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Un Sturmbannführer sueña Thule bajo el acueducto romano

Un Sturmbannführer sueña Thule bajo el acueducto romano

Dentro de lo que podríamos llamar una historia basura —aquí sin voluntad peyorativa— del siglo XX, compuesta a partir de los escombros, ruinas y desperdicios de los sucesos que podemos considerar “reales”, Heinrich Himmler hizo algo más que prestarle su cara de muñeco a Arnold Toht, el pequeño Sturmbannführer que literalmente se derretía por apoderarse del Arca de la Alianza en una conocida película americana. Según esa versión posthistórica de la historia, Himmler fue un inveterado esoterista que se rodeó de pasmados echadores de cartas y locos de la alquimia, la astroarqueología y, ya puestos, la fabricación de homúnculos con fines sumamente pintorescos, que abarcaban desde la búsqueda en el Tíbet de la ciudad perdida de Shambhala (y de la puerta inencontrable que comunica nuestro mundo con la Tierra Hueca) hasta el contacto con extraterrestres, dioses primigenios o divinidades babilonias en escenarios altamente novelescos. Planificó desde una supuesta “oficina de ocultismo” nazi el diseño, desarrollo y construcción de platillos volantes. Recuperó la Lanza de Longinos y el Santo Grial. Sus expediciones por el mundo tenían como finalidad localizar los centros de energía del planeta y servirse de ellos para proporcionar al Tercer Reich un extra de vigor cósmico que lo convertiría en el Reich de los Mil Años, y a Hitler en un inmortal revestido de poderes sobrehumanos y música de Wagner. Nada de eso aparece, naturalmente, en este libro sensacional y erudito, ameno y formidablemente documentado.

"Ese departamento era como un punto aleph de la experiencia humana"

Lo cierto es que Himmler, como muchos de los principales dirigentes nazis y buena parte de sus seguidores y correligionarios, era un hombre muy culto. Sus viajes por el mundo, casi siempre con propósitos geopolíticos (sin ir más lejos, su visita a Madrid en 1940 para planificar junto a Franco y Serrano Suñer la entrevista con Hitler en Hendaya), él los convertía en pretextos para conocer museos, catedrales y tumbas de cadáveres históricos. Obviamente era, antes que nada, un hombre al servicio de una visión y como tal sus preocupaciones concernían principalmente a la construcción de un nuevo mundo, pero de alguna manera supo hacer coincidir esa preocupación con sus propias inquietudes de fanático constantemente sacudido por un misterio existencial, que en su caso provenía de haber formado parte alguna vez, bajo la apariencia de los ancestros, de una civilización superior y lamentablemente perdida. Rastros de esa civilización podían encontrarse todavía en muchos lugares del mundo: Irán, el Tíbet, Islandia, los paisajes alemanes, los cementerios de los reyes visigodos, las extrañas estatuas submarinas y las pirámides sepultadas bajo las Islas Afortunadas. Para recoger y estudiar toda esa historia perdida inventó su propio departamento en las SS al que dio el nombre de Ahnenerbe, o “la herencia de los antepasados”, una especie de museo monstruoso —en el sentido etimológico del término pero también en su acepción aterradora— en cuyos pasillos podían cruzarse eximios lingüistas y botánicos con médicos de batín ensangrentado. Ese departamento era como un punto aleph de la experiencia humana: allí se entremezclaba el resplandor que provenía de nuestra perdida edad dorada, cuando aún éramos como dioses, con los gritos de los torturados al servicio de la Ciencia (gritos que, no sé si asombrosamente, iban a encontrar un eco soterrado en el futuro.)

"Himmler puso al frente de la Ahnenerbe a individuos interesantísimos por ser a un tiempo extremadamente cultos y extremadamente retorcidos"

Inicialmente, la Ahnenerbe, concebida entre los años 1933-34 aunque materializada en 1935, dos años después de que el Partido Nacional Socialista llegase al poder, se ocupó de investigar ese legado racial y tradicional —entendido como el contenedor de un espíritu común y una gran conciencia colectiva— de la moderna Alemania. Himmler puso al frente de la Ahnenerbe a individuos interesantísimos por ser a un tiempo extremadamente cultos y extremadamente retorcidos —Walther Wüst, quizá no tan retorcido como otros, continuó el camino abierto en el siglo XIX por Wilhelm Schlegel y destacó como indólogo, con la tarea añadida de proporcionar una justificación científica a la “visión aria del mundo” —quien quiera conocer los orígenes modernos de la ciencia como religión de las oligarquías, las (sedicentes) democracias occidentales y los (sedicentes) buenos ciudadanos, puede empezar por aquí—, más allá de que se le conozca por haber estado directamente involucrado en la detención de los hermanos Scholl, aprovechando su labor como rector de la universidad de Munich—, algunos de los cuales terminaron sus días ejecutados o muertos por su propia mano.

