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El espíritu de Roma, de Vernon Lee

El espíritu de Roma, de Vernon Lee

En El espíritu de Roma (La Línea del Horizonte), Vernon Lee no habla de la Roma que deslumbra al creciente turismo de la época, y que la autora desprecia y caricaturiza, sino la de rincones e iglesias ocultas, casi fantasmales; la del silencio y la inmundicia que dignifica con su atenta contemplación. Aquí la erudición estética no está reñida con la anécdota, ni con la hilazón de fragmentos que parecen yuxtaponerse como las estructuras de Piranesi, el artista que según Vernon Lee mejor comprendió Roma. Conocida y traducida solo como autora de relatos fantásticos, la otra Lee, la enamorada de Italia, brilla aquí en toda su intensidad. Mujer de apasionado temperamento e inteligencia inusual, polemizó con escritores como Oscar Wilde y Henry James y cultivó la amistad de Edith Wharton y G.B. Shaw. Desde que empezó a publicar con nombre masculino se vistió habitualmente de hombre y en sus años finales fue una firme defensora del pacifismo y los derechos de la mujer.

Zenda publica el prólogo firmado por Amparo Serrano de Haro, la traductora de esta edición.

Prólogo

Vernon Lee: isla con fantasmas

Amparo Serrano de Haro

Vernon Lee, cuyo verdadero nombre era Violet Paget (1856-1935), fue una isla… Inglesa, de padre francés y residencia casi permanente en Italia; aislada en medio del poderoso océano que fue la construcción secular de la cultura victoriana, para la que ella era demasiado rupturista y avanzada, pero a la vez rechazada por el otro proceloso futuro mar de la modernidad, cuyos navegantes querían cortar con el pasado reciente; enamorada del arte sin ser pintora, sino con las palabras («word painter»); vocacional historiadora del arte de bellísima prosa y también escritora cuyas historias, a menudo fantasmales, se sitúan siempre en los confines artísticos del pasado. Fue la suya una existencia entre dos siglos, dos culturas, dos sexualidades y dos vocaciones que exigían una definición perentoria que nunca llegó, y que, al contrario, la colocaron en el abismo del funambulista que va de una cumbre a otra, eligiendo finalmente situarse en una equidistante tierra de nadie que es, quizás, el único lugar en el que las personas extraordinarias pueden ser realmente fieles a sí mismas.

Su nombre ha sido durante mucho tiempo una palabra clave, una contraseña discreta por la que los amantes de lo exquisito y las gemas raras del arte y la literatura, podían reconocerse como hermanos de la sociedad secreta de la excelencia, en medio de los conocimientos más frecuentados y, por supuesto, más férreamente defendidos, por ser más, evidentemente, evidentes.

En Vernon Lee nos encontramos con una personalidad de ambición plural que escribió cuentos, novelas, textos de viaje, crítica de arte, textos pacifistas, teoría psicológica y estética; alguien que fue calificada por las mentes más brillantes de su tiempo como «excesivamente inteligente» al decir de Henry James, Oscar Wilde, Lytton Strachey, Mario Praz… Y que, sin embargo, logra pasar casi de puntillas por el éxito y la fama.

Sin duda tanto su condición de viajera permanente, y en cierto modo «apátrida», no jugó a su favor, al igual que su lesbianismo: todos sabemos ya que la base «infame» de la fama es el uso político o de cualquier tipo al que ese alguien pudo prestarse en vida, o al uso que se hizo de ella a su muerte por las generaciones posteriores. Son difíciles las posibilidades de adscribir a Lee a alguna causa útil, a cualquier «poder», incluyendo el feminismo —aunque sin duda se ha vuelto a recuperar su figura gracias a él— a pesar del acercamiento de Lee a los presupuestos feministas de sus últimos años. Pero la manipulación a la que se puede someter una figura tan libre, contradictoria e independiente como la suya, es casi nula.

También, sin duda, su condición femenina y su amplia cultura le hicieron proclive a caer en ese «Triangulo de las Bermudas» histórico que se tragó durante siglos a cualquier mente brillante que tuviese la ocurrencia de nacer mujer, es decir, el abismo insondable y hambriento de lo amateur. Lee, que empezó a publicar a los veinticuatro años, fue considerada una aficionada, quizás genial, pero no una figura «importante» o de «autoridad», por esas dos razones tan poco razonables: por ser mujer y por escribir inteligentemente, sobre muchos temas diversos.

