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De un Pessoa en las ruinas del Imperio Romano

De un Pessoa en las ruinas del Imperio Romano

Mucho antes de Borges, mucho antes de Schwob y de Calvino, mucho antes, incluso, del Beckford de las Vidas de pintores, existió un individuo misterioso y divertido, tal vez en el siglo IV, tal vez en el V, que se propuso escribir una serie de “biografías imperiales” de su propia invención, o tal vez no. Se ocultó bajo distintos heterónimos: fue Elio Esparciano, fue Julio Capitolino, fue Vulcacio Galicano y fue Elio Lampidrio, Trebelio Polión y Flavio Vopisco. Fue Pessoa mucho antes de Pessoa, una suerte de escritor esquizofrénico que se ramificaba en voces, en temperamentos, en alteraciones de estilo no siempre detectables, y que llegó a hacer creer al propio Gibbon que él era todos esos nombres y no un solo escribano disperso en una vasta erudición. Fingió escribir en el siglo III, citándose a sí mismo en el juego de las fuentes simuladas, a veces confundiéndose (¿seguro?) al atribuir a Lampidrio lo que pertenecía a Capitolino, o viceversa. Pero si no fue los dos Elios, ni Julio ni Vulcacio, ni Flavio ni tampoco Trevelio, ¿quién fue, entonces, el autor de la Historia Augusta? ¿Fue un discípulo de Ausonio, un gramático de la Galia, el poeta y senador Naucelio, que murió convertido al cristianismo —extraño, cuando el autor atiza (no tanto como Celso) a los cristianos: pero todo es extraño en este libro—, fue Tascio Victoriano o fue Quinto Aurelio Memmio Símmaco, o toda la familia de Nicómacos, escribiendo y reescribiendo una novela familiar a lo largo de casi siglo y medio?

"Es imposible no pensar en Schwob cuando nos encontramos con pasajes de vidas absolutamente imaginarias como la de Odenato, que de niño cazaba leones y leopardos, osos y demás animales salvajes"

He dicho que este divertido autor desplegado inventó las biografías de los caballeros del imperio —no sólo emperadores, sino también aspirantes y personajes asociados— y prácticamente que todo en su obra augusta (la definición fue de Syllburg, fijada después por Casaubon) es pura fabulación; pero creo que, aunque no se trate de una afirmación completamente cierta, por lo menos sí es justa. Se sabe que nuestro auctor ignotus se valió de fuentes suficientemente serias para la composición de las vidas principales —las de Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio, Vero, Cómodo, Pértinax, Didio Juliano, Severo y Caracala—, de fuentes menos serias que invitaban a la refundición de elementos de las vidas principales o al juego con la ficción para las vidas secundarias (Elio, Avidio Casio, Pescenio Nigro, Clodio Albino y Geta), de fuentes griegas y narraciones puras para las vidas intermedias —Macrino, Diadumeniano, Heliogábalo, Alejandro Severo, los dos Maximinos, los tres Gordianos y Máximo y Balbino—, y finalmente fabulaciones sin fuentes para las últimas vidas: los dos Valerianos, los dos Galienos, los Treinta Tiranos, Claudio, Aureliano, Tácito, Probo, la Cuadriga de Tiranos y Caro, Carino y Numeriano. El material, sin embargo, como explica en su prólogo introductorio el autor de esta brillante edición (y también él brillante poeta) Javier Velaza, “es tan insuficiente que [al auctor ignotus] no le queda más remedio que completarlo con otro extraído de su propia imaginación: es así como comienza a inventar discursos que nunca se pronunciaron, remedos de cartas imposibles, senadoconsultos y aclamaciones imperiales ficticias; sobre el bastidor de unos pocos datos reales va insertando oráculos y augurios de acceso al poder o de muerte absolutamente increíbles; emplea como relleno citas de versos auténticos y perpetra otros de su propia factura que atribuye a poetas o traductores que nunca existieron; idea inscripciones honoríficas o funerarias, algunas también métricas, que nada tienen que ver con los formularios de los epígrafes reales, de los que se aleja sin pudor alguno; se entretiene en enumerar todo tipo de joyas, vestidos, manjares o monedas haciendo gala de un gusto por la rareza y por lo exótico que ultrapasa el de su propia época; en fin, puebla todo ese universo de ficción con una legión de personajes que van desde lo mínimamente verosímil hasta lo totalmente estrafalario”. Es imposible no pensar en Schwob cuando nos encontramos con pasajes de vidas absolutamente imaginarias como la de Odenato, que de niño cazaba “leones y leopardos, osos y demás animales salvajes, y vivió en los bosques y las montañas soportando el calor, la lluvia y todos los males que llevan en sí los placeres de la caza”, y que, asombrosamente, se casaría con una mujer aún más fuerte que él, o la del cruel Ingenuo, “que dejó muchas ciudades vacías de sexo masculino”, y que en una carta a Céler Veriano (una epístola ficticia a otro personaje inverosímil) escribía tan alegremente acerca de la sangre y la violencia como mil años después lo haría el propio Gilles de Rais:

No me darás satisfacción si sólo matas a soldados, a quienes también el azar podría matar en las guerras. Ha de morir todo el sexo masculino, e incluso los ancianos y los impúberes pueden ser asesinados sin reproche por nuestra parte. Ha de ser asesinado cualquiera que me quiso mal, ha de ser asesinado cualquiera que habló mal contra mí, contra mi hijo Valeriano, contra el padre y hermano de tantos emperadores. Ingenuo ha sido designado emperador. Hiere, asesina, mata, comprende mi estado de ánimo, encolerízate con la misma fuerza que yo, que he escrito esto con mi propia mano.

¿Biografías auténticas, biografías ficticias? Eso es lo de menos. A decir verdad, ¿cómo podemos saber si Suetonio no nos engañó, si no adulteró las fuentes o se sirvió de documentos ya corruptos, si Tiberio fue una invención como la vida de Apolonio de Tiana o si el Divino Octavio en realidad existió? La Historia augusta ha sido origen de conjeturas, de discusiones bizantinas, de hipótesis y de estudios que han acompañado a muchos investigadores a lo largo de una vida entera, es posible que incluso haya sido motivo de divorcios, muertes prematuras y zancadillas en los pasillos universitarios que llevaron a rivalidades de por vida. Al final, igual que de la rosa sólo nos queda el nombre, de la historia sólo perduran los relatos de lo que pudo haber sido, enjoyados de toda esa maravillosa y encandilada imaginación que siempre es preciso descubrir bajo los hechos reales. El auctor ignotus, qué duda cabe, existió. El auctor ignotus, imposible dudarlo, no existió salvo bajo la máscara de dos, de tres, de seis, de una genealogía dispersa entre dos siglos. Perduró hasta nuestros días con el disfraz de Beckford, de Borges, de Schwob y de Pessoa. En un tiempo en que su esfuerzo no iba a ser reconocido, se atrevió a escribir “una broma culta, dirigida tal vez a unos pocos”, que no era sino un juego “melancólico y desengañado” con la última certeza que nos depara el tiempo: la historia es sólo arena, nuestras vidas también, un polvo que se confunde con el polvo y que aguarda tan sólo a ese sesgo de la luz que habrá de iluminar lo que igualmente fuimos, sin llegar a saberlo, en los huecos de (sólo un hipotético) nosotros.

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VV.AAEdición y traducción: Javier Velaza. Título: Historia Augusta. Editorial: Cátedra. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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