Teniendo en cuenta que la misión de hombres como Wüst —que murió de viejo pero en el ostracismo— o Wolfram Sievers, el coleccionista de esqueletos y futuro ejecutado en el Juicio de los Médicos, era algo aparentemente tan poco peligroso como demostrar la existencia de una civilización germánica, similar a la civilización grecorromana que, por otra parte, Hitler admiraba mucho más de lo que le interesaba la mitología aria de Heinrich Himmler, sorprenden un poco esas muertes violentas. Pero se entienden mejor cuando las vemos enmarcadas lejos de las definiciones apriorísticas: la ciencia que debía sustentar las actividades de la Ahnenerbe (y que abarcaba disciplinas tan variadas como la música, la lingüística, la jurisprudencia, la pintura, el folklore y las ciencias naturales, con especial interés en investigaciones casi al límite mismo de la ortodoxia como las desarrolladas sobre zahoríes y radiestesistas para aprender a localizar manantiales y acuíferos) se alejó de los asuntos germánicos para ponerse al servicio de la guerra. Buena parte de los experimentos médicos que se llevaron a cabo en los campos de concentración más famosos por su trato especialmente bestial a los prisioneros tuvieron a miembros de la Ahnenerbe como adustos pero encandilados protagonistas. No sólo por eso la Ahnenerbe fue considerada una sociedad criminal: en su condición de oficina dependiente de las SS estaba condenada desde el momento en que Alemania perdiera la guerra, y sólo quienes escaparon por la vía del suicidio o por la “ruta de las ratas”, con la venia no siempre involuntaria de la Iglesia Católica y Cruz Roja, se libraron de unos juicios que por razones más de inmediato presente que de pasado aún están a la espera de una nueva edición.

"Fuera como fuese, la Ahnenerbe no podía dejar de excavar también en Canarias, donde se intentó localizar un ídolo femenino en forma de columna, la Weltsäule"

La Ahnenerbe estuvo a punto de contar con una sucursal en España, como relata en este libro —una obra a la que mueve la pura pasión, y a la que acompaña una impresionante documentación gráfica— el estudioso Alberto Javier Nicolás, si el entonces gobernador civil de Málaga y más tarde ministro-secretario general de FET y de las JONS, y aún más tarde ministro de Vivienda, el arquitecto José Luis Arrese, hubiera contado con mejores medios para salirse con la suya. Arrese no vio llegar el dinero que hubiera permitido la fundación de la Ahnenerbe española —y eso en el caso de que Franco hubiera dado su aprobación al proyecto, cosa dudosa—, y tuvo que conformarse con la colaboración de la oficina alemana en la limpieza, recuperación y catalogación de unas reliquias desenterradas en Castiltierra (Segovia), procedentes del mayor cementerio visigodo localizado en Europa y extraviadas en su viaje de regreso a España (enmarquemos de recelosas comillas ese extravío).