También es cierto que al ser mujer se aceptó más fácilmente su dedicación a actividades literarias consideradas por entonces menores o «ligeras»: esencialmente la crítica de arte, los cuadernos de viaje y las historias de fantasmas —que tenían el mismo seguimiento popular entonces que tienen ahora los thrillers o novelas noir—. Por ello es pertinente plantear la difícil cuestión de delimitar si realmente eligió escribir sobre los temas que amaba, o si escribió sobre aquello de lo que se podría aceptar, socialmente, que ella fuese la autora y, que, por lo tanto, sus escritos pudiesen ser publicados. Sería, efectivamente, una delicada decisión, si no fuese porque hay tanta pasión y conocimiento en sus escritos sobre arte, tanta personalidad y nostalgia en su acercamiento a una ciudad, tanto dolor en sus fantasmas…

Es reseñable, aunque sea de pasada, al igual que ocurre con el tema de las mujeres fotógrafas al final del XIX y principios de siglo XX, que escribir sobre arte era considerado entonces una tarea esencialmente «femenina ». El abandono de la fotografía en manos de mujeres se dio fácilmente por considerarse un medio esencialmente mecánico de reproducción, de «mímesis» que no se pensaba, en líneas generales, que requiriese ningún talento especial, ningún don, ni técnica, ni genio, sino solo paciencia y la capacidad de manejar, repitiendo una y otra vez el mismo proceso, unos aparatos no excesivamente complicados. También se consideraba en la prensa que era muy «propio» y adecuado que fuese una mujer la que escribiese sobre arte, ya que el tema en sí se juzgaba «femenino», pues se trataba de «describir» con «sensibilidad» lo que ya estaba a la vista; de rendir en palabras, en algo similar a un proceso de traducción «mimética», lo que estaba ya hecho y lo que, por lo tanto, no requería «inventiva», ni tampoco ningún talento especial, sino paciencia y atención al detalle. Además, claro, de modo subterráneo, estaba la asociación casi automática que se hacía entonces del arte con la belleza y de esta última con la mujer: de algún modo, era lógico que fuese alguien ligado por su naturaleza a las «leyes de la belleza» quien hiciese la descripción de un objeto artístico regulado por esas mismas leyes.

Aunque su nombre de nacimiento fue Violet Paget, ella escribía con el pseudónimo masculino de Vernon Lee. Y eso era, entonces, algo relativamente aceptable: mujeres escribiendo con nombre masculino o bajo la cobertura de «Anónimo», una incidencia tan común que llevó a Virginia Woolf algunos años después a declarar: «Anónimo es una mujer». Pero como siempre ocurre con los seudónimos, su función va más allá de resolver una dificultad social: es también una necesidad sicológica. Es la máscara más real. Para Vernon, este nombre falso representa su ser más auténtico y su vida más verdadera: toda aquella persona realmente cercana a ella, la conocía por su seudónimo y así firmaba todas sus cartas personales.

Es un hecho evidente que la genialidad y el talento crean envidia, y por lo tanto enemistades, y que, a su vez, lo único que sostiene social y económicamente a alguien son precisamente esas cualidades; más aún cuando además su (discreto) lesbianismo le pone al borde de la exclusión social… La mayor riqueza de Lee eran su agudeza, su exquisita educación en las artes y el conocimiento profundo de al menos cinco idiomas. Fue fácil pensar para esas mentes rastreras, cuya vulgar idea del éxito es que se les invite a almorzar gratis o se les traduzca a muchos idiomas —obviamente estoy haciendo una traslación humorística, a nuestra época, pues la vulgaridad entonces era el amor al dinero por encima de todo, al igual que ahora— que se la podría fácilmente eliminar de las listas que llevan primero a la Gran reputación y finalmente a la Fama eterna. Y así fue. Al menos durante el tiempo de su vida mortal. La lista de la gente que la detestaba, que la encontraba ridícula o que decían que lo era, rebuscando motivos y adjetivos para desprestigiarla; la de las amistades que rompieron con ella y nunca le perdonaron algo, es mucho más larga que la de sus amigos leales y constantes; bien es verdad que ella renovaba continuamente este apartado, llevada por una curiosidad intelectual inextinguible. Luego, claro, en los siglos venideros de los rastreros no quedará nada, ni una mancha de grasa, y, sin embargo, Vernon Lee, aunque nunca totalmente ausente, después de un periodo de relativa oscuridad, resurgirá de nuevo, siendo la reedición de algunos de sus escritos y el interés por sus teorías, un fenómeno admirable e imparable que se viene dando desde el año 2000. En la actualidad, en Inglaterra, que fue su patria materna, se está procediendo a la reedición de muchos de sus escritos. Esta es por cierto la primera aparición de sus «páginas romanas» en español. El tema del eterno retorno, el triste e incierto fantasma de la inmortalidad, es, por cierto, uno de los motivos recurrentes que habitan nuestro libro, esta especie de diario dedicado a Roma.

