[22 – 28 de septiembre]
Temprano, escribes. Hoy avanzas seguro. Y, sobre todo, encuentras algo que aún te faltaba: la cita que abre la novela. Podría parecer algo menor. Pero sin esa frase de apertura la novela estaba en el aire. Es la frase que pronuncia un personaje del libro, como ya hiciste en Intento de escapada. Una cita falsa que tienes que construir. La reelaboras mientras te pinchan ozono en los antebrazos y la terminas de perfilar en la camilla. Cuando vuelves a casa, la escribes como puedes con los músculos y los tendones aún inflamados. Pero no puede esperar. La sitúas en la primera página, justo después del título. Te quedas un instante mirándola. Sientes que la novela comienza a estar completa.
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En clase, hablas de Winckelmann y de cómo el arqueólogo alemán utilizaba la Historia del Arte como herramienta de cambio político. Te emocionas al explicar el surgimiento de la esfera pública y todo lo que desembocará en las grandes transformaciones de finales del XVIII. Un estudiante levanta la mano. Esperas una pregunta. Sin embargo, lo que escuchas es diferente: «¡Que es la hora ya!», dice el chico. Miras el reloj: te has pasado cinco minutos. No sabes cómo reaccionar y apenas aciertas a disculparte. Pero de camino a casa el enfado va creciendo. Te ha sentado fatal el comentario. Como si alguien te hubiera devuelto bruscamente a tu sitio. Tú, fascinado con lo que cuentas, y al otro lado, estudiantes deseando salir corriendo. El mal sabor de boca no se te quita en todo el día.
Por la noche preparas la maleta. Al día siguiente viajas a La Palma. Cuatro días en el Festival Hispanoamericano de Escritores. Tienes ganas de llegar.
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El miércoles sales bien temprano en coche para el aeropuerto de Alicante. Vas, por una vez, con tiempo suficiente para llegar tranquilo y sin prisas. Al poco de arrancar, sin embargo, notas un ruido extraño en la ventanilla. Como si algo se hubiera soltado. De repente, nada más entrar a la autovía, el cristal comienza a bajarse solo. Continúas unos kilómetros, pero es incómodo conducir así. Y piensas, además, en cómo vas a dejar el coche aparcado varios días con la ventanilla bajada. Así que paras en una gasolinera y compras cinta americana. Subes como puedes el cristal y lo pegas con la cinta. Al menos así parece que aguanta. Vuelves a la autovía y, sin querer, aprietas el elevador eléctrico. Parece que ha vuelto a funcionar. Quitas la cinta y, mientras conduces, lo pruebas. Pero era un espejismo y se vuelve a bajar la ventanilla. Ya no tienes tiempo de parar porque comienzas a ir justo de tiempo para llegar al aeropuerto. Así que sigues conduciendo con la ventanilla bajada. De repente, una goma del cristal se suelta y comienza a dar latigazos. El coche parece estar cayéndose a pedazos. Pero no puedes parar porque no llegas.
Varios kilómetros antes del aeropuerto, encuentras una retención grande. Accidente de un camión y todo cortado. Treinta minutos de retraso. Ahora sí que no llegas. Aun así, continúas. Dejas el coche en un parking cerca del aeropuerto y vuelves a poner cinta americana a la ventanilla. Vas justo. Por supuesto, la furgoneta del parking no está porque acaba de salir. Cuando regresa, los pasajeros, varios con muletas, tardan una eternidad en bajar. Los que esperan, también con dificultades de movilidad, otra eternidad en subir. Cuando estáis todos en la furgoneta, el conductor trata de cerrar la puerta corredera, pero se vuelve a abrir sola. No hay manera de que encaje. Tienen que venir varios operarios a ayudarlo. Es la primera vez que le pasa, dice. No coges el vuelo ya seguro, piensas. Al llegar al aeropuerto, la puerta no se abre. Después de varios intentos, tenéis que salir como podéis por la puerta del conductor. Ahora sí que no.
En el control: colas largas. Las más largas que nunca has visto. Será la huelga. Miras el reloj: el embarque está a punto de cerrarse. Los que van delante también se lo toman con calma. Ahora todo te parece demasiado lento. Imposible llegar ya, piensas. Pero sigues. Y cuando por fin accedes al control, ya con todas las prisas: control aleatorio de equipaje. Te abren la maleta y la mochila. Con lentitud y cuidado. No llegas ya seguro. Pero tienes que intentarlo. Así que comienzas a correr por la terminal. Por supuesto, la puerta que han puesto es la más alejada del control —siempre suele ser al revés—. Al final, por una especie de milagro, consigues llegar justo cuando el embarque está a punto de finalizar.
