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Días de vino y rosas

Días de vino y rosas

Es posible que lo primero en lo que piensen al leer el título de este texto sea en la película homónima que dirigió Blake Edwards estrenada en 1963 y protagonizada por un serio y ebrio Jack Lemmon y por Lee Remick. Sin embargo, ¿recuerdan la secuencia exacta en que se cita el poema que hace referencia al rótulo del film y sobre el cual Edwards se inspiró para crear semejante obra? En caso de no recordarlo, no hay problema. Permítanme refrescarles la memoria. La pareja formada por Joe Clay (Lemmon) y Kirsten Arnesen (Remick), que previamente ha cenado en un restaurante, deambula de madrugada por las calles de la ciudad. Intercambian impresiones, sensaciones, se van conociendo poco a poco y se gustan cada vez más. Sus pasos, guiados por la inercia del momento y el entendimiento, se detienen en lo que se intuye una bahía y ambos se apoyan en la barandilla mientras observan el agua bajo sus pies. A cierta distancia. Sus rostros, claroscuros, se iluminan y ensombrecen por el reflejo centelleante de las olas. Joe, absorto e hipnotizado por el suave olaje, afirma: “El tiempo no existe en el océano”. Y antes de tirar la botella de licor que acaba de apurar, dice: “Te encomiendo a lo profundo”. Ambos contemplan el viaje del frasco vacío, cómo choca contra el agua. Cómo flota. Cómo baila. Joe y Kirsten, codo con codo, apoyan sus respectivas barbillas sobre sus manos. Y entonces ella enuncia los versos que el poeta británico Ernest Dowson, tímido, melancólico, bohemio, simbolista y alcohólico adicto a la absenta, compuso en 1896 basándose en una de las citas de Horacio que dice: “La breve duración de la vida nos prohíbe albergar esperanzas largas”. E invocando al antiguo poeta latino, Dowson rememora viejos tormentos motivados por los espectros de amigos y amores del pasado. Soñados, tenidos, perdidos. Y llega a la conclusión, echando la vista atrás, de que: «No duran mucho, el llanto y la risa, / el amor y el deseo y el odio; / Creo que en nosotros no queda rastro de ellos / una vez cruzamos la puerta. / No duran mucho, los días de vino y rosas: / surgiendo de un sueño brumoso, / nuestro sendero aparece un instante; luego se cierra / dentro del sueño». Asociando ambas impresiones, la dificultad de albergar grandes ilusiones y el sueño brumoso, ligero y liviano que es la mera existencia, pienso una vez más en lo que Pandora logró guardar a tiempo y en lo que se nos ha recordado casi con excesiva insistencia: la esperanza es lo último que se pierde en esta vida. Incluso cuando creemos haberla perdido, seguimos albergándola. Aunque no nos engañemos, la afirmamos y la negamos continuamente. Quizá, por lo poco que nos dura.

"Llegados a este punto, resulta desalentador asumir que el mismo sueño, niebla o viento que nos trae, nos llevará de vuelta"

La esperanza, como la vida, es en efecto efímera. Ambas, instantáneas que no sabemos en qué carpeta del desván de nuestra memoria guardar porque sabemos que, pase lo que pase, al final todo se desvanecerá. «De la vida me acuerdo, pero dónde está», se preguntaría Gil de Biedma. ¿Dónde está la vida? ¿Dónde estamos nosotros, dónde nuestro rastro? A lo que Faulkner respondería meditando «porque dejamos tan poco rastro, ¿verdad que sí? Nacemos, probamos una cosa y, sin saber muy bien por qué somos los únicos que lo intentan, seguimos esforzándonos. El caso es que nacemos al mismo tiempo que otra mucha gente, todos enmarañados, todos queriendo e intentando mover los brazos y las piernas, pero sin conseguirlo porque los hilos que nos unen se han enredado, como si cinco o seis personas intentaran tejer una alfombra en el mismo bastidor, cada cual con el propósito de bordar su propio dibujo».

"Sentimos de repente cómo se nos hincha y arde el pecho a causa del impulso titánico que nos anima a salir fuera y combatir. ¿Contra qué? Ni idea. ¿Quién lo sabe?"

Llegados a este punto, resulta desalentador asumir que el mismo sueño, niebla o viento que nos trae, nos llevará de vuelta. Un viento del este, además, como aquel que tan bien le describió Sherlock a Watson. Que será frío y amargo, y que puede marchitarnos. Un viento que ya ha empezado a dejar rastro, que palpita y sacude los continentes. Y fíjense. Fíjense cómo serán de fuertes estos vientos del este, que hasta nos dejan huérfanos aquellos que más necesitamos; quienes más nos animaban y nos devolvían esa esperanza de la que todo el mundo habla. Piensen en las recientes pérdidas. En Marías, Godard o la Reina Isabel II si quieren. Pero sobre todo piensen en las pérdidas que les han tocado de cerca. En esos desconocidos a ojos del mundo y sin embargo imprescindibles, báculos de su día a día que, por una razón u otra, se han desvanecido.

Qué ironía esta de la vida que, cuanto más nos muestra la fecha de caducidad, más nos disponemos a exprimirla. Pues no queremos aceptar la realidad y aun aceptándola, nos decimos que vamos a cambiar. ¡Claro que sí! Sentimos de repente cómo se nos hincha y arde el pecho a causa del impulso titánico que nos anima a salir fuera y combatir. ¿Contra qué? Ni idea. ¿Quién lo sabe? El caso es volver a empezar. Empezar a vivir. Decir en su momento lo que no nos atrevimos a decir. Tomar la decisión correcta, esa que sabíamos era la acertada desde el principio y aun así, por miedo o inseguridad, escogimos la contraria.

No obstante, a partir de ahora esto no se dará nunca más. No, porque nos hemos liado la manta a la cabeza como Lawrence de Arabia y nos hemos puesto en la piel de Clare Bayes, el personaje de Marías que no se hacía al tiempo por mucho que se esforzase, y vivía, en consecuencia, intensamente con tal de eternizar o perpetuar su existencia. ¿Funcionará el experimento? Veremos. Tenemos tiempo de sobra para intentarlo, nos aseguramos. O nos engañamos. Pero ¿dónde están? ¿En qué consisten por tanto esos Días de vino y rosas? ¿O qué los convierten en lo que son?, me pregunto intentando hallar una respuesta.

Y al final me digo que esos días, hechos del tejido de nuestras propias fibras, ligadas a su vez a la alfombra vital que es ensoñación, prueba y teatro; obra de arte, al fin y al cabo, son aquellos en los que, sin saber cómo, vencimos a Cronos y encontramos el perfecto equilibrio —entiendo— entre Dionisio y Apolo. Días de júbilo, gozo y éxtasis; de nuevos descubrimientos, amantes y amigos, pero también de desdicha, zozobra y nostalgia, como tan bien nos muestra Edwards en su cinta o Dowson en su poesía. Convivimos por y para esos días; nos hacemos a ellos y ellos, a su vez, nos moldean y construyen a nosotros para que, en última instancia, tomemos una determinación: crear nuevos o tener presente los ya expirados.

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