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Donald Keene y las cuatro características del gusto estético japonés

Donald Keene y las cuatro características del gusto estético japonés

Hace unos días ha muerto en su casa en Tokio Donald Keene, a los 96 años. Yo no sabía quién era hasta que llegué a Japón, y creo que nunca había oído hablar antes de él. Ahora, sin embargo, es uno de mis referentes más importantes para intentar comprender este país. Keene era un sabio, un hombre que parecía saberlo todo sobre Japón. El primer libro suyo que leí era de conversaciones con el escritor Shiba Riotaro, y me daba la impresión de que el norteamericano sabía mucho más y era quien enseñaba al japonés. En estos días tengo en la mesa otros dos libros suyos, The Pleasures of Japanese Literature y Some Japanese Portraits, que voy leyendo al alimón con otros cuantos, dando saltos a medida que algo que me interesa y me lleva por donde no pensaba. He ahí mi relación con Japón.

Supongo que a Keene le debía de pasar lo mismo cuando empezaba a aprender y a entenderlo como estudiante en la Universidad de Columbia. Su interés por el Japón contemporáneo creció mientras servía como espía e intérprete para la Armada norteamericana durante la II GM, interrogando a prisioneros japoneses y traduciendo diarios dejados por soldados muertos. «Como pacifista, no tenía ningún deseo de ir a la guerra, pero envidiaba a los estudiantes que por haberse alistado en la Armada podían dedicar toda su energía a aprender japonés», escribió en su autobiografía On Familiar Terms (1994).

"The Pleasures of Japanese Literature es otro de sus grandes clásicos, la recopilación de cinco charlas que impartió sobre estética, poesía, novela y teatro japoneses"

En 1953 entró a estudiar literatura japonesa en la Universidad de Kioto y nunca dejó de venir a Japón durante los muchos años, desde entonces, en que fue profesor en Columbia. Al jubilarse, continuó como profesor emérito hasta que finalmente se vino a vivir a Tokio. En 2012 obtuvo la nacionalidad japonesa, que había solicitado impresionado por el coraje de los afectados por los desastres del terremoto y el tsunami que el 11 de marzo de 2011 devastaron las regiones costeras de Tohoku.

Nadie ha hecho tanto por el conocimiento y la difusión de la literatura japonesa fuera de sus fronteras —y no sé si dentro también—. Traductor de obras clásicas y contemporáneas, ensayista y autor de decenas de libros, incluida la monumental Historia de la literatura japonesa, escrita durante casi dos décadas y publicada en cuatro volúmenes; amigo de Mishima, de Kawabata, de Tanizaki. La Universidad de Columbia mantiene un Donald Keene Center of Japanese Culture que él ha presidido hasta su muerte.

The Pleasures of Japanese Literature [I] es otro de sus grandes clásicos, la recopilación de cinco charlas que impartió en la Biblioteca Pública de Nueva York, el Metropolitan Museum y la Universidad de California sobre estética, poesía, novela y teatro japoneses. La primera de sus cinco piezas es su muy conocido ensayo Estética japonesa, donde expone las celebres cuatro características que considera definen el sentido estético japonés. Se apoya para ellos en un único libro, Tsurezuregusa (1330-33) que él mismo tradujo bajo el título Essays in Idleness, aunque literalmente significa Hierbas del aburrimiento [II], del monje budista y poeta Yoshida Kenkō (1283-1350). El texto original no estaba organizado en pasajes, pero en el siglo XVII se dividió de 243 secciones, sin orden sistemático alguno: Kenkō escribía de acuerdo con la tradición zuihitsu —siguiendo el pincel—. Iba escribiendo, es decir, como iba viniendo y cambiando de tema según la mente y la mano lo llevaban de uno a otro.

"Los japoneses acuden al sintoísmo a por ayuda en esta vida y al budismo para la salvación en el más allá"

El ensayo de Keene comienza con una de sus reflexiones más citadas: al explicar que Kenkō venía de familia sintoísta y se convirtió al budismo, señala que, aunque antitéticas en muchos aspectos, ambas religiones son aceptadas por los japoneses. En general, dice, “los japoneses acuden al sintoísmo a por ayuda en esta vida y al budismo para la salvación en el más allá”.

Pero lo que me interesa ahora son esas cuatro características de la estética japonesa.

1.    Insinuación. A Kenkō le parecía que los japoneses prefieren atisbar los cuartos de la luna que ver la luna llena, contemplar el cerezo que apenas empieza a florecer que cuando está en plena flor. Keene añade la preferencia de los pintores zen por la pintura a tinta, apenas unos brochazos que componen el paisaje, o los poemas antiguos que, en vez de describir la alegría del encuentro amoroso, prefieren dar cuenta del anhelo de que se produzca o la tristeza por su fin.