Subes al avión acalorado y resoplando por la carrera. Y justo cuando vas a sentarte, compruebas que tu asiento está ocupado. Es entonces cuando te entra la risa. La azafata no sabe de qué te ríes cuando le preguntas que dónde te sientas. Al final encuentran un asiento para ti —alguien se había sentado en el tuyo por error y era más difícil moverlo (el hombre no tenía cara de querer hacerlo) que buscarte otro—. Te sientas sin dar crédito a la situación. Y continúas riéndote. Tienes material para el diario. Pero si lo contases en una novela, sería inverosímil. ¿Cómo le va a pasar todo eso a la vez a un personaje? Una comedia disparatada. Pero el caso es que a veces la vida tiene la estructura de la ficción. Y cuando las cosas se tuercen… Eso es lo que piensas cuando te abrochas el cinturón y el avión se encamina hacia la pista de despegue. ¿Qué más puede pasar?, te preguntas. Y es entonces cuando te entra el miedo. Afortunadamente, todo sale bien.
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Al llegar al aeropuerto de La Palma te encuentras con varios escritores amigos que iban en el mismo vuelo. Os llevan en autobús a Los Llanos de Aridane y vais directamente a comer. Desde el principio, llegan las risas, la conversación agradable y el ambiente desenfadado. Esa, intuyes, será la tónica del Festival.
Llegas cansado al hotel. Es bonito, con encanto, pero está lleno de gatos —en la comida alguien te ha dicho: “qué chulo, el hotel de los gatos”—. Te gustan, pero desde lejos. Eres alérgico y lo notas enseguida en los ojos y en la garganta. Por suerte, hay mucho que hacer estos días y apenas pasarás tiempo en la habitación. De hecho, en cuanto dejas las maletas y sacas la ropa, te vas directamente al festival. Allí, por fin, conoces a Miguel Ángel. Te edita este diario y nunca lo has visto en persona. Pero en cuanto lo saludas sientes una complicidad inmediata. Como si no fuera la primera vez, sino la continuación natural de una conversación que llevaba tiempo empezada.
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El jueves por la mañana visitas el observatorio astrofísico del Roque de los Muchachos. Todo un regalo. A pesar de las casi dos horas de trayecto en autobús, el camino te permite contemplar la isla y confirmar lo que ya intuiste ayer: La Palma es, de verdad, la isla bonita. Frondosa, llena de vida y de misterio. No puedes evitar sentir que estás en la isla de Perdidos. Cuando el autobús atraviesa las nubes y aparece el observatorio, la sensación se intensifica. Lo que ves te conduce directamente a una película de ciencia ficción. Contact, sin duda, pero también tantas otras. Espejos, telescopios, arquitecturas futuristas. Piensas incluso en las construcciones utópicas de Étienne-Louis Boullée. Hay un pulso romántico en todo aquello: la emoción de estar por encima de las nubes, contemplar el mar de niebla, como en un cuadro de Friedrich. Es lo sublime tecnológico. Y también lo que desborda a la razón: la conciencia de lo humano como algo diminuto, empequeñecido ante la naturaleza, ante la potencia de la técnica, pero sobre todo ante la inmensidad del cosmos hacia el que esos telescopios apuntan.
Ese sentido espiritual de la experiencia te hace percibir el Gran Telescopio Canarias casi como una divinidad. El guía lo nombra una y otra vez. «El GranTeCan», repite con solemnidad. Y a ti te suena a algo vivo, una criatura mitológica que palpita, respira y observa. El gran Tecán.
De todo esto hablas por la tarde en la mesa redonda. El cielo imaginario de los escritores. Cuentas lo que has sentido allá arriba. Y confiesas al principio que has echado de menos poder mirar las estrellas. Porque, más que el cielo, has visto el dedo que lo señala. Tratas de ser divertido y hacerlo todo liviano. Pero no puedes evitar también citar algún que otro filósofo. Sobre todo, cuando te preguntan por el modo en que aparece el cielo, el cosmos, en tu literatura. Después de pensarlo un poco, contestas que en tu literatura apenas hay cielo. Tus personajes no miran hacia arriba prácticamente en ningún momento. Pero sí que miran hacia atrás. Hacia el pasado.
