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David Felipe Arranz, un humanista del siglo XXI

David Felipe Arranz, un humanista del siglo XXI

Fue el gran erudito, y poeta excelso, Luis Alberto de Cuenca, quien me dijo hace ya una década, en una de nuestras primeras comidas, que prefería el término humanista —de raigambre latina y renacentista, evidentemente— al de intelectual, más decimonónico y desgastado durante el convulso siglo veinte, de Zola a Attali o Minc. ¿Cuál es la diferencia? No sólo conviene recordar la frase de Sartre, L’intellectuel est quelqu’un qui se mèle de ce qui ne le regarde pas, sino pensar que al humanista, a diferencia del intelectual, sea conservador, progresista o mediopensionista, no le interesa tanto transformar la sociedad con su intelecto, sino transformar el espíritu humano desde la cultura, transformándose primero interiormente uno mismo. El humanista, si llega a un grado máximo de conocimiento —caso de mi admirado Mario J. Sabán— puede llegar a ser un polímata (al modo de un Leonardo da Vinci o un Tagore), pero el intelectual no sólo no es un polímata, sino que creo que no debe serlo (desgastaría vanos esfuerzos).

Algunos estamos intentando recuperar la promoción del humanismo adaptándolo al siglo XXI, a sabiendas de que tan quijotesca tarea nos es imposible a la mayoría (es mi caso, pues ni soy políglota ni polímata, apenas un escribiente curioso) y es y debe ser privilegio de unos pocos. Humanista es, por supuesto, Luis Alberto de Cuenca, como lo fueron Antonio de Nebrija, Bartolomé de las Casas o Juan Luis Vives en sus siglos, o nuestro añorado Eugenio Trías Sagnier hasta hace bien poco. De los nacidos en los años setenta —mi generación, la última generación analógica realmente durante la niñez, pues no vimos un ordenador delante hasta la adolescencia, y la llegada de internet a usuarios privados en 1994/1995 nos cogió ya cumpliendo la mayoría de edad—, hoy todos cuarentones, el único verdadero humanista español que he conocido, y leído, es David Felipe Arranz Lago (Valladolid, 1975). ¿Por qué afirmo esto? Porque a mi entender el humanista debe estar con un pie en la realidad y otro en el idealismo, debe conocer su entorno cultural pero debe vivir ajeno a las modas, con un pie en el pasado y otro en su presente, debe ser culto pero humilde, debe ser pedagogo pero sin caer en dogmatismos ni condescendencias, debe, por encima de todo, escribir desde la humildad como desde la independencia ética y estética.

"David Felipe cuando cita a un autor francés, si le ha sido posible, lo ha leído en francés. Y cuando cita a un autor castellano o inglés del siglo XVI es porque los ha leído en sus textos originales"

David Felipe Arranz, como letraherido y cinéfilo, como experto en comunicación moderna y en el siglo de Oro —con una querencia hacia Quevedo que raya en la locura amorosa, como la que don Quijote tenía por sus libros de caballerías—, como gran conocedor de la literatura moderna y del cine de todas las épocas, como degustador semanal de obras de teatro de todo signo y condición, como develador de la barbarie digital en la que estamos inmersos, como combatiente contra la cultura ágrafa y el erial cultural en el que se está convirtiendo el mundo post-posmoderno (¿o neoposmoderno?), como espadachín contra lo inane, lo superfluo —él, que practica la esgrima—, como amante del cine y las letras como pocos, como defensor de la radiofonía como medio de transmisión cultural y no de propaganda a machamartillo, como tuitero inmisericorde contra trolls defensores de lo superficial, como autor de centenares de artículos, estudios, trabajos, como escritor de ensayos trabajadísimos y amenísimos que despiertan nuestro placer de ver más, de leer más (en una especie de “bulimia cultural”, que diría nuestro amigo Antonio Domínguez Leiva desde su refugio/retiro en la Universidad de Montreal), como ser humano sensible y atento, como autor, digo, David Felipe Arranz es un humanista de nuestro tiempo.

David Felipe cuando cita a un autor francés, si le ha sido posible, lo ha leído en francés. Y cuando cita a un autor castellano o inglés del siglo XVI es porque los ha leído en sus textos originales, no por epatar al lector, ni al burgués en su sillón. Si tiene que hablar en televisión o en la radio, o escribir para cualquier publicación sobre una película, incluso si ya la ha visto una o varias veces, la volverá a ver en su versión original. Y si hay dos montajes de ese film, verá ambos. A eso se le llama honestidad intelectual. Arranz es hijo de su tiempo (formación en los años ochenta y noventa del pasado siglo), expansión de su intelecto en los últimos veinte años de este siglo veintiuno. Ha escrito grandes libros pero intuyo que los mejores están por llegar, en las próximas dos o tres décadas. Arranz, lo repito, es tanto hijo de Quevedo como de Orson Welles, de Kafka o Borges como de Dennis Villeneuve y Paul Thomas Anderson. Cuando pienso en él, hijo de tantos padres intelectuales o humanistas, pienso en lo que me dijo Jodorowsky una vez en Cannes, cansado de que los críticos le señalasen siempre sus semejanzas con Fellini y Buñuel (a los que conoció): “El que no es hijo de nadie, es hijo de puta, refrán castellano”.

