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El duende de Lorca

La Niña de los Peines había subido al tablao aquella noche con cierto aire aristocrático. Entre su público, hombres y mujeres de toda condición: el cantaor Ignacio Espeleta, conocido por su hermosura en toda Andalucía; una aristócrata, descendiente de Soledad Vargas, que había rechazado a un Rothschild porque por encima de los banqueros estaba su sangre; los Pavón, ganaderos de alta alcurnia, de los que se decía que alcanzaron el séptimo trabajo de Heracles con el toro de Creta. Pero todos tenían algo en común: habían conocido el duende. Y lo que aquella noche estaban viendo, con las formas esbeltas de la cantaora, su imponente guitarra y su compás exacto, su vestido de oro y su perfume caro, no era tal. Alguien gritó: ¡Viva París!, señalando el talante fino y sofisticado del espectáculo, pero también la carencia de esa magia que nadie sabe de dónde llega. Entonces, la Niña de los Peines, herida en su orgullo, se achuchó un trago de cazalla y empezó a cantar sin acompañamiento, con la garganta en carne viva. Sin la coraza, había aparecido el duende.

"Afirmaba don Vicente Aleixandre que en lo que no era comparable era en su persona: Federico García Lorca tenía el don de la expresión humana viva"

La anécdota la pueden leer en el volumen Federico García Lorca: De viva Voz, publicado por DeBolsillo, editado por Víctor Fernández y Jesús Ortega. La escena me sirve para explicar por qué este libro deja al desnudo el duende del poeta granaíno. En él podrá encontrar el lector una serie de conferencias, alocuciones y homenajes escritos por Lorca, la mayoría de ellos leídos en público, apuntes sobre algún tema cerca de ser expuesto, y otros asuntos de corte más íntimo que de nuevo nos descubren a un Federico más cercano, otra faceta más de un artista inmenso. Decía Aleixandre que, como poeta, Lorca podía ser comparado con otro, estudiado en paralelo a una corriente o una generación; pero afirmaba don Vicente que en lo que no era comparable era en su persona: Federico tenía el don de la expresión humana viva.

"Jorge Guillén afirmaba que cuando el poeta llegaba no hacía ni frío ni calor: hacía Federico"

Esa personalidad queda patente en esta serie de textos recopilados por Fernández y Ortega. Todo lo cubre, todo lo impregna. Su tamaña cultura le permite referirse en estas páginas a fenómenos artísticos tan dispares como el Cid, Berceo, Góngora, Lope, Cervantes o Rubén Darío, a todos ellos los desnuda, y todos ellos quedan entonces cubiertos con el traje de seda del verbo lorquiano. Jorge Guillén afirmaba, como bien se indica en el prólogo de esta edición, que cuando el poeta llegaba no hacía ni frío ni calor: hacía Federico. Algo hay de esa presencia infinita en estos párrafos, donde da igual si habla de la liturgia de sus toros, el aura de Nueva York o el hombre en segundo plano de Calderón: en todo ello se respira esa mezcla de tradición y vanguardia, ese envés de las cosas que con tanto arte supo ver el de Granada. Como había ocurrido con los oyentes de La Niña de los Peines, al escuchar aquí a Federico uno no encuentra las formas, sino el tuétano de las mismas. Duende, en suma.

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