Durante la visita, una especie de robot, Gara —que no acababa de funcionar bien, todo hay que decirlo—, terminaba su charla diciendo algo así como: «Y esa es nuestra tarea: llegar más lejos en el espacio y más atrás en el tiempo.» Te agarras a eso y a partir de esa idea reflexionas sobre la relación que hay entre mirar las estrellas y observar el pasado. Acudes entonces a una idea que Georges Kubler desarrolla en La configuración del tiempo, uno de los libros de historia del arte que más veces has leído: «Conocer el pasado es una actuación tan asombrosa como conocer las estrellas […] Los astrónomos y los historiadores tienen eso en común: se interesan por sucesos notados en el presente pero que ocurrieron en el pasado.» Y argumentas que en tu obra eso es una constante: el modo en que el pasado actúa en el presente. Por supuesto, acabas tu intervención con Walter Benjamin. Si no lo citas de algún modo —en este caso, la idea de constelación—, parece que la charla no ha tenido sentido.
No era fácil la mesa. Pero al final queda algo bastante digno.
Al terminar, te encuentras con Sergio. Una de las cosas que más ilusión te hacía del festival era también poder pasar unos días junto a él. Charláis con unas cervezas y continuáis en la cena. Ahí seguís riéndoos y comentando todas las jugadas. Por un momento, te sientes un niño con su amigo en una excursión. Esa sensación te rejuvenece. Te acuestas con la sonrisa puesta. Sueñas con viajes en el tiempo, astronautas e invasiones extraterrestres. Esta vez es lo más lógico.
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El viernes, a primera hora, os entrevistan en la SER. Te toca con Juan Bonilla. Todo sucede más rápido de lo que habías imaginado y en unos minutos ya estáis fuera de la radio. Te quedas un rato con él y habláis de libros y editores.
Le confiesas que, desde que leíste El que apaga la luz, lo sigues con admiración. Su narrativa y también su poesía. Lo que no le cuentas es que tienes muy presente la primera vez que escuchaste una entrevista suya en la radio. Fue en La torre de papel, el programa que dirigía y presentaba el añorado José Cantabella en Onda Regional de Murcia. Lo recuerdas con nitidez: en el coche, un domingo por la noche, justo cuando dejabas a Raquel en casa de sus padres. Y la pregunta de Cantabella, con su voz nasal, se quedó grabada en tu memoria: «¿Y qué está escribiendo ahora Juan Bonilla?». Durante años, Raquel la repetía para preguntarte en broma sobre lo que escribías: «¿Y qué está escribiendo ahora Juan Bonilla?». Así que Juan es un escritor que admiras, pero es también una presencia que, sin saberlo, te ha acompañado, aunque sea a través de la broma, en la intimidad marital. Conocerlo en La Palma es también una de las cosas que te llena de ilusión.
Comes con Sergio, separados hoy del grupo, y habláis, entre otras mil otras cosas, de su novela por venir. La has leído con muchísimo gusto y te ha parecido extraordinaria —aunque es cierto que, desde el principio, te tenía ganado con el tema y el enfoque, que toca el corazón de muchos de tus intereses—. Tienes ganas ya de que vea la luz y poder comentarlo con detenimiento. Hoy celebráis el libro y celebráis también la amistad. El restaurante, además, os recuerda algo a Venezuela, el lugar en el que doce años atrás os conocisteis. También por el ron que el propietario os ofrece al final, cuando cierra las puertas y os dice que no hay prisa. Cada vez que pedís la cuenta, el propietario lo repite —«no tengan prisa»— y vuelve a serviros ron. Está también a gusto. Se sienta con vosotros y os muestra el libro que está escribiendo. «Tiene doce prólogos», comenta orgulloso.
Salís de allí bastante contentos. Os sentáis en la terraza, con el festival al fondo, y continuáis charlando. Tú pasas al whisky. Luego, en la cena, vino y más risas.
