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De editar diamantes

Bajo la influencia de un libro determinante se queda uno, creador, ensimismado, como si mirara la ventana en un mes de abril, cuando la esperanza sobrelleva la rutina del tiempo frío, que se aleja, por fin, o que debería alejarse. No es otro que el mal titulado, y es ya de hace dos temporadas, aunque los libros buenos no se pasan, Max Perkins: el editor de libros, puesto que en inglés es Max Perkins: Editor of Genius e incluso llegó a publicarse como Genius, en Estados Unidos. Tal vez la película en español, El editor de libros, modificó los criterios de la editorial (Rialp). Pero eso es intranscendente, creador.

—Bien, personaje, pues si es así, transciende, hijo, transciende.

—No me llames hijo.

—Perdón, personaje.

—Mejor.

La película, en la que Max Perkins es un espléndido Colin Firth y Jude Law sólo un “canijo” de 1,78 que interpreta a Thomas Wolfe, que medía casi dos metros… ¿Que eso no es importante? ¿Que lo importante es ser fiel al texto? ¿Una cosa tan extraña como un escritor y de casi dos metros no impresiona?

—¿Pero vas a hablar de cine o de libros?

—Sí, perdón, de libros. Del libro citado, de momento.

—Mejor, lo que dices de la estatura no es otra cosa que mera intranscendencia.

—Pues las mujeres los prefieren altos.

—Las mujeres los prefieren listos. Así que déjalo ya.

—Depende de qué mujeres..

—Personajeeeee…

—Vale. Sigo.

Se queda uno pensativo. Devuelve el libro a la estantería y no acelera aún la búsqueda de una nueva lectura. Las cerca de 600 páginas del libro deben depositarse poco a poco en la memoria, que perderá decenas o algún que otro centenar de ellas en poco tiempo. Pero por ahora están ahí, frescas, para dar que hablar, que escribir incluso, como intento ahora.

—¡Arranca!

—¡Voy!

(Este creador me saca de quicio. Si pudiera elegir otro…)

—Te estoy oyendo. Arranca, personaje.

—Arranco.

(Qué palabra tan fea).

"Carver fue, y es, grande; su editor se limitó a pulir sus diamantes"

Max Perkins: el editor de libros es mucho más que una biografía de uno de los editores más respetados y prestigiosos del pasado siglo, un ejemplo para generaciones posteriores, al menos en Estados Unidos. En España no sabe uno bien cuándo dejó de editarse sólo a escritores con talento sin pensar en las ventas y menos en las superventas. En el libro pueden contemplarse al menos tres magníficas biografías, las de Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald y Thomas Wolfe, aunque Perkins se centró mucho más en este último, el hijo que no tuvo y, según él, el más grande escritor americano por entonces. Eso no se debe dudar, aunque a mí me aporten tanto los dos primeros. Tres escritores atormentados, que no terminaron de creerse del todo su valía, aunque Hemingway sí exteriorizó que era el mejor, y no sólo golpeando a los críticos. El típico fanfarrón que a uno le gustaría tener de amigo.

La conclusión que sugiere este libro es que dan ganas de leer más, de conocer más, si no ha dado tiempo, a los tres grandes escritores citados, y aunque se haya leído lo mejor de ellos, volver a sus páginas. ¿Qué no puede haber en la cabeza de un escritor ciertamente genial para escribir una novela de 3.000 páginas que el pobre Perkins tuvo que reducir a menos de mil? ¿Se pueden eliminar páginas brillantes para que la novela quede como tal, como novela legible, asequible a lectores ricos y lectores pobres? ¿Alguien se leería Del tiempo y el río tal y como quedó escrita por su autor, que no sabía qué rumbo seguir con tanta página? ¿Aquí quién es el bueno, el escritor o el editor? ¿O es tan sencillo como decir que el talento lo pone el primero y el segundo el oficio de cortar y pegar como nadie?

—Me está interesando lo que dices. ¿Te atrae más la edición que la literatura, personaje?

—No, claro que no. Deben ir de la mano, y los editores, no sé si eso ocurre hoy, deben buscar la calidad por encima de todo, antes que las ventas, que la juventud del escritor o que una campaña publicitaria dé empujones de popularidad a obras que no merecen ni ser publicadas.

—¿Qué más me dices?

—Sigo. No interrumpas, creador. Se me ha ido el hilo.

—De acuerdo.

