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El corzo en la luna

¿De dónde viene la poesía? ¿Tuvo alguna vez su bosón originario? ¿Existe algo así como una Eva mitocondrial de la que se derivan las metáforas conocidas, y las que todavía no conocemos? ¿El poema escrito esta misma madrugada —y que nunca leeremos— por un suicida quinceañero genial, dedicado a la jovencita que no le ama, proviene de las costillas del “y la luz se hizo”? ¿Debemos agradecerle a algo, a una leche de luna, que podamos hablar de las costillas de la luz? ¿Y de la leche de luna?

En 1944 Robert Graves, afincado desde 1929 en Mallorca, vivía en un pueblecito de Devonshire, adonde había recalado huyendo de la Guerra Civil Española (siempre me hace gracia lo de “civil”), tras un largo peregrinaje por Europa y Estados Unidos. La Segunda Guerra Mundial le sorprendió en Inglaterra, y al menos se libró de tener que ir al frente por segunda vez: había combatido en la Primera Guerra Mundial, con el Regimiento de Fusileros Galeses, y su experiencia en el Somme la recogió en una autobiografía impresionante, Adiós a todo eso, que debería leerse en las escuelas no sólo por tratarse de una espléndida muestra de prosa inglesa sino también como alegato a favor de que las guerras las libren los mismos que las causan, los Primeros Ministros, Presidentes y su reata de agregados, consejeros y militares de carrera, y no los que son arrebatados de sus tierras para morir en nombre de alguna abstracción mil veces pisoteada y falseada. En Devonshire, Graves escribía poesía, su verdadera pasión; hacía traducciones, novelas poco menos que de encargo (“aunque soy poeta por vocación”, explica en la posdata de La Diosa Blanca, “me gano la vida con la prosa”), y mientras Londres era bombardeada y muchos jóvenes eran triturados en Europa, Graves, afortunadamente para él y para nosotros, ponía el oído en la dirección de los árboles y de los ríos. En Galmpton escribió la mayor parte de una novela histórica, El vellocino de oro, donde contaba su versión fabulosamente coloreada, casi de viajero o de testigo del pasado, de las Argonáuticas de Apolonio de Rodas y Valerio Flaco. Le tengo un cariño especial a ese libro porque fue uno de los primeros que leí de Robert Graves, con dieciséis años; después pasé a su poesía y al enrevesado y maravilloso misterio que supone esta obra, La Diosa Blanca, un viaje por la historia de la metáfora y la lengua (en este caso inglesa) que uno nunca sabe bien si está jalonado por lugares que alguna vez fueron reales o por encantadores espejismos. El viaje, desde luego, es real, y Graves escribe con la convicción de que los lugares también lo son. “A menudo tengo a mano joyas y monedas, piedrecitas y fetiches, pertenecientes a la época sobre la que escribo, y de vez en cuando las acaricio para que la prosa se vuelva más real”. Aquello lo escribió, si no recuerdo mal, en el epílogo de una de sus mejores novelas analépticas, Rey Jesús. ¿Pero qué tenía Graves en la jarra de cristal que le acompañó durante su escritura de La Diosa Blanca? ¿Leche de luna? Su larga peregrinación por el espacio y el tiempo, hasta la época remota en la que Frazer también dejó su lanza clavada al escribir La rama dorada, fue, sin duda, real. Los lugares quizá sean una alucinación. Pero en casos así me parece que es conveniente aplicar a los hechos dudosos el procedimiento lógico que una vez leí anunciarse, de todos los lugares posibles, en una pintada callejera: “Esto supera a la ficción. Tiene que ser la realidad”. Así, La Diosa Blanca tenía que ser la realidad.

"Una súbita obsesión abrumadora me interrumpió. Tomó la forma de una revelación no solicitada sobre un tema que hasta entonces había significado poco para mí"

Robert Graves no era —o eso decía— ningún místico. Vivía “una vida sencilla, normal, rústica”, que no participaba de “la hechicería, el espiritismo, el yoga, la buenaventura, la cartomancia, la escritura automática” ni ninguna de esas cosas que habían proporcionado enigmáticos poemas a Victor Hugo, W. B. Yeats y André Breton (y su camarilla surrealista). Creía, sin embargo, en la inspiración, que a mi entender es una suma de todo eso —excluyendo, tal vez, la cartomancia y la buenaventura—, o por lo menos fluye de la misma fuente. Y fue la inspiración lo que le llevó a escribir, prácticamente de un tirón, la versión preliminar de La Diosa Blanca, gracias a la providencial lectura de un clásico oculto de Edward Davies, Celtic Researches, y al hecho de encontrarse en un estado de gracia próximo a la mediumnidad:

«Una súbita obsesión abrumadora me interrumpió. Tomó la forma de una revelación no solicitada sobre un tema que hasta entonces había significado poco para mí. Dejé de trazar en mi gran mapa del mar Negro del Almirantazgo el rumbo seguido (según los mitógrafos) por la Argo en su viaje desde el Bósforo hasta Bakú y su vuelta. En su lugar, comencé a hacer conjeturas acerca de una misteriosa “Batalla de los Árboles” librada en la Britania prehistórica, y mi mente corrió con tal frenesí durante toda la noche, y todo el día siguiente, que a mi pluma le costaba seguir el ritmo. Tres semanas después había escrito un libro de setenta mil palabras titulado El corzo en el soto«.