Y después, te sientas con Miguel Ángel en una terraza a escuchar a Juancho contar historias. Te fascina lo que cuenta, pero también cómo lo cuenta. El ímpetu, la performance continua del conversador insaciable. Tampoco lo conocías en persona, pero recuerdas aquellos análisis culturales en el telediario de medianoche de Luis Mariñas. También forma parte de tu imaginario cultural de juventud, los rostros y palabras que conformaron una especie de paisaje mental de lo que significaba ser escritor. Tenerlo delante hoy es de nuevo un viaje en el tiempo. Podrías pasarte allí toda la noche. Aunque es cierto que estás ya destrozado del día largo. El último gin-tonic no ayuda demasiado. Pero ha merecido la pena. Un privilegio. El lugar y la compañía. Es lo que piensas mientras caminas hacia tu hotel, con los ojos ya cerrándose y las fuerzas justas.
*
El sábado te levantas con dolor de cabeza y el estómago revuelto. Resaca lógica.
Coméis frente al mar. Pero tú no estás del todo. Sudores fríos. La cabeza a punto de explotar. También el estómago. Intentas mantener el tipo y continuar las conversaciones animadas, pero en un momento, sientes que vas a vomitar y tienes que respirar hondo para evitarlo. Por suerte, la cerveza fría —que tenéis que negociar con el camarero— lo reestablece todo y al final acabas remontando milagrosamente. Aunque evitas abusar de la comida.
Te viene de repente el recuerdo de la última vez que estuviste en Canarias. Aquella vez fue el mojo picón, que te rompió el estómago —también a varios de los que iban contigo—. Casi no pudiste dar la charla que tenías programada. Pero sobre todo la vuelta fue terrible. Una diarrea imparable que llegó justo antes de subir al avión. Tuviste que entrar al baño de urgencia y hacerte una especie de pañal de papel higiénico para evitar el desastre. Sigue estando entre los momentos más incómodos de tu vida. Tienes miedo de que se repita.
Afortunadamente, hoy el estómago se reestablece y todo vuelve a la normalidad. Una minisiesta te salva. De fondo, golean al Madrid.
Por la tarde, conversación sobre el oficio de narrar. Haces lo que puedes. Estás correcto, pero no brillante. De nuevo, no era fácil. Tenías preparada tu intervención inicial y también unas preguntas para el resto. Pero luego nadie las sigue y cada uno acaba hablando de lo suyo. Podría haber sido peor.
En la cena, otra vez las risas. Sobre todo, cuando la camarera se acerca y dice: «me han comentado que aquí hay un intolerante». Se refiere a la intolerancia a la lactosa de Joan, pero tú no puedes evitar la broma. A ella le hace gracia ninguna. Pero a partir de ese momento ya no cesáis de reír. Eso es algo que recordarás, sin duda, de este viaje. Que te has reído como hacía tiempo. Has disfrutado como un crío en una excursión.
Después de la cena, te vas directo al hotel. «¿Ni una copa? Vaya decepción», bromea Miguel Ángel. Te apena no estar a la altura del personaje del diario, pero tu cuerpo no puede más.
Caes rendido a la cama y te duermes enseguida. Justo cuando estás en el mejor momento del sueño, unos golpes te despiertan. Cada vez más fuertes. Crees que es el viento. Pero oyes caer algo al suelo en la habitación y te levantas a ver lo que es. De repente ves pasar un gato corriendo. Ha tirado la mosquitera y se ha metido a la habitación. Crees que se va a sentir atrapado y vas a tener que correr. Pero cuando enciendes la luz, está junto a la puerta, mirándote con cara de lástima para que lo dejes salir al pasillo. Abres la puerta y el gato sale. No es, seguro, la primera vez que lo hace.
*
Despiertas descansado. Caminas hasta el pueblo. Desayunas en una terraza. Tranquilo. Solo. Satisfecho. Saboreas los últimos minutos en Los Llanos. Hasta que llega el autobús que os lleva al aeropuerto. De nuevo, tienes la sensación de estar de excursión. Viaje de escritores. Te notas a gusto ahí. Un mundo compartido en el que cada vez te sientes menos impostor.
En el avión de Madrid a Alicante, regresas un instante a tu novela —has estado fuera de ella estos días—. Cambias apenas dos frases. Es muy poco, casi nada. Pero llegas a casa con la inercia para seguir escribiendo. Hay algo, además, que traes contigo. Una energía renovada. Un deseo voraz de sentarte frente al ordenador. A veces te sucede cuando te rodeas de escritores. Te entran unas ganas tremendas de volver a casa y encerrarte a escribir.


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