"Cuando uno lee estos dos libros se da cuenta de que, aunque son parte de una recopilación de artículos y de textos muy diversos, no sólo tienen un hilo conductor sino que pertenecen a un único discurso"

Los libros que nos traen hoy aquí, a Zenda Libros y a nuestra sección “Del papel a la pantalla”, son hijos de muchos padres, aunque los haya gestado y parido David Felipe Arranz. Son una continuación natural de su primer libro sobre el asunto —la literatura y el cine y viceversa—, Sueños de tinta y celuloide: De la palabra al cine (Ed. Líneas Paralelas, 2015), en donde Arranz ya nos iluminaba con su recorrido por Shakespeare y La torre de Londres, con Albert Lewin y su admirado, diría amado, Maximilian Schell (quizá uno de los últimos verdaderos humanistas centroeuropeos), Robert Louis Stevenson, las novelas de capa y espada, El nombre de la rosa y cómo J. J. Annaud adaptó a Eco o el Quijote de Kozintsev, que tengo, como muchos, como la mejor adaptación cervantina al cine (el ucraniano soviético es también autor del mejor Hamlet y el mejor Rey Lear filmados).

Tengo delante de mí los libros que quiero recomendar hoy al lector, especialmente si ese lector es también un auténtico cinéfilo: Héroes y villanos en el cine: De Shakespeare a Indiana Jones (2018) e Indios, vaqueros y princesas galácticas: Los rebeldes del cine (2019), ambos editados por la madrileña editorial Pigmalión en su serie Lumière. El segundo, además, con prólogo del bueno de Fernando Rodríguez Lafuente, otro miembro ilustre de la tribu de letraheridos-cinéfilos. El primero, más voluminoso, consta de 357 páginas. El segundo, más breve, de 253. Ambos son como el anverso y reverso de una misma moneda. Los dos libros obedecen a una misma estructura, génesis y voz. Ambos son libros que se pueden leer de principio a fin simultáneamente o en el orden que se quiera, de manera normal (de inicio a fin) o como haría un Marc Saporta o un Cortázar con su Composición o su Rayuela, de manera aleatoria. En cualquier caso, son un deleite para el intelecto y para revivir y reavivar la memoria de lecturas y visionados pasados o para descubrir libros y películas que aún no conocemos. Son libros de mesilla de noche y de estantería, es decir, compañeros y de consulta.

Cuando uno lee estos dos libros se da cuenta de que, aunque son parte de una recopilación de artículos y de textos muy diversos, no sólo tienen un hilo conductor sino que pertenecen a un único discurso; pareciera que cuando fueron escritos ya estaba pensado, en la mente del autor, trasladarlos a un único ensayo, porque eso es lo que son, diferentes capítulos de un único ensayo. Es más, los dos libros podrían ser un único libro en dos tomos o volúmenes. Diré más: estos dos libros, cuando uno repasa su índice se da cuenta de que pertenecen a un mismo universo ético y artístico: el análisis que Arranz hace de las películas, y de los libros en los que se basan esas películas, es de una amena profundidad, de un interés cultural que Arranz como privilegiado espectador quiere compartir con el lector. Y lo consigue. ¡Vaya si lo consigue!

"La literatura, los libros y el cine, son nuestro alimento, el aire con el que respiramos los que vivimos inmersos en la trinchera de la cultura"

“Ver cine y leer constituye para muchos de nosotros la crónica de una fascinación, la memoria de lugares y personajes que hemos visitado y conocido desde que tenemos uso de razón. El celuloide y los libros también encarnan ese vértigo de un estado emocional, el que nos permite seguir adelante en un mundo tecnologizado. Aprender a leer la huella de lo visto y lo leído —la experiencia estética— se ha convertido en esa inevitabilidad, en ese modo necesario del vivir, en esa actividad que nos compete por encima de muchas otras, y que nos hace cobrar conciencia del lugar absolutamente preliminar que ocupan las palabras y los fotogramas.” Palabra de Arranz. Y añade otra reflexión que también compartimos. “El cinéfilo y el lector empedernido es un ser obstinado, marginal, incomprendido, cuya patología pudiera parecer a ojos de los demás que lo conduce a la esterilidad e incluso a la estupidez. Quien se entrega al ritmo de la poesía, el teatro, la novela o los largometrajes escogidos está arriesgando socialmente y desordena las normas comúnmente aceptadas de vida light. También es un ejercicio melancólico en un mundo que cobra mayor velocidad y que exige una sintaxis dislocada, interrumpida, instantánea… donde Cervantes, Geoffrey Chaucer, Peter Shaffer, Rudyard Kipling, John Huston, Valerio Zurlini o Tarkovsky ya no tienen cabida ni justificación posible entre los millennials y la generación Z, salvo honrosas excepciones.” Una radiografía que, desgraciadamente, hacemos nuestra.

