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«Donde haya tinieblas», de Manuel Ríos San Martín

«Donde haya tinieblas», de Manuel Ríos San Martín

La desaparición de una modelo rusa de diecisiete años —y que, curiosamente, carece de ombligo— ha puesto en alerta a la Unidad de Delincuencia Especializada y Violencia (UDEV) de Madrid. Dos inspectores, el cincuentón Martínez Gutiérrez y la treintañera Nuria Pieldelobo, serán los encargados de adentrarse en el mundo de la moda para descubrir quién se ha llevado a una chica cuyas redes sociales están tan llenas de admiradores como de haters.Manuel Ríos San Martín vuelve al thriller con una historia en la que de nuevo se entremezclan la aventura y la cultura.

Zenda ofrece un fragmento de Donde haya tinieblas.

1

Las redes sociales son una mierda. Lo sé bien porque las tengo todas. Tres cuentas de Twitter, tan solo una de ellas a mi nombre, la que no uso; dos perfiles de Instagram, uno para cuando hay que investigar a adolescentes (cincuenta y tres seguidores), en el otro subo fotos oscuras y extrañas con las que saco mi lado artístico (diecisiete seguidores). Ayer perdí uno. Snapchat, para mandarme tonterías con mis hijos. Pinterest no me dice nada. Por no hablar de Facebook, que solo sirve para comprobar que mis compañeros de colegio están más calvos que yo. Y lo están, que, aunque yo ya tenga mis entradas, no me conservo mal para ser de mi generación. Un fofisano de esos, todavía con cierto encanto. Lo dice mi mujer. Y eso de TikTok, ¿qué es?

