Inicio > Libros > Adelantos editoriales > El cuarteto de Oxford, de Benjamin J. B. Lipscomb

El cuarteto de Oxford, de Benjamin J. B. Lipscomb

El cuarteto de Oxford, de Benjamin J. B. Lipscomb

Esta es la historia de cuatro mujeres que, en el punto álgido de la Segunda Guerra Mundial, coincidieron en las aulas de la universidad de Oxford y que cambiaron la filosofía moral para siempre, reemplazando la árida escolástica por una vuelta a las discusiones sobre la bondad, la virtud y el carácter. ¿Sus nombres?: Elizabeth Anscombe, Philippa Foot, Mary Midgley y Iris Murdoch.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de esta suerte de biografía colectiva titulada El cuarteto de Oxford, de Benjamin J. B. Lipscomb (Shackleton).

***

1

HECHOS Y VALORES

La gente me pregunta, ¿cómo soporta uno estar vivo,
si todo es tan frío, tan vano e inútil? Bueno, desde el punto de
vista académico, creo que lo es, pero eso no significa que podamos
vivir la vida de esa manera.
—Richard Hawkins, en The Guardian, 3 de octubre de 1998

Nada volverá a ser lo mismo

Fueron aquellas imágenes las que la rompieron en dos.

Septiembre de 1945. La guerra había terminado, terminado de verdad, por fin. Philippa Foot y su marido Michael habían pasado el Día de la Victoria en Londres, pero ya estaban de vuelta en el lugar en el que Philippa se sentía más como en casa: Oxford. Si hasta entonces se habían andado con pies de plomo en lo que respectaba al futuro, para no esperar demasiado de él ni demasiado rápido, ahora todo empezaba a alinearse.

Se habían casado tan pronto pudieron organizar sus planes para el otoño: una ceremonia el día de San Juan en el registro civil de Caxton Hall, en Westminster. La compañera de cuarto de Philippa, Anne Cobbe, hizo de testigo. No fue la gran boda que sus padres habrían escogido para ella, pero en mitad de aquel ansioso entusiasmo por mirar de nuevo al futuro, nadie se puso a juzgar. Además, ¿para qué posponerlo? Philippa solo disponía de cierto tiempo aquellos últimos meses en el Chatham House, y aunque Michael seguía delicado, no había ninguna garantía de que no volviesen a convocarlo para prestar un último servicio en el Cuerpo de Inteligencia del Ejército antes de la desmovilización. Disfrutaron de una corta luna de miel en West Country, región del suroeste de Inglaterra, y luego de una semana de vacaciones a medias en Oxfordshire —Philippa impartía un curso de verano en la Asociación Educativa de Obreros— antes de volver a Londres para aguardar el final del verano, preparar la mudanza, planificar. Y ahora, aquí estaban: en una casita del siglo xviii, justo delante de los muros del New College. Según decían, Halley vivía allí cuando descubrió el cometa. Casa.

El año anterior había sido una carrera terrible y frenética: Michael capturado en Francia en agosto de 1944, a la fuga y apresado de nuevo brutalmente, con el cráneo y la columna fracturados; entregado a los Aliados en un canje de prisioneros meses después, su supervivencia pendiendo de un hilo. Pero sobrevivió: se reencontraron a finales de febrero; Michael convaleciente en su piso, a unas manzanas de Victoria Station, donde Philippa lo ayudó a recobrar poco a poco la salud. Cuando fue posible pensar más allá de la guerra, Philippa empezó a plantear la posibilidad de que la dispensaran de su puesto para volver a Oxford con Michael. En 1942, le habían ofrecido una plaza de doctorado en el Somerville College, la facultad en la que se había licenciado; la oferta seguía en pie. Y Michael podría retomar sus estudios interrumpidos.

Esa primavera, mientras Michael iba recuperando sus fuerzas —mientras aprendía de nuevo a caminar, prácticamente—, Philippa tenía mil frentes: trabajar, ayudar en un grupo de investigación sobre la reconstrucción económica de la posguerra, cuidar de Michael, mandar solicitudes de beca, organizar la boda y demás. Estaban al tanto —todo el país lo estaba— de las primeras grabaciones y las primeras fotos en prensa de los campos de concentración nazis, pero andaban con la cabeza y los días tan ocupados que no tuvieron tiempo de lo que el creciente clamor popular consideraba un deber moral: enfrentarse cara a cara con las imágenes de Buchenwald y Bergen-Belsen.

