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El arte de la ficción

Tal vez les apetezca hoy viajar en el tiempo. Pongamos, por ejemplo, que nos vamos al año 1884, que es cuando se publicó, por cierto, el primer tomo de La Regenta, de Clarín. Si además nos trasladamos en el espacio a Londres, serán testigos de una batalla intelectual muy interesante. En el mes de abril de aquel año, un autor que por entonces era bastante conocido y exitoso, Walter Besant, ofreció una conferencia sobre literatura en la Royal Institution. La disertación tuvo tanto éxito que fue recogida después en un detallado fascículo y comentada por la prensa. El texto se titulaba «El arte de la ficción». Se dirigía a un escritor aprendiz imaginario y le ofrecía diversos consejos para crear la novela perfecta: describir solo la realidad conocida por experiencia propia, observar bien el mundo, seleccionar lo observado, presentar de forma dramática los hechos, trazar bien los personajes, tener fe en lo que se contaba, perseguir un propósito moral con la historia sin caer en la prédica y, sobre todo, codiciar la belleza del estilo narrativo.

"Según Walter Besant, para ser buen escritor debía nacerse con el don, pues el arte de ficcionar no podía adquirirse"

¿Qué les parecen estas normas? Ya les adelanto que algún autor de la época no se mostró muy conforme con ellas. Porque además, Besant añadía que «el arte mismo no se puede enseñar ni comunicar. Si lo tiene un hombre, él, de algún modo, bien o mal, pronto o lentamente, lo sacará a la luz. Si no lo tiene, jamás podrá aprenderlo». Resumiendo, que —según él— para ser buen escritor debía nacerse con el don, pues el arte de ficcionar no podía adquirirse. Añadía que un nuevo autor jamás debía pagar para que le publicasen una novela, por vanidoso que fuese su ego, y explicaba cómo debían crearse los personajes —con entidad propia sobre la trama— y los errores típicos de los autores novatos en este sentido. Remataba, entre muchas e interesantes consideraciones, deseando que se publicasen «menos novelas malas».

La parte divertida del asunto comienza cuando en septiembre de 1884 el famoso autor Henry James decide contestar a Besant. Y lo hace mediante un artículo que se publica en la revista londinense Longman’s Magazine. Parece que no está muy de acuerdo con las normas que su compañero ha delimitado para construir una buena novela, pues para él lo esencial es, sencillamente, que la historia a narrar sea interesante; y no solo eso, sino que ha de contarse con completa libertad y sin sujeción a normas. A mayor abundamiento, Henry James tampoco creía que la novela debiese reflejar una realidad conocida por experiencia propia porque, como suele decirse, crear es producir, no solo reproducir. Las novelas, considera, no pueden diferenciarse entre las que son «de personajes» y «de incidentes» (hechos relevantes), pues ambos aspectos se funden y deben formar un todo armonioso. Recalcaba, incluso, la existencia de relatos con sustancia, como el de Edmond de Goncourt —Chérie—, que en su opinión se quedaban a medio camino de su objetivo en cuanto a argumento, y que podían compararse con el «delicioso relato de La isla del tesoro, del señor Robert Louis Stevenson», que con «asesinatos, misterios, islas de temible renombre, escapes por un pelito, coincidencias milagrosas y doblones enterrados» había logrado su objetivo. Esto es, una buena historia que conjugase personajes y argumento, por delirante que este fuese.

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El asunto habría quedado aquí, muy posiblemente, si no hubiese sido citado en esta réplica el joven Robert Luis Stevenson, que viendo como un autor consolidado como James hablaba de su trabajo, no dudó en ofrecer sus observaciones en la misma revista, el Longman’s Magazine. Irónico, y con más chulería que un chulapo de Madrid, tituló su artículo «Una humilde amonestación», corrigiendo a ambos autores, de entrada, y diciéndoles que el arte de la ficción no era tal, pues «el verdadero arte que trata directamente de la vida fue el del primer hombre que narró cuentos en torno a una hoguera primitiva». Se salta las normas de Besant y las de James, y dice que la novela no existe por sus similitudes con la vida, sino por su inconmensurable diferencia con la misma: ahí es donde cree que radica el método y significado de la obra. Considera, además, que eso de la novela de incidentes está muy bien, pero que los personajes no necesitan crecer, solo ser congruentes. Asegura, además, que «la novela de carácter tiene esta diferencia de las demás: que no requiere coherencia de la trama (…). A veces se la ha llamado novela de aventuras», concluye, en clara alusión a los comentarios de James sobre su Isla del tesoro. Stevenson soltaba en su texto algunas cuantas pullas más y, como se imaginarán, el asunto fue objeto de múltiples comentarios. Llegó un momento en que, ya menos cabreado, el autor le escribió —diciembre de 1884— una carta de disculpa a Henry James. Éste, en vez de contestarle, viajó hasta el domicilio de Stevenson para visitarlo e iniciar una conversación y batalla dialéctica en condiciones.

No me digan que no debieron de ser tipos interesantes. ¿Saben qué sucedió? Que se hicieron amigos. Intercambiaron mucha correspondencia a lo largo de los años y debatieron deseando encontrar buenas respuestas a sus dudas existenciales y literarias. Supongo que, como dijo Stevenson en «Una humilde amonestación», el deseo puede ser un telescopio maravilloso.

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