En fin, que controlo de redes sociales. Estoy al día. Por eso sé que hay que ser muy subnormal para creer en ellas. Joder, ya he vuelto a decir subnormal. No puedo contenerme, me sale solo, de cuando era más joven y se podía decir. Es un insulto que no puedo evitar que me haga gracia, con esa b alargada… Subbbnormal. Menos mal que esto no es Twitter; ya habría perdido doscientos seguidores que no tengo y me habrían puesto a parir. Debería cuidar mi lenguaje incluso cuando pienso, que luego sale en el momento menos adecuado. Si además me
gustó la película esa de Campeones. Hasta conocí al gordito entrañable. Un tipo genial. No se le entendía una mierda, pero un cielo. Le desapareció una mochila y, al final, se la pudimos devolver cuando un vecino la encontró perdida en el parque y tuvimos un aviso de bomba que no fue tal. Y es que no hay que ofender, que me lo dice siempre el comisario. Tonto, imbécil, hasta gilipollas podría valer…
—Inspector… ¿Qué piensa del vídeo?
El vídeo, cojones, ya me he vuelto a ir. El vídeo…, y mira que empezaba bien con la modelo rusa. Todas las modelos son un bluf, lo sé bien. Intentan parecer maravillosas en sus fotos y sus historias de Instagram: suben desayunos increíbles que luego vomitan intentando conservar la línea. Claro que la culpa no es suya. Tienen dieciocho años, les ponen mucho dine-ro delante, las llevan de un lugar a otro del planeta, las marean, su mundo se vuelve vertiginoso y absurdo, incontrolable. Menos mal que mi hija quiere estudiar Farmacia. Bueno, eso esta semana; la anterior quería ser veterinaria, y la otra, enfer-mera. Pero esta modelo era diferente: natural, sencilla a la vez que con un toque sofisticado. Capaz de subir una foto con un Cartier de treinta mil euros y, sin embargo, seguir cayendo bien y resultando cercana. Se lo hacía perdonar sin tan siquiera intentarlo. Y tenía más de quinientos mil seguidores entusiasmados que aumentaban día a día. Estaba en un gran momento. ¿Por qué utilizo el pasado?
—Inspector…
—Eh… sí. ¿Me lo podría poner otra vez? —respondí en inglés, el idioma en el que me hablaba mi interlocutora.
—¿Otra vez?
—El vídeo.
Observé los ojos de Sophie, excesivamente maquillados, aunque sin conseguir que desaparecieran del todo las bolsas. Vestía un Armani blanco impoluto. Una MILF, perdón por el término. Tal vez no debería usarlo, pero la define bien. No quería decir esto tampoco. Ya se sabe: cuando un término tras-ciende a su significado. O sea, me estoy metiendo en un jardín, pero para nada querría follármela. No es que no sea atractiva; tiene encanto, una buena figura, se ve que se machaca en el gimnasio. Eso me recuerda que esta semana tampoco he ido. Ni la pasada. ¿Con solo apuntarse uno adelgaza? Debería ser así. Si, además, yo, con Teresa, en estos últimos veinte años he tenido más que suficiente. De sobra, vamos. No solo es una tía que se ha ocupado de mil cosas de la familia, sino que le ha dado tiempo para ser una profesional como la copa de un pino. Y eso es lo que más admiro de ella; lo de cocinar y ocuparse de los hijos está sobrevalorado, por eso le insistí tanto en que no dejase de trabajar cuando llegaron los gemelos. Eso sí que fue la hostia: los gemelos. Ciento cincuenta pañales a la semana, veinticuatro biberones al día, además de dar el pecho. Para cuando terminabas de cambiar a uno, el otro ya había hecho la digestión y estaba cagándose de nuevo. Y vuelta a empezar. Toda la noche. Y todo el día. Y toda la noche. Era un espectáculo verla, cada uno bien agarrado a su correspondiente teta, increíble ejercicio de coordinación, succionando a dos bocas. Y Teresa todo el rato bebiendo leche con galletas para reponer… «Otro vaso», y ahí me tenías a mí corriendo a calentar la leche, «¡No, en el microondas no!», por si acaso afectaba de alguna manera. Que afectar no afectaba, que ya lo decía yo. Que si han salido así será por el tema genético, que hay que ver cómo era la bisabuela.
Otra vez los ojos de Sophie, esta señora que no cumplía ya los cincuenta, aunque el bótox distribuido aquí y allá se esfor-zaba por disimularlo, mirándome inquisidora. Hasta tal punto que yo mismo desvié los míos hacia el espejo de cuerpo entero que tenía enfrente para comprobar cómo iba vestido. No era para tanto; soy grande y tampoco se me notan mucho unos kilos de más, pocos; estética oscura de Massimo Dutti de reba-jas, con mis rizos desordenados sobre una incipiente calva y un abrigo tres cuartos, mi favorito. Si hubiera sabido adónde ve-nía, me habría puesto el traje que me hice para la primera comunión de mi hija y me habría cepillado mejor los zapatos. Sophie me escrutaba mientras sujetaba a la altura de mi cara un móvil de alta gama con una funda de oro, meneándolo delante de mí. Bueno, escrutando, lo que se dice escrutando, no; ya me había sentenciado. «Me han mandado al inspector cincuentón y subnormal». Amiga, subnormal no se dice, pruebe con gilipollas, si no le importa.
—Sí, póngame otra vez el vídeo, gracias —dije en un más que correcto inglés aprendido en mi adolescencia. Una pasta se gastó mi madre. Y total, ¿para qué? Para hablar con alguna turista a la que le habían robado cerca del Museo del Prado. Le dio por tercera vez al play y, en la pantalla de superretina o de no sé qué leches, la sonrisa de Karolina, que vestía tan solo con una camiseta de tirantes y un escueto tanga, me cautivó de nuevo. Esta vez mis pensamientos no se diluyeron entre las imágenes, sino que se esforzaron en captar hasta el último detalle: una habitación impresionante —de hecho, la suite de hotel en la que estábamos hablando en aquel momento—; esa sonrisa seductora, los pómulos marcados, unas tímidas pecas que le adornaban la cara, ese cuerpecito casi de adolescente que era capaz de mover a su antojo en una pasarela… Joder, esta niña debería comer un poco más, que la pobre será guapísima, pero está flaca de cojones. Si hubiera probado los chi-pirones de mi abuela…
—Hola, amigas —dijo Karolina Mederev despeinándose el pelo rubio platino en la grabación hecha en el dormitorio del hotel—. Buenos días. Lo más importante para mí nada más levantarme es hacer estiramientos. Me suelo despertar temprano —prosiguió mientras subía la pierna a posiciones inverosímiles para un ser humano normal—, incluso en mis días libres.
No soy un gran entendido en temas audiovisuales, pero había truco. Vamos a ver… Cuando la chica salió de la cama se estaba grabando a sí misma, no hay que ser muy espabilado para ver que se trataba de un selfi, pero cuando estiró los músculos de la pierna utilizando la cómoda de más de cinco mil euros, el plano estaba grabado desde más lejos. ¿Quién sujetaba esa cámara?
—¿Quién está haciendo el vídeo? —pregunté a la vez que pulsaba la pausa.
Mi interlocutora me miró con una mezcla de desconcierto y asco. Antes de contestar limpió con un pañuelito mi huella de su celular y giró la cabeza hacia mí, acusadora.
—¿A qué se refiere, inspector?
—Bueno, no es que yo entienda mucho de marketing y esas cosas, pero ella no se está grabando a sí misma. Al principio sí. Y después ya no.

—Sería su asistente, Marcelo. Suele ocuparse de la imagen de Karolina. Ya se imagina, después se edita un poco, se le pone música.

—Comprendo. ¿Y podría hablar con él? Con Marcelo.

—Sin duda —aceptó sin entusiasmo.

Sophie chasqueó los dedos y uno de sus ayudantes corrió a materializar su deseo (o, más bien, el mío), atravesando el des-proporcionado salón de la suite y cruzando a la habitación con-tigua con la que compartía una puerta carísima de madera noble.

—Pero, si le parece —añadió la directora de la agencia con una sonrisa irónica que fui perfectamente capaz de interpretar—, podríamos terminar de ver el… vídeo de una vez.

Se contuvo y no dijo fucking video. Pero lo pensó. No era tan elegante como se creía. Asentí sin atreverme a pulsar yo mismo el triángulo del play, por lo que fue ella la que tuvo que hacerlo. Y el vídeo continuó. Karolina estaba en un gigantesco baño de mármol con un lavabo doble encastrado, una ducha en la que cabía un ejército de salvación y, a pesar de eso, también una bañera. Y váter en otra habitación diferente para evitar sonidos indeseables que acabasen con el glamur. La modelo, que seguía en camiseta y tanga, se miraba al espejo y se echaba delicadamente unas gotitas de crema en la mano con un cuentagotas.

—¡Me siento como una científica! —exclamó para mi asombro.

—¿Y el asistente también le escribe esos diálogos?

—Pues no sé, inspector, es posible —respondió Sophie con clara muestra de hartazgo.

—Deberían contratar a un guionista de verdad. Dicen que los hay muy buenos. ¿Ha visto La casa de papel?

La reproducción no se había detenido, por lo que la modelo volvía a sonreír a cámara, otra vez en modo selfi, y explicaba qué le iba a deparar el día.

—Ya estoy en Madrid —dijo mientras asomaba la cámara por la ventana desde la que se veía el Congreso de los Diputados. No era complicado deducir en qué hotel estaba hospedada: en el mismo en que nos encontrábamos, resultaba obvio—. Esta noche —continuó, refiriéndose al día anterior, sábado— voy a presentar la nueva tienda de Secret Angels y estoy muy guay. Sabéis que esta ciudad es guay… —repitió. Hablaba un correcto inglés, mejor que el mío, con acento ruso y algunos errores gramaticales, pero en cuanto sonreía se le perdonaba todo. Estaba de nuevo sobre las sábanas blancas de la cama de más de dos metros que seguía deshecha al fondo de la suite. Se levantó sin perder la sonrisa y enseñó el cuarto: la cómoda en la que había hecho estiramientos, los sofás blancos del salón, todo muy espacioso—. Aquí estoy, sería guay —dijo por tercera vez— que pudierais compartir esto conmigo.

Tras decirlo, miró intensamente a cámara y guardó un momento de silencio. Me pareció que había una intención sexual en esa pausa, tal vez para sus seguidores masculinos, que, aunque no llegaban al 50 %, no eran pocos. Me sentí incómodo. Yo, un cincuentón, mirando a esa chiquita en ropa interior hablando sexi en su dormitorio. Podría ser mi hija. Verme observado por la principal representante del bótox en España me ayudó a centrarme en el vídeo que había subido a YouTube.

—Voy a desayunar un café y después otro café y un poco de quinoa —explicó a cámara.

—¿Qué le parece, inspector? —preguntó Sophie bajando el móvil.

—Que eso no es un desayuno ni es nada. ¿No ha visto usted el bufet que tiene este sitio?

—Estamos perdiendo dinero cada minuto que estamos aquí como bobos. —Al menos no dijo subnormales ni gilipollas.

Así que es eso, perder dinero.

—A ver, que entiendo que estén ustedes preocupadas por el dinero que pierden —acerté a decir ante el semblante mo-lesto de mi interlocutora, que había dicho algo que nunca pensó admitir—. Es una modelo muy famosa, pero si lo que me cuenta es correcto, llevaría desaparecida menos de veinticuatro horas.

—Casi veinticinco, en realidad.

—Ya, pero es adulta, mayor de edad…

—Inspector…—Sí.—En realidad —repitió— tiene diecisiete años.

Joder, diecisiete años.

—En su biografía pone diecinueve —dije consultando en mi libreta azul las notas que había tomado cuando el comisa-rio me mandó al hotel una hora antes.

—Bueno, verá —se explicó nerviosa la directora de la agencia—, esto nos evita tener que dar algunas explicaciones a la prensa, pero todo es completamente legal.

¿Por qué me aclara eso la señora? ¿Qué no iba a ser legal? Con diecisiete años también se puede trabajar con permiso paterno, digo yo. ¿O había algo más?

—Pues casi más a mi favor —señalé—, es joven, la noche madrileña te confunde…

—¡¿Qué noche madrileña?! —preguntó alzando la voz por primera vez—. Karolina es una profesional, se debe a su trabajo.

—Ya, pero…

—No hay peros, inspector —zanjó en su correcto inglés.

Sentí que me regañaba con un aplomo adquirido en cientos de reuniones con tiburones de los negocios y chiquillas caprichosas. Una mezcla explosiva. E imbatible.

—Anoche —prosiguió—, Karolina tenía que haber inaugurado la primera tienda full format en Madrid…

¿Full format?

—¡¿Qué más da eso ahora?!

—Pues no sé, como usted lo ha señalado, pensé…

Full format quiere decir que incluye todas las colecciones de lencería y ropa para dormir, los complementos, la cosméti-ca y las fragancias. ¡¿Satisfecho?!

—Me gusta aprender de cada caso, no crea.

—No se presentó —afirmó sin dejar que me explicara.

Había preguntado si estaba satisfecho con su aclaración, pero, en realidad, era una manera de intentar dejarme en mal lugar porque, para ella, yo era un ignorante en el mundo de la moda. ¿Ignorante? Mi madre había trabajado en ese sector toda la vida y yo había visto cómo se llevaba un negocio desde abajo, cómo se montaba una tienda; viajes a París para comprar patrones; la transformación al prêt-à-porter ya en los años setenta…

—Inspector, ¿me sigue?

—Le sigo, le sigo.

—Es que me parece que se despista.

—¿Despistarme yo? Para nada, señora, es mi manera de analizar.

La tía me estaba calando. Pero, vamos, que despistarme tampoco es la palabra, que me gusta el pensamiento lateral para abarcar todos los posibles flecos de una investigación. Eso es todo.

—Karolina nunca había hecho algo así en todos los años que lleva con nosotros.

—¿Años?

Se produjo un silencio incómodo. Por una vez, nuestras respectivas mentes pensaron lo mismo: si tenía diecisiete, ¿cómo podía llevar tanto tiempo en la agencia de modelos?

—Empezó joven —aclaró Sophie sin facilitarme más detalles—. Aquí cuidamos mucho a nuestras chicas. Y Karolina es de lo más profesional que tenemos en la firma.

—No deja de ser una chiquilla de diecisiete años —dije con cierto retintín que estoy seguro de que captó a la prime-ra—. ¿Quién fue la última persona en verla?

Como si mi pregunta hubiera provocado su entrada, Marcelo, un tipo de veintitantos, llegó a la suite con paso firme. Parecía avispado, guapo, tengo que admitir, pero de tamaño reducido. Un muñequín perfectamente vestido con un traje gris claro y caro y unos zapatos que brillaban más que mi incipiente calva al sol.

—¿Marcelo? —aventuré.

—Yo fui la última persona en verla —afirmó con un ligero acento italiano.

—¿Y a qué hora sería eso?

Marcelo sacó su móvil, también de última generación, pero algo más pequeño que el de su directora, faltaría más. Y un poco menos dorado. Lo desbloqueó con el rostro y lo consultó.

—¿Lo tiene apuntado ahí?

—No, es que subí un par de stories a Instagram nada más irse ella. Sería sobre las diez de la mañana de ayer.