Aquellas primeras grabaciones de los campos de concentración fueron un cataclismo. El público británico no había estado expuesto a nada ni remotamente similar desde el fin de la Gran Guerra. El Ministerio de Información no había permitido que se publicaran imágenes gráficas durante el conflicto; para salvaguardar la moral, pero también para preservar la confianza de la ciudadanía. El recuerdo de la propaganda de la Primera Guerra Mundial sobre «La violación de Bélgica» —y el escepticismo que generó después— seguía escociendo. En el caso de las grabaciones, los periodistas debatían incluso si tal cosa podía ser cierta. Las fuentes sobre el terreno eran fiables, pero ¿de verdad los nazis eran capaces de eso?

Para prevenir el descreimiento, el 21 de abril el Gobierno británico envió a Buchenwald a una delegación de parlamentarios de diverso signo político. La mayoría no llegó a recuperarse nunca plenamente de la experiencia. Las grabaciones realizadas durante la visita fueron la fuente de todos los noticiarios documentales que salieron a la luz a finales de abril; el más contundente, el de Pathé: Atrocidades alemanas, narrado por la parlamentaria conservadora Mavis Tate. El sello de autenticidad que aportaban las imágenes de Tate y de otros parlamentarios, junto con el vínculo empático que esta y los cámaras alentaban entre prisioneros y espectadores (son «como usted y como yo», declaraba Tate enfáticamente) dieron lugar, no al descreimiento, sino a una experiencia que marcaría a toda una generación. «Créanme si les digo —aseguraba— que la realidad era indeciblemente peor que estas imágenes.» Y los espectadores la creyeron. Pese a que algunos dueños de cines temían que la gente, tras ver aquel contenido horrendo, se marchara de la sala al terminar el noticiario, aquello no les supuso ningún perjuicio económico. Durante semanas, las colas daban la vuelta a la manzana, y los noticiarios siguieron proyectándose mucho más tiempo del habitual. Hermione, condesa de Ranfurly, vio las imágenes en Londres a mediados de julio, dos meses y medio después de que se dieran a conocer. Su reacción es representativa de muchas de las que se recogieron por aquella época en la prensa popular y en los diarios remitidos a Mass Observation: «Un horror increíble. Más allá de la atrocidad y la maldad más descabelladas que hayamos concebido nunca. Estaba tan alterada que tuve que salir antes de que terminara».

Pero entre la celebración del Día de la Victoria en Londres, la organización de la luna de miel y los planes para regresar a Oxford, Philippa no se fijó en las imágenes de los campos —no las miró de verdad, como diría su amiga Iris Murdoch— hasta que Michael y ella estuvieron instalados en su nueva residencia. Y, entonces, un día, también ella fue al cine y vio las pilas de cuerpos, los restos carbonizados en los hornos, o retorcidos en la alambrada de espino electrificada, los supervivientes demacrados dando traspiés, aturdidos, los adolescentes aferrados a los cuencos de sopa aguada que habían repartido, respingando instintivamente cuando alguien se les acercaba. Y, como tantos otros, salió conmocionada.

Más tarde, fue al Keble College a hablar con su mentor, Donald MacKinnon. No había nadie cuyo consejo apreciara más y, desde 1943, siempre que pasaba por Oxford iba a visitarlo. Se sentaron una vez más el uno frente al otro; él en su maltrecha butaca y ella en la buena, reservada para alumnos e invitados. Para MacKinnon, un silencio prolongado no era nunca un problema, así que dejó que se prolongara este también. Philippa dijo al fin: «Nada volverá a ser lo mismo». Él le devolvió la mirada: «No. Nada volverá a ser lo mismo».

Mientras hablaban, y mientras recorría el pasillo sombrío de vuelta de las estancias de MacKinnon, en una de las torres neogóticas de Keble, Philippa fue tomando una resolución. Le interesaban infinidad de cosas. En la nueva solicitud para Somerville, había esbozado un proyecto titulado «La idea de sustancia en Locke y Kant». Pero ahora tenía también algo que decir sobre ética.

Nada en la filosofía moral de su tiempo servía para afrontar lo que acababa de ver. Y si la filosofía quería tener algún sentido debía ser capaz de responder a aquel horror.

—————————————

Autor: Benjamin J. B. Lipscomb. Título: El cuarteto de Oxford. Editorial: Shackleton. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

4.8/5 (4 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios