Hay un mapa de cordilleras cristalinas que emerge durante el viaje, cualquier viaje, para dibujarse en el interior y permanecer como un negativo; huesos de una medusa rescatados en la playa y atesorados en las estanterías de la memoria. A veces, la impronta de la vivencia no queda capturada en un objeto, sino que es un lugar la que la alberga y despierta: “El recuerdo irrumpe en nuestra cabeza de una forma tan misteriosa como la creación”. En tierras del Danubio: Una geografía sentimental, de Denis de Rougemont (1906-1985) traza el espacio liminal que se extiende entre el mapa de las tierras del Danubio y la experiencia interior de su autor.
La clave que abre el libro es una cita de Hugo von Hofmannsthal: “Va por mal camino quien juzga lo mundano de manera distinta a lo simbólico”. En efecto, el esfuerzo por delimitar una “geografía sentimental” responde a la premisa de Novalis de que hay que romantizar la vida: “El mundo ha de ser romantizado”. Y esta romantización no consiste en una suerte de estetización vacía, sino en tender un hilo invisible hacia lo trascendente en lo concreto. Es lo que Hebbel describió (citando desde el prólogo a la segunda edición del Diccionario de símbolos de Cirlot) como el deber más importante de la vida: “Ese deber, para mí, es el de simbolizar mi interioridad”. El símbolo es símbolo cuando el significado no se halla ya expreso, sino que remite a otra cosa. Esto lo diferencia del signo. Y esta configuración de la memoria anclada en un lugar que la despierta convierte los espacios en vehículos para destruir el tiempo y llegar de lo concreto a algo mayor, de ahí su carácter simbólico.
Todo viaje responde a esta voluntad de juzgar siempre lo mundano indistintamente de lo simbólico: habitar poéticamente la tierra. Es lo que estabiliza, a la vez que dispersa y construye. El espacio donde la belleza puede elegirse por encima de guardar las formas. El viaje nos aleja para acercarnos; un deseo de prescindir de sí mismo: de rasgar la estructura muerta de Cronos y dejar que aflore el momento de la vida, de interrumpir el desasosiego por un tiempo. También para Rougemont, el viaje afirma la vida y la abre: “Es una cuestión anímica y no de movilidad. Nunca se sabe adónde lleva un auténtico viaje, es una aventura que tiene más que ver con la metafísica que con la psicología”. Rompe el pacto de la racionalidad: “Para sanar de Descartes, se debe amar durante un viaje”.
En tierras del Danubio se publicó en el original francés en 1932 bajo el título Le Paysan du Danube et autres textes (esto es: El campesino del Danubio) que necesariamente lleva a pensar en Le Paysan de Paris (El campesino de París) de Louis Aragon, de 1926. Si el paseante de Aragon es el flâneur, el explorador urbano de mirada externa que se adentra en la multitud para observarla, el que recorre las páginas de El campesino del Danubio no es otro sino el wanderer, el caminante cuyo único destino es el del peregrinaje a una geografía interior y responde a la voz-revelación de Enrique de Ofterdingen: “Era como si tuviera que ir a alguna parte a hacer algo, pero no sabía adónde tenía que ir ni qué era lo que tenía que hacer”. El libro es esto: un diario de viaje del wanderer con una gran licencia poética sin propósito. Anotaciones al modo de los Apuntes de invierno sobre impresiones de verano de Dostoievski; destellos fugaces que pasan por un diálogo con Swedenborg, Paracelso, Nietzsche y Goethe, entre tantos otros. El deseo iluminado de intentar, pese al inevitable fracaso, detener un bello instante; agotar la pretensión de alcanzar ese objeto desconocido que, en realidad, jamás se alcanza. Y que, de hacerlo, no quedaría sino destruirlo.
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Autor: Denis de Rougemont. Título: En tierras del Danubio. Traducción: Marta Cabanillas. Editorial: Gallo Nero. Venta: Todostuslibros


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