"La forma en que Grevel Lindop, editor de la última edición de La Diosa Blanca, desarrolla este relato, funciona como una perfecta síntesis del argumento"

A partir de entonces Graves vivió una serie de aventuras sobrenaturales —“no es que me guste la palabra sobrenatural; esos acontecimientos me parecen bastante naturales, aunque superlativamente no científicos”— en las que no dejaban de aparecer el corzo, el soto y una presencia turbadora (y aniquiladora: quien la tocó lo sabe) en la que Graves reconoció el rostro de mirada arrebatada de la Diosa Blanca. Aparecía en dibujos, en estatuillas, en una piedrecita perteneciente a “una colección de joyas romanas” que le regaló un anticuario de Barcelona, enamorado de la novela Yo, Claudio. Esa piedrecita era en verdad “un sello de cornalina del período de los argonautas, en el que estaban grabados un venado real galopando hacia un soto y una luna creciente a su lado. Descártenlo también como una coincidencia, si quieren” (O, dicho de otro modo: “esto tiene que ser la realidad”).

Graves, sepultado bajo “la gran cantidad de material que había absorbido en las últimas fechas”, llegó a una conclusión similar a la que había llegado Jane Ellen Harrison (mentora y amante de Hope Mirrlees) en un trabajo de varias décadas, que consiguió destilar en un fascinante librito titulado Myths of Greece and Rome (La piel bajo el mármol, Siruela: 2022) del que tuve ocasión de hablar en Pequeña trilogía del misterio. Harrison, pionera en el campo de la arqueología mitográfica, llevó la intuición a la academia y, sirviéndose de ella, desarrolló “una atrevida teoría: las antiguas diosas habían sido derrocadas por parte de quienes estarían llamados a constituir el panteón olímpico”. En una carta escrita en el verano de 1943 al historiador Alan Hodge, con quien coescribió The Reader Over Your Shoulder, “un manual para escritores de prosa inglesa”, Graves explicó esa traslación del poder femenino a beneficio del masculino —un empujoncito lateral de consecuencias históricas que todavía hoy vivimos— de esta manera: “La historia de la poesía inglesa viene a ser la modificación de la poesía lunar original, que es tónica, por la poesía solar (intelectual, poesía de Apolo), que se mide con ritmos y metros regulares”. Es posible que toda la poesía antigua relate entre líneas esta misma historia: de cómo el Sol no llegó a asesinar a la Luna pero la dejó malherida girando y girando en su elíptica eterna, desde donde trata de despertar a sus hijas aplicándoles sus plateados y majestuosos rayitos de demencia (que en el hombre golpeado por ellos se convierten en un líquido magmático, en el ingrediente primordial para un proceso —a veces sólo temporal, a veces irremediable— de verdadera locura). La forma en que Grevel Lindop, editor de la última edición de La Diosa Blanca, desarrolla este relato, funciona como una perfecta síntesis del argumento —si es posible hablar aquí de un argumento— de la obra de Graves:

"Esta conquista patriarcal ocurrió varias veces a partir del segundo milenio a. C. y llegó a Britania alrededor del 400 a. C."

Hacia el final de la época prehistórica, y a través de toda Europa y Oriente Medio, existían culturas matriarcales que adoraban a una Diosa Suprema y que reconocían a los dioses masculinos sólo como sus hijos, consortes o víctimas para el sacrificio. Estas culturas fueron subordinadas por unos agresivos defensores del patriarcado que destronaron a las mujeres de su posición de autoridad; luego elevaron a los consortes de la Diosa a una posición de supremacía divina y reconstruyeron mitos y rituales para ocultar lo que había ocurrido. Esta conquista patriarcal ocurrió varias veces a partir del segundo milenio a. C. y llegó a Britania alrededor del 400 a. C. La verdadera poesía (inspirada por la Musa y su símbolo principal, la Luna) aún sobrevive, o bien es una recreación intuitiva de la antigua veneración a la Diosa. Además, su culto y el matriarcado que llevaba implícito representaban un modo de existencia más sana y más feliz que el patriarcado del Dios masculino y su racionalidad inspirada por el Sol, que han producido la mayor parte de las desgracias del mundo moderno.

(En esto tiendo a estar y no estar de acuerdo: por un lado, estoy convencido de que el mundo sería un lugar infinitamente mejor de verse gobernado por la Luna y no por el Sol; por otro, me horroriza pensar en un mundo donde la poesía sería prácticamente una actividad respiratoria, y donde todo el mundo nacería ya como poeta.)

"Seguramente pocas obras escritas sobre la historia de la poesía en el último siglo puedan compararse a La Diosa Blanca"

Graves llevó las setenta mil palabras escritas en tres semanas —la versión titulada El corzo en el soto que Keidrych Rhys publicó por entregas en la revista que dirigía, Wales— hasta el triple de esa cantidad, en la edición definitiva de La Diosa Blanca, publicada en 1960 tras doce años de arreglos, adendas y correcciones, y después del rechazo de varios editores, entre ellos Jonathan Cape (“me parece”, escribió a A. P. Watt, agente de Graves, tras leer El corzo en el soto, “que el interés de este libro es tan oscuro y limitado que necesitará un editor lo bastante humilde como para aceptarlo ex cathedra”). Para llegar tan lejos no dudó en llamar a muchas puertas: Lindop menciona a Margaret Murray, autora de El culto de la brujería en Europa, a quien Graves “consultó sobre nombres de brujas y el uso de las hierbas”; a Christopher Hawkes, que “le informó sobre New Grange y Stonehenge”; a Max Mallowan, vecino de Galmpton —y marido de Agatha Christie—, que “estaba a mano para hablar sobre la arqueología de Oriente Medio”. Por lo demás, no creo que sea injusto mencionar también a Roy Bowers (1931-1966), más conocido por el seudónimo de Robert Cochrane, fundador del Clan de Tubal Caín (una orden dedicada a explorar y retomar la brujería tradicional, en las antípodas de la Wicca), que le escribió, como descendiente de “una antigua familia de brujos” y como lector embelesado por La Diosa Blanca, acerca de “un dolmen en Inglaterra en el que hay grabados varios símbolos y misterios de la brujería que los arqueólogos describen como una representación de la pasión de Cristo”. Graves se enteró algunos años después de la muerte de Bowers/Cochrane —que escribía artículos muy poéticos para las revistas Psychic News y Pentagram, publicada por la Witchcraft Research Association—, acaecida, nada menos, por una sobredosis de belladona.

"Quizá Graves, en su plegaria absolutamente radical, estaba olvidando la posibilidad de que existan otras maneras de llegar a la Diosa"

Seguramente pocas obras escritas sobre la historia de la poesía en el último siglo puedan compararse a La Diosa Blanca; ninguna, estoy seguro, ofrece algo parecido a la experiencia que supone este viaje por el origen de los primeros alfabetos y la invención —por no decir el otorgamiento— de las primeras metáforas. Se puede estar de acuerdo con Graves (o no) en afirmaciones tales como “el poeta romántico típico del siglo XIX era físicamente degenerado, o enfermizo, aficionado a las drogas y a la melancolía, peligrosamente desequilibrado y verdadero poeta solamente en su respeto fatalista por la Diosa como la señora que regía su destino”, o como “el poeta clásico, por mucho talento y diligencia que tenga, no pasa la prueba, porque pretende ser el amo de la Diosa”; ambas afirmaciones son completamente ciertas en el sentido sumamente elevado que Graves otorga a la condición de poeta, y en el que, por ejemplo, no cuadraría el Keats de la “Oda al ruiseñor” pero sí el Keats de “La Belle Dame Sans Merci” (pese a que en la oda aparecen varios de esos elementos que deberían “erizar el vello” de quien se reconoce en los lugares que son reino de la Diosa). Pero quizá Graves, en su plegaria absolutamente radical, estaba olvidando la posibilidad de que existan otras maneras de llegar a la Diosa, incluso de que esa Diosa no esté sola. Por momentos tuvo visiones de una “misteriosa hermana”, la “Diosa de la Sabiduría”, a la que llamó la Diosa Negra, inspirada en las numerosas “Vírgenes negras que se encontraba en las iglesias del sur de Europa”, y a la que el poeta sólo podía acceder si había conseguido “superar sin queja las pruebas impuestas por su hermana Blanca”. Pese a lo que pueda sugerir su nombre, era una diosa “fiel como Vesta, alegre y aventurera”, menos inclinada que su hermana “al amor a la serpiente y a la carne de cadáver”. Lamentablemente, Graves no pudo penetrar en los misterios de esa reina oscura. Poco a poco fue perdiendo la memoria, convirtiéndose prácticamente en un niño, hasta que su mente volvió a ser una especie de vergel iluminado, un terrorífico lugar en blanco. Yo siempre he creído —lo digo, por desgracia, muy en serio— que su mal fue una condena de la Diosa, y que Graves se había acercado demasiado a una luz, tentadora y a la vez corrosiva, ante la que es preciso guardar las distancias.

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Autor: Robert Graves. Título: La Diosa Blanca. Editorial: Alianza (2022). Venta: Todostuslibros.

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