el ánimo.

Le pregunto a la dueña —que ahora observo que es una señora delgada y fibrosa de unos 70 años, con un vestidito verde con flores tras su delantal— por esto del “volcancito». Se lo saco así, con ironía amarga, pero se diría que ella no quiere hablar, suelta cualquier cosa que parece tener preparada y enarca las cejas. Textualmente, dice: Lo que me faltaba por ver, un volcán, y lo dice con mucho acento del suyo, sin dejar de trabajar. Al fin y al cabo, su restaurante está lleno una noche entre semana, aunque digo yo que también la apremiará la incertidumbre ante lo que pueda pasar en los próximos días. A mí esto, que no haya perspectiva de que la erupción termine de una vez, me tiene hundido. Pero, al mismo tiempo, tengo que correr para poder contar lo que quiero, hacerlo de ese modo que los medios de comunicación no pueden permitirse, de ese modo que no es el suyo.

Mientras da cuenta de la porción de tarta de queso, Álvaro ha encendido su equipo y me da unos cascos. Orienta la pértiga (ahora replegada, corta) hacia las mesas de afuera. Como estamos en una suerte de garaje, el tintineo de los cubiertos con los platos entra nítido y luego reverbera. Pero también se inmiscuye un sonido extraño, que resulta inexplicable sin una imagen que nos sitúe, y es el sonido del volcán. Atiendo a lo que pudiera entenderse de lo que dicen los comensales, pero se distinguen bien las interjecciones y poco los diálogos. Aún así escucho la palabra “volcán” precisamente como interjección, varias veces.

La erupción, en este callejón transversal, suena como un castigo, fustigante, aunque nadie quiera darse por aludido.

3

Lo primero que sucedió el domingo —haciendo verosímil la inminencia de la erupción— fue una sacudida, una sola, a las once y cuarto de la mañana. Un bandazo, uno solo. Luego María y yo nos fuimos a comer a un sitio de por allí, y, en nuestra mesa, de pronto, extrañamente, cayó una cucaracha pequeña. Injustamente lo asociamos con la impericia de los mesoneros del asadero, una familia que discutía las comandas con gran desconcierto general. Nadie sabía lo que se había pedido y lo que había “salido”. Las comandas y lo servido no se correspondían. Lo mal servido se adaptaba a las comandas desatendidas. Entonces nos cayó en la mesa otra cucaracha bebé. Correteó aturdida entre nuestros platos aún vacíos hasta que la alcancé con la servilleta. Al más joven de ellos, seguramente el hijo mayor, le extendí el brazo con el gurruño y le dije, toma, dos cucarachas. Él se sorprendió mucho, avergonzado, pero no supo qué decir, sólo un balbuceo que se reprimió cuando apartó la mirada y se llevó la servilleta en busca de la basura. Ya entonces percibimos cierto nerviosismo en el ambiente. Entraron unos a cancelar un pedido para llevar, cuchichearon con el chico al dar las razones y abandonaron el restaurante con prisas. Prácticamente corrían cuando alcanzaron la puerta. Los andares se volvieron intranquilos mientras 4 mesas, además de la nuestra, tres de ellas familiares, esperaban la comida. Unos minutos después, por fin comiendo, empezaron a llegar a nuestros móviles los WhatsAaps con la noticia, el volcán había explotado. Y no sólo eso, también nos llegaron las primeras imágenes, tomadas de un televisor. Todo ello desde fuera de la isla. Nosotros estábamos tranquilamente comiendo al lado de donde se había producido la erupción, pero nos informaban desde lejos y ya la televisión lo estaba dando.

Este horrendo Cabeza de vaca o Cara cortada o Montaña rajada o Tajo sin nombre o como se llame finalmente, por feo ha tenido la suerte de ser el primero televisado, pero, además, es el primero de los volcanes de por aquí compartido en redes sociales, exhibido desde drones, grabado por teléfonos móviles…

Unos días después asocié aquellas cucarachas con la erupción. Habían llegado a nuestra mesa como caídas del cielo —de una tétrica lámpara de aquellas que hubiese utilizado D’Artagnan para abalanzarse contra sus enemigos, o procedentes del techo, que parecía de una suerte de cañizo enrejado, por el que se escabullía el humo del asadero y se entreveía el cielo azul—. Ahora fantaseo con que las cucarachitas venían directas desde el punto de la deflagración. Quién podría asegurar que no. Los tiempos concuerdan.