¿Sería Carver Carver de no ser por su editor, que eliminó de sus cuentos todo el sentimentalismo barato y facilón, según él? Su viuda dice que por supuesto. Sus lectores, entre los que me incluyo, no les queda otro remedio que creerla. Carver fue, y es, grande; su editor se limitó a pulir sus diamantes. ¿Queda algún Perkins en la edición en España? Si se editan tan buenos libros en Anagrama, Acantilado, Siruela, Alfaguara… más las perlas sueltas del batallón de nuevas editoriales, habrá que decir que no tanto pero casi.

—¿Tan buen ojo tuvo el tal Perkins? Perdón por la pregunta. Sólo con los tres escritores citados que él descubrió y alentó a continuar en sus peores crisis es más que suficiente. Sí, fue muy bueno.

—Me has ahorrado la respuesta, creador. Sigo.

Estoy seguro de que el libro de Perkins no hubiera existido para el común de los mortales sin la película (ha tardado casi cuarenta años en editarse aquí). Incluso la portada, con los dos actores principales del filme, es una manera de claudicación de la palabra (la literatura) ante la imagen (el cine). La eterna sinrazón de que una imagen vale más que mil palabras. Claro, depende de quién escriba esas mil palabras. Sólo puedo decir, creador, que los amantes de la literatura no deben perderse, aunque haga siglos que no está en las estanterías comerciales, Max Perkins: el editor de libros.

—Lo leeré, personaje.

—De nuevo, querrás decir, creador.

—Sí, de nuevo. O mejor, releeré las obras de estos tres grandes de la literatura norteamericana de siempre.

—Mejor.

—Mucho mejor.

Con tu permiso, creador, volví a disentir de la actualidad leyendo otro libro “antiguo” en esta absurda sociedad de las prisas, de hace cinco temporadas. La otra obra conocida, al menos por mí, de Nuccio Ordine: La utilidad de lo inútilComo su otro libro citado hace unas semanas en este mismo espacio (Clásicos para la vida, también en Acantilado), se trata de una joya pequeña en tamaño pero de una luminosidad incontenible y que hay que leer.

—¿Cómo la resumirías, personaje?

—¡Qué difícil es eso, creador! Como cuando a un escritor le dicen en una tertulia o en una entrevista que destaque lo mejor de su novela recién publicada. La mayoría responde con cordura y respeto pero no sin indignación disimulada: «¡Léala usted!»

—¿Y bien?

—…yo diría que es una clara visión de la importancia de cultivar las humanidades antes de conquistar la Luna, por ejemplo.

—Me vale, me dice lo suficiente.

—¿Es todo, personaje?

—Una última pincelada, si me lo permites.

—Adelante.

El rey recibe…

—¿A quién?

—Es la última novela de Eduardo Mendoza.

—Ah, perdón.

—Sigo.

—Sigue. Y espero que te haya gustado. Mendoza es de los míos.

—Y de los míos.

(A ver si me deja continuar sin interrumpir. ¡Qué pesado!)

"Eduardo Mendoza ha preferido quedarse en el nueve y no estrellarse nunca en pos del diez"

Novela, la de Mendoza, perfectamente estructurada, de un lenguaje culto, brillante (como siempre), como muy pocos alcanzan en nuestro país… pero cuenta una historia muy alejada de esa sabiduría. Da la impresión, lo que me parece una constante en su obra, de que Mendoza prefiere no emocionar, pero sobre todo, de que nunca toma riesgos. Eduardo Mendoza ha preferido quedarse en el nueve y no estrellarse nunca en pos del diez. Leyéndolo sabes que no te va a fallar, pero, ¡ay!, también sabes que no te va a sorprender. Javier Marías, por ejemplo, sí lo ha intentado y con éxito, ese ir a más en una búsqueda de magnificar la literatura o al menos de aportar un granito de arena con una obra distinta, arriesgada, en suma. ¿Pero claro, quién arriesga hoy frente al sistema reinante de publicar la bazofia que vende antes que la joya cuya luz se pretende ocultar?

—¡Hala!, otro enemigo, personaje.

—No. Mendoza es grande.

—Por eso lo criticas.

—No, critico que quien puede no aspire a romper moldes, a buscar intensamente lo inencontrable.

—Entonces… ¿El rey recibe no es una obra maestra, como se ha dicho?

—No. No existen obras maestras año tras año, como nos quieren hacer ver los periódicos.

—¿Y tú qué sabes?

—Poco, creador, poco.

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