Himmler no podía dejar de interesarse en las reliquias visigodas y pidió visitar Castiltierra durante su viaje a España. Antes había visitado las pinturas del museo de San Telmo, la catedral de Burgos y la tumba del Cid, y el alcázar de Toledo acompañado del general Moscardó. Más tarde volaría a Barcelona para visitar Montserrat, la Monsalvat del Parsifal de Wagner, con sus peligrosas estribaciones hacia el lado meridional donde se alzaba el castillo encantado de Klingsor, la perdición de los necios que buscaban el Grial: y allí, en la biblioteca del monasterio, donde fue muy bien recibido por los monjes, Himmler preguntó por el Grial, del que nadie le supo dar información (no mucho después enviaría a uno de sus hombres a la prodigiosa tarea de buscarlo), y antes de partir se fotografió con la Moreneta. Para entonces ya había pasado por Segovia, había comido en Cándido, había “excavado visigodos”, como escribió en un estilo siniestro de tan económico el arqueólogo Pérez de Barradas —“Por la tarde, Julio me propone que vaya a Castiltierra a excavar visigodos para la visita de Himmler”—, y había escuchado con encandilado interés la historia de las momias guanches, de cabellos rubios y elevada estatura, desenterradas en las Islas Canarias. ¿Atlantes, antiguos habitantes de otro pueblo mítico: Thule? Fuera como fuese, la Ahnenerbe no podía dejar de excavar también en Canarias, donde se intentó localizar un ídolo femenino en forma de columna, la Weltsäule, el “eje, pilar o columna del mundo atribuido a la cosmogonía guanche”, que para los arqueólogos alemanes estaba vinculado a la Irminsul nórdica, la columna que comunicaba el cielo con la tierra venerada por los sajones y que, según se cuenta, acabaría siendo talada por Carlomagno. (Por cierto,  el Julio al que alude Barradas en su diario era un individuo bastante peculiar, Julio Martínez Santa Olalla, arqueólogo formado en Alemania y necesario protagonista de este libro; un tipo “alto, rubio, muy miope, en general bueno con sus alumnos y áspero con sus colegas, que le tenían antipatía. Hablaba de una manera irónica, desdeñosa y lánguida a la par”, según la descripción de Julio Caro Baroja, y que, con toda su nonchalance y su arrogancia —y la “corte de discípulas que lo admiraban”—, llegó a sorprender a Himmler con su alemán casi perfecto. Entre los 22 y los 25 años había sido profesor en Bonn, admiraba a Mussolini, y de regreso en España estuvo a punto de ser fusilado en la Checa de Fomento, algo que habría ocurrido inevitablemente de no haber intercedido en su favor Julián Besteiro. Años más tarde Santa Olalla —que a causa de su filonazismo acabó siendo un apestado en el régimen franquista— sería uno de los delatores de Julián Marías.)

"Si es verdad que siempre ha despertado una fascinación generalizada toda esa mística nazi de los intereses arqueológicos, los enigmas históricos, la parafernalia romana"

Si es verdad que siempre ha despertado una fascinación generalizada toda esa mística nazi de los intereses arqueológicos, los enigmas históricos, la parafernalia romana y los uniformes de Hugo Boss, esa fascinación resulta aún mayor cuando la mística se distancia de los tópicos y aparece de pronto en escenarios tan poco susceptibles, en principio, de acoger ni una pequeña historia del nazismo como el restaurante Cándido o los sembrados segovianos donde fueron sepultados siglos atrás unos príncipes visigodos. Lugares cercanos a nosotros, dueños de otras connotaciones, que de pronto realzan su propia historia. ¿Entonces es verdad que aquí, bajo un monumento levantado antes del nacimiento de Cristo por un puñado de soldados romanos para canalizar el agua de unas montañas lejanas, en este mismo empedrado irregular, se escuchó taconear las botas de Heinrich Himmler? ¿Ocupó el pequeño Sturmbannführer —no tan pequeño, en realidad—, en el restaurante de la esquina, una de las sillas que ahora ocupan turistas franceses o americanos? Ya sé que estas preguntas no añaden nada al relato suficientemente fabuloso que nos cuenta Alberto Javier Nicolás, pero suman esquinazos y jardines a una historia que creíamos suficientemente conocida. Me quedo, no obstante, con las palabras mucho más serenas y terrenales de su autor, que se ocupan, como colofón a una tarea francamente descomunal, de lo que de verdad es relevante:

Este estudio ha pretendido relatar esos hechos transcurridos en apenas cinco años, enmarcándolos en torno a la figura del arqueólogo burgalés Santa Olalla. Su declive, producto del devenir último de la guerra mundial, le pasó la consiguiente factura, pero es indudable que su labor fue enorme. Quedan aún varios flecos historiográficos por contar… preguntas y respuestas que futuros investigadores pueden y deben continuar planteándose. El puente levadizo está echado.

O, dicho en otras palabras, esa historia tuvo lugar, y hasta donde ya hemos llegado —que no es poco—, merecía la pena ser contada.

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Título: La Ahnenerbe en España. 1940-1945. Autor: Alberto Javier Nicolás. Páginas: 290. Editorial: EAS (2021). Venta: Todostuslibros.

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