2.    Irregularidad. “Sea lo que sea, la uniformidad no es deseable» —afirma Kenkō—. «Dejar algo incompleto lo hace interesante y permite la sensación de que se puede mejorar”. Keene añade otra forma de irregularidad también muy japonesa: la asimetría. Los mejores chawan —tazones para la ceremonia del té— son los Raku, profundamente irregulares, casi deformes, moldeados a mano, sin torno, el ejemplo más contrario a la elegante y pulcra porcelana china. A diferencia de esta tradición, o de la occidental, los japoneses huyen de lo simétrico. Se ve en la pintura también, en el diseño de jardines, en el ikebana, en la caligrafía; los japoneses prefieren el trazo en cursiva a las elegantes mayúsculas; en los colegios se enseña a los niños que el trazo vertical de un kanji nunca debe cortar al horizontal por la mitad. Les gustan los números impares y son famosas sus numerosas series de treses y cincos: tres mejores vistas panorámicas, tres mejores jardines, tres grandes figuras históricas… El propio Tsurezuregusa es considerado uno de los “tres libros representativos del género zuihitsu”, junto con Makura no Sōshi (Libro de la almohada) de Sei Shōnagon y Hōjōki (Notas desde mi cabaña de monje) de Kamo no Chōmei. Keene, en cambio, por mucho que se japonizara, demuestra ser occidental con su serie de cuatro características.

3.    Sencillez. A Kenkō le parece que una vivienda normal puede ser a menudo más atractiva que una mansión suntuosa, que es mejor vivir sin posesiones innecesarias y no dejar nada en herencia. La sencillez que propugna está en la manera sabia de entender la vida tan propia de Japón y representada en la ceremonia del té tal como la definió Sen no Rykiū en el siglo XVI. Keene anota, con toda razón, que esa sencillez es aparente: los materiales a la vista de una casa simple, despojada de adornos, serán posiblemente más caros que los de una ostentosamente decorada; la cerámica Raku, rugosa, deforme, hasta de apariencia basta a ojos de un occidental, es tan cara como una buena pintura de nuestro Barroco. Los japoneses pagan mucho para que su estética parezca sencilla.

4.    Impermanencia. Keene cita este texto de otro gran japonólogo que lo precedió, Lafcadio Hearn:

«Hablando en general, nosotros construimos para perdurar y los japoneses para la impermanencia. En Japón hay pocas cosas de uso corriente que se hagan para durar. Así, las sandalias de paja, que se estropean y se sustituyen en cada etapa de un viaje; la ropa, hecha a base de telas cosidas de cualquier forma para poder ser usada y descosida de nuevo para lavar; los palillos nuevos que recibe cada cliente que llega a un hotel; los ligeros marcos shōji, que sirven como ventanas y como puertas y cuyo papel se sustituye dos veces al año; o los suelos que se cambian cada otoño, no son más que ejemplos sueltos de las muchas pequeñas cosas de la vida cotidiana que muestran que los japoneses se encuentran muy a gusto con la impermanencia.»

Los japoneses construyen para poco tiempo, consecuencia sin duda de los siglos —toda su historia, hasta anteayer— en que lo hacían en madera, el material menos dado a permanecer; de la devastación que pueden traer los fenómenos naturales; y hasta de la tradición antigua de mover la capital cada tanto. Todo ello ha dado lugar a una sensación y una vocación de impermanencia y a esa suerte de “regla de los 30 años” que todavía hoy aplican los promotores inmobiliarios.

Esa atracción por la impermanencia es la que los lleva a celebrar como mayor acontecimiento del año la sakura, la floración del cerezo, símbolo de la belleza perecedera.

Me propongo desarrollar cada una de estas características en crónicas posteriores. Y ponerlas quizá en cuestión: son verdad, desde luego, para una parte de lo japonés, para una de sus dos almas, la propiamente japonesa del Zen, la ceremonia del té y el ikebana, Tadao Ando y Yamamoto, que valora en efecto la insinuación, la sencillez y la irregularidad. Hay otra, sin embargo, el alma asiática, dada a colores, ostentación, exageración y ruido que no definen las características de Kenkō y Keene. Sólo la impermanencia es común a las dos y a todo lo japonés. Pero ya digo, sobre todo esto iré escribiendo en las próximas semanas. Por ahora, vayan sólo estas líneas escritas a vuelapluma y algo al estilo zuihitsu, en homenaje a mi admirado Donald Keene.

[I] En español: “Los placeres de la literatura japonesa”, trad. de Julio Baquero Cruz, Siruela, 2018.
[II] “Ocurrencias de un ocioso”, en la traducción española de Justino Rodríguez, Hiperión, 2005.

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