No nos alarmamos. Terminamos de comer. Al salir, en vez de regresar al apartamento que habíamos alquilado, decidimos pasear hacia lo alto de la montaña Tenisca, por las calles del barrio que asciende y desciende por medio de cuestas y escaleras muy pronunciadas. Tal vez subiendo un poco, pensamos, podríamos ver dónde había sido la erupción.

No habíamos recorrido nunca aquellas calles. Tampoco en coche. Yo no había ido hasta allí ni siquiera con mis padres cuando era niño. A medio día, el sol directo desaconsejaba el ascenso a pie por la cuesta. No había nadie a la vista en la calle, que parecía un fragmento de una calle de San Francisco. Se sucedían las casas autofabricadas de distintas épocas y hechuras. Tras una cancela pegada a la acera estrecha, apenas suficiente para el paso de una persona, el ladrido de unos perros nos sobresaltó y los maldijimos apartándonos de allí lo más rápido que pudimos. Sentía curiosidad por saber qué se veía realmente desde lo alto de la montañita, si el paisaje quedaría franco ante nosotros o habría obstáculos, casas en medio u otra montaña o árboles o un barranco. Yo estaba casi seguro de que estaría el valle, simplemente el valle en toda su extensión. Pero no tuvimos que ascender mucho, enseguida adivinamos gente al final de una calle. Estaba claro que, si había gente, desde allí mismo se vería. Mientras la recorríamos, perfectamente enmarcada entre las casas de ambos lados de la calle, ya atisbamos la erupción: una columna de humo al fondo y arriba, por debajo de la cumbre, empezado el pinar. Era como si la propia calle terminase en un mirador al paisaje, al volcán, porque se interrumpía allí mismo, sin salida, ante un socavón del terreno o el lateral de la montaña, y la gente se agolpaba comentando la jugada. Había personas en las azoteas y en algún balcón. Niños, adultos, personas mayores…, vestidos como de estar en casa, con el chándal, pantalones cortos, tenis, chanclas, vaqueros, camisetas, bermudas… Al fin y al cabo no habían tenido que recorrer más que unos metros, salir a la puerta de su casa.

Lo primero que me pareció fue que el volcán había salido muy arriba. Se atisbaban llamas que podían ser de pinos ardiendo. Pensé en el riesgo de un gran incendio en el monte. Y lo segundo que me pareció es que había salido mucho más arriba de lo que se esperaba, y que por debajo de la erupción había demasiadas cosas, una catástrofe.

En la calle, algunos coches se ponían en marcha arreando, con cierta premura. Me fijé en dos hombres montados en un pequeño todoterreno que tiraba de un remolque y comprendí que corrían a retirar animales, si no enseres de alguna casa o plantación. Mirando la erupción y escuchando lo que, alrededor de nosotros, se comentaban unos a otros, adiviné que las conversaciones de los vecinos —nosotros los únicos que no lo éramos realmente— giraban en torno a las posesiones de familiares, amigos y conocidos. Estaban aventurando el recorrido de la lava y lo que se podría llevar por delante. Afortunadamente, el lugar en el que nos encontrábamos, aquel barrio, la montaña Tenisca, no parecía correr peligro: se encontraba en alto y, también, apartada del lugar por el que la lava debería descender hacia el mar. Aunque desde allí no pudiéramos distinguirlo, ya en aquel momento —lo supimos a la noche— estaban cayendo destruidas las primeras casas. En unos días fueron cientos, y aún continúa. Ya más de mil. Creo que fue al día siguiente cuando vi la primera imagen de cómo la colada desgorrifaba una vivienda nueva, un chalé idílico en medio del paraíso. La lava, casi quieta (una mole impasible, varios metros de altura), parecía presionar una de las paredes. De pronto, todas las paredes colapsaron como si fueran de cartón y la casa de juguete. Y no quedó nada.

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