Desde que supe que las janas se convirtieron en ginetas ya nunca puedo mirar de la misma manera el bosque. Y ya no estoy seguro de que, cuando enciendo la luz de la cabaña en las noches más solitarias del verano, las crisopas que vienen de los árboles, fulgurantes transparencias de esmeralda, no sean corporaciones de espíritus secretos y sutiles, que saltan desde las hojas de los helechos y los eucaliptos.
He nombrado la sombra y la penumbra pero sería más exacto hablar de reverberación y de destellos o fulgores. Incluso de perfumes. Un fulgor dorado que sin duda es un resto del sol en un lugar inesperado, reflejado en el agua oculta o en un cruzar de la brisa sobre la hierba. Y un olor que simplemente no puede estar allí o que resulta inconcebible por su amabilidad de rosas a pesar del verde cegador de la hierbabuena y desde luego de los solemnes troncos de los pinares.
El porqué de esas sensaciones evidentes a los sentidos se desvanece en el mutismo que uno guarda para averiguar su procedencia. La tierra es tierra bajo los pies, el sol se ha puesto por completo en algún lugar detrás del bosque y la luz que queda forma una suerte de auditorio evanescente donde músicos de procedencia insólita y vestidos de invisible comienzan a orquestar una música trenzada de murmullos, tan sutil como evidente, tan cristalina como aterradora pues es leve y amenazante al mismo tiempo. Una música que nos avisa de que somos molestos en una armonía que apenas comprendemos. De que somos los que tosen en el bosque como los bronquíticos en las salas de conciertos.
Por eso algo nos urge a abandonar la fronda antes de que el sendero se borre y los árboles se junten más unos con otros y confundamos el paso. Vamos despacio, contradictorios, sin embargo. Porque algo nos retiene y nos invita a quedarnos después de habernos informado de nuestra intrusión. Son voces sin palabras. Pensamientos de helecho. Alusiones de madriguera. Movimientos sin repuesta al cruzar un puente o al perder el sendero de vista.
Pero si hemos conseguido llegar a la cabaña y encender la luz del porche, las janas que hemos dejado atrás nos siguen enviando sus mensajes. No quieren llegar a la casa pero sin duda la rodean elevando el perfil de los árboles del claro. No quieren entrar, al menos hasta que apaguemos esa otra intrusión de luz eléctrica, pero, a cambio, envían a las crisopas que revolotean curiosas y se posan sobre el libro abierto para observarnos con sus ojos dorados —como aquel destello en la fronda— y para decirnos que ahora la lectura es inútil.
Es la hora de las janas. Se subirán al tejado en forma de gineta. Robarán las manzanas del huerto sobre el lomo de un jabalí. Quizá entren por las rendijas cuando estemos profundamente dormidos y jueguen a hilar el humo que sale de nuestros sueños.


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