La literatura, los libros y el cine, son nuestro alimento, el aire con el que respiramos los que vivimos inmersos en la trinchera de la cultura en un mundo cada vez más dado a la saturación de información y menos a la profundidad del verdadero conocimiento. Nunca fue más fácil acceder a la cultura, nunca en la historia del hombre se ha escrito más y se ha fotografiado o filmado o grabado más. Pero el adverbio más no es lo mismo que mejor. ¿Es hoy la cultura mejor que la de los siglos pasados? Arranz se centra en la literatura —novelas y teatro— y el cine, es decir, en las dos formas de narración hegemónicas del siglo veinte, el convulso siglo veinte. Su recorrido es tan estimulante como formidable. Va desde su idolatrado Maximilian Schell y la sorpresa de Turgénev hasta la vigencia imperecedera del péplum (de Kubrick a Ridley Scott), del mozartiano Amadeus de Shaffer adaptado por Miloš Forman (que constituye uno de los capítulos más suculentos y mejor documentados del primer libro) hasta cómo Hathaway adaptó el Peter Ibbetson de George du Maurier, dando lugar a ese film tan amado por los surrealistas parisinos. Arranz profundiza con originalidad y sin miedos en obras muy analizadas, como El año pasado en Marienbad de Resnais y su conexión directa con Robbe-Grillet y la nouveau roman, o las sagas de Indiana Jones o La Guerra de las Galaxias, y en otras más desconocidas (los cines del Este, en especial el ignoto Ion Popescu-Goto, pero también Jiří Weiss y otros autores de relieve), buscando analogías y polinización de ideas (en feliz expresión de Darío Villanueva) entre Dostoievski y el escritor francés Hubert Montelheit y su novela Regreso de las cenizas (Le retour des cendres, 1961), que hoy nadie recordaría —ocurre mucho más de lo que se cree— de no ser porque había sido adaptada al cine por J. Lee Thompson en la magnífica cinta Una llamada a las doce (Return from the Ashes, 1965), que desgraciadamente descubrí tardíamente en deuvedé hace sólo un par de años. Entre lo erudito y lo popular camina Arranz con la soltura de quien se sabe dotado para ello desde niño, alcanzando sus pasos a un Oscar Wilde o un Faulkner con igual desenvoltura, despertando en nuestra mente ávida de páginas de papel y metros de celuloide lecturas y visionados que desconocíamos, o recordándonos con melancolía momentos que ya forman parte de nuestra memoria sentimental y que visitamos con reiteración gozosa: pienso, releyendo ahora el segundo libro, Indios, vaqueros y princesas galácticas, en la Clauda Cardinale que compuso la venus tunecina dirigida por Zurlini en La chica con la maleta, el interludio sentimental setentero de Clint Eastwood (Primavera en otoño), la princesa Leia / Carrie Fisher de Star Wars, la fascinante Hedy Lamarr o el Detour de Ulmer, por supuesto, ese noir que cada año que pasa es más moderno.

"La mayoría de cinéfilos consideramos a esas décadas del cine clásico estadounidense lo mejor del siglo"

Pero estos dos libros de Arranz esconden un secreto mayor, algo velado, y que su tono lúdico, hedonista diría, e incluso juguetón, pueden hacer no ver si no se paladean despacio: son dos tratados de pensamiento cultural moderno. Espero que el lector disculpe mi autocita, pero creo que responden a los mismos principios generales que expuse hace un tiempo aquí —Decálogo de cine y literatura—, y es desterrar los tópicos populares al comparar el cine con la literatura y viceversa. Escribe Arranz: “No es cierto que quien ve la película ya no lee la novela: al contrario, las películas nos han descubierto infinidad de novelas y obras de teatro a las que jamás nos hubiésemos acercado si no es por su versión en la gran pantalla. […] No hay nada más satisfactorio para un adicto a la ficción literaria que descubrir, por ejemplo, que detrás de Cielo amarillo (Yellow Sky, 1948), de William  A. Wellman se esconde La tempestad de Shakespeare”. Suscribo cada palabra. Es más, aunque he visto el film y leído la obra teatral aludidos, de no ser por Arranz jamás habría caído en la impronta shakespeariana en ese magnífico western. Y así todo…

En el primer libro quiero destacar un capítulo que constituye un ensayo en sí mismo, perfectamente engarzado en sus intenciones y resultados. Me refiero a “La poesía de los grandes directores y generación perdida. Las décadas de los años cuarenta y cincuenta”. La mayoría de cinéfilos consideramos a esas décadas del cine clásico estadounidense lo mejor del siglo. También merecen nuestra atención, por supuesto, y por eso el título menciona a héroes y villanos, la llamada morfología del mal según los directores que más han interesado al autor, lo que incluye toda una pléyade de villanos exquisitos y decadentes, sí, pero también de niños malvados, científicos locos o villanos de opereta.

En suma, leer y releer estos dos libros, quiero advertirlo ya, no sólo no nos van a saciar, sino que nos despertarán un apetito voraz por los libros y las películas que Arranz glosa con cuerdas vocales de experimentado barítono. Avisados quedan.

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