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El consuelo de una mentira: Sobre “San Manuel Bueno, mártir” y el silencio de Dios

El consuelo de una mentira: Sobre “San Manuel Bueno, mártir” y el silencio de Dios

Hay libros que buscan respuestas. Y hay libros —muy pocos— que desgarran las que ya creíamos tener. San Manuel Bueno, mártir pertenece a esta segunda familia.

En apenas un centenar de páginas, Unamuno levanta una parábola herida, un evangelio invertido, una pregunta que sigue sin respuesta. Don Manuel es un cura bueno. Un cura que ayuda, que consuela, que ama a su pueblo. Y también un cura que no cree en Dios. O no del todo. O no como debería. Su fe es una cruz vacía, pero no deja de cargarla.

El lago y la montaña, símbolos que atraviesan el libro, resumen su drama: la duda como abismo, la fe como cima imposible. El lago está ahí, inmóvil, reflejando el cielo pero ocultando su fondo. La montaña, en cambio, se alza firme, parece tocar lo alto. Uno se pierde mirándose en el agua. El otro, desde la altura, parece abarcarlo todo.

"Todo el libro es una tensión insostenible entre dos palabras: resignación y compasión"

Don Manuel vive entre ambos: contempla el lago, pero actúa como si estuviera en la cima. Su abismo es privado; su altura, pública. Decide sostener al pueblo sin revelarles que él mismo se ahoga en su silencio. No quiere arrastrarlos con él. Prefiere mentirles —o protegerlos— antes que robarles su fe.

Como si la fe fuera una herencia que no se posee, pero que se protege.

Todo el libro es una tensión insostenible entre dos palabras: resignación y compasión. Don Manuel no lucha por convertir al pueblo: lucha por sostener su esperanza. Se sabe en derrota íntima, pero no renuncia a servir. Quizá porque en ese servicio —callado, desgarrado, incurablemente humano— está su forma de redención.

Blasillo, el bobo del pueblo, es el espejo más brutal. Porque es él, el inocente, quien cree con más fuerza, quien repite las palabras del cura hasta la extenuación. Y es él quien muere de pena cuando don Manuel muere. Unamuno coloca ahí una herida profunda: la fe ciega del inocente es la que más sufre cuando se apaga la luz.

Ángela, la narradora, vive entre la admiración y el desconcierto. Cree en don Manuel más que en Dios. Su escritura es un acto de fidelidad, y también de desahogo. Como una evangelista laica, da testimonio de lo que ha visto y sentido. Y lo hace con la conciencia dolorosa de que su texto puede no ser comprendido, de que su palabra puede volverse doctrina, consigna o consuelo barato. Aun así, escribe. Porque escribir es también sostener, aunque sea desde la duda.

"San Manuel Bueno, mártir no consuela: expone. No impone una interpretación, sino que invita —como toda gran literatura— a un diálogo abierto con el lector"

San Manuel Bueno, mártir no consuela: expone. No impone una interpretación, sino que invita —como toda gran literatura— a un diálogo abierto con el lector. Y ese diálogo solo es fecundo si nace de la incertidumbre, no de las tesis cerradas. Unamuno no entrega una respuesta: entrega una sacudida.

Y quizá ahí radique su grandeza. En un tiempo donde se exigen certezas, Unamuno escoge la herida. En un mundo que busca dogmas, ofrece dudas. Su novela no es una profesión de fe, sino una profesión de amor a pesar del silencio de Dios.

En un tiempo donde muchos sienten que la fe se ha vaciado y que la religión se ha vuelto espectáculo —más forma que fondo, más escenografía que búsqueda—, San Manuel Bueno, mártir devuelve la pregunta al corazón:

¿Dónde está la herida real, si todo parece decorado y nada sangra?

¿Y si lo que creíamos que era certeza era en realidad un consuelo?

¿Y si sostener a otros fuera más importante que sostenerse uno mismo?

Unamuno no responde. Solo escribe.

Pero su silencio sigue siendo, casi un siglo después, el más honesto de los gritos.

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