Acabáramos… Unas stories. No terminaba yo de pillarle el tranquillo a eso de subir vídeos a Instagram con cada cosa que haces en el día, aunque me había servido para echar alguna bronca a mis hijos al ver los suyos… justo antes de que me bloquearan definitivamente. Pero no conocían mi segunda cuenta, anónima en este caso.

—Sí, aquí están —dijo Marcelo al encontrarlos—. A punto de borrarse porque solo duran veinticuatro horas. ¿Sabe cómo funcionan, inspector?

—Me hago una idea.

Marcelo me mostró el primer vídeo en el que se les veía abrazados y felices. «¿Os gusta mi pelo ice blonde?», preguntaba la modelo siempre en inglés, e incluía una encuesta en la historia: «Me encanta» o «Me fascina».

¿Ice blonde? —repetí yo.

—Ya no se lleva el rubio platino, inspector, debe tener matices, huir de los tonos planos. Un toque de rosa pálido…

—¿A qué hora era la presentación? —lo interrumpí. Me sobraba tanta explicación. Que si full format, ice blonde.

—Pensé que le interesaban los detalles —dijo haciéndose el ofendido—. A las once de la noche, con disc jockey, música, copas… Por todo lo alto. No queríamos hacer un evento de tarde. Ella tenía que estar a las diez y cuarto para maquillarse —especificó Marcelo, y me puso el segundo vídeo sin que tu-viera que pedírselo. Se les veía igual de felices citando a la gente para la inauguración de aquella noche—. Tras subir el vídeo, salimos los dos. Ella se iba al gimnasio y me dijo que no hacía falta que la acompañara, que ya había estado otras veces, que la trataban muy bien. Y la verdad es que yo tenía que cerrar unos asuntos de la decoración del local —explicó ante la mirada de su jefa, que lo taladraba. Ni mi comisario era capaz de sentenciarte así.

—¿Qué cree que puede haberle pasado? —pregunté para acabar con ese momento de tensión insoportable.

—Algo grave, sin duda. Karolina nunca habría faltado a un evento. Piense en todo lo que cuesta traerla de Londres, esta suite, montar la fiesta… Ella es muy consciente de las complicaciones que conlleva.

El Muñequín, como ya lo había apodado, también hablaba de los costes sin ningún problema. No es que me vaya a sorprender a estas alturas cuando en la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV) miran hasta el centilitro de gasolina que gastamos al aparcar en tres maniobras. Todo por la pasta.

—¿Entonces descartamos drogas, juergas o borracheras?

—Absolutamente. Ella es muy ordenada. Siempre que viene a Madrid hace lo mismo.

Daba la sensación de que todo el mundo coincidía en la profesionalidad de Karolina a pesar de su juventud. O era cierto o se habían puesto de acuerdo.

—Ayer hablé con ella a media tarde y estaba bien, pero no vino al hotel a la hora a la que habíamos quedado. Esperé un poco y la llamé sobre las 21:30. Tenía el móvil apagado. Ahí me empecé a preocupar. Tenía que venir, cambiarse…

—¿El móvil sigue apagado desde entonces?

—Sí.—Y siendo tan famosa, ¿tenía muchos haters?

—Ya sabe cómo son algunos followers de estas chicas..

.—No, no conozco a muchas modelos. Dígame cómo son los followers esos.

—La mayoría, maravillosos, pero siempre hay alguno que saca los pies del tiesto y escribe cosas inconvenientes. Aunque a esos se les bloquea.

—¿Y no hacen una nueva cuenta con otro nombre?

—Hasta yo lo hago para seguir espiando a mis hijos.—A veces sí, pero si los bloqueas un par de veces se dedi-can a acosar a otra.

—Y ese ya no es su problema, ¿verdad?

—¿Qué me quiere decir con eso, inspector?

—Nada. ¿Me podrían dar una lista de los bloqueados?

—Se lo miro. Estas chicas son muy deseadas.

—Se desea lo que se ve a diario —dije categórico algo que está en todos los manuales de criminología.

—Hoy en día, con las redes sociales —argumentó con conocimiento de causa el Muñequín—, todo el mundo lo ve todo y a todos a diario. No hace falta ser el vecino para desear a alguien.

—¿Y usted? ¿La desea?

—Soy gay, inspector —respondió clavándome sus ojos casi negros—, pensé que había notado cómo lo miro.

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Autor: Manuel Ríos San Martín. Título: Donde haya tinieblas. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros y Amazon

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