De la genialidad de Lee, que una vez pasada la extrañeza inicial que produce el encuentro con su voz profundamente original, no hay ninguna duda, estas páginas lo atestiguan cumplidamente, y explican el hecho de que se le abrieran muchas puertas en el mundo editorial y social, pero también por su criterio independiente, capacidad para ver más allá de las apariencias, e irreprensible inteligencia, consiguió hacerse numerosos enemigos que sembraron su vida de más dificultades de las que ya había adquirido en su infancia. El lector o lectora de este libro comprenderá inmediatamente, en cuanto empiece su lectura, que alguien que puede hablar de la Capilla Sixtina, la obra magna de Miguel Ángel, una de las obras más reproducidas y valoradas del mundo, con esa descacharrante lucidez y falta de protocolo, con la que lo hace ella y sin dar a su visión ningún énfasis, sino casi podríamos decir que «de paso», atenta solo a expresar su propia visión, es capaz de casi todo, al menos en su mente, al menos por escrito.

Algunos apuntes de su vida y obra

La infancia y adolescencia de Vernon Lee están sin duda detrás de ese extraordinario coraje intelectual que tuvo que desarrollar a lo largo de su vida, y, aunque solo sea a grandes rasgos, merece evocarse algo de esa vida errante por Europa que fueron sus primeros años. Vernon era la hija de una madre bella, rica, excéntrica, de la buena sociedad inglesa, Matilda Hamilton, que, a raíz de la muerte de sus padres cuya fortuna se labró en «las colonias », entró en un interminable litigio con sus hermanos, lo que la dejará casi en la ruina. Al quedarse viuda se refugia en Francia con su hijo pequeño. Esa huida tiene por objeto, sin duda, alejarse del control social y actuar a su guisa, pero principalmente estirar unas rentas modestas, que en el continente europeo podían asegurarle una vida más acomodada que en su propio país. En Francia se enamora del tutor de su hijo y se casa con él, y de ese curioso matrimonio desparejado nacerá Violet/Vernon. Una madre que podría haber sido concertista de piano, excesivamente apegada a su hijo mayor, de quien Violet tomará el segundo nombre, Lee, como apellido, un padre ausente, un entorno cambiante. Para mayor consternación, el único hijo varón, Eugene Lee Hamilton, el hermano mayor de Violet/ Vernon, irá sufriendo una progresiva parálisis por causas psicosomáticas que solo desaparecerá a la muerte de su madre. Abandonada a la deriva psicológica de ese peculiar enredo de afectos, seguramente excesivos y desequilibrados, en los que ella parecía ser el elemento menos importante, Vernon pronto se puso a escudriñar en su entorno inmediato en busca de algo que pudiese paliar su soledad. En ese momento, con diez años, entró en su vida una amistad de su madre que la cambiará para siempre, se trataba de Mary, la madre del artista John Singer Sargent, a quien conoce en Niza en 1866. Este es un encuentro decisivo para Vernon que hará proyectar su amor e interés hacia el arte en primer lugar. Además, puesto que su madre había elegido la música y su hermano la poesía, es lógico que encontrase en la emoción de la pintura un camino propio hacia la sublimación artística para paliar así su falta de amor y estabilidad. Sin embargo, la cualidad más determinante del genio de Vernon Lee fue siempre su capacidad para las palabras y, de modo muy inteligente, su acercamiento al arte no se produce por medio de paletas, pinceles y pintura, sino a través del discurso, del logos.

Siempre ligada al arte y a las palabras, la vida de Vernon tiene, sin embargo, dos momentos que marcan un acercamiento diferente en su interés. En primer lugar, está su relación con Mary Robinson, una joven poeta inglesa de familia acomodada que conoce en el primer viaje de Mary a Florencia en 1880, que es curiosamente también la fecha de la publicación del primer libro de Vernon sobre la ópera del siglo XVIII y el fenómeno de los castrati, escrito siguiendo, inicialmente, el campo de interés de su madre por la música. Con Mary, cuya amistad es aceptada y aún alentada inmediatamente por la familia, tendrá una larga relación de ocho años. Junto a Mary, Vernon se lanzará a desarrollar otros aspectos, fundamentalmente literarios; se alejará de los estudios musicales, y su acercamiento al arte estará presidido por su técnica literaria y la conciencia de sus emociones. Además, empieza a escribir relatos y cuentos. Menchu Gutiérrez, en su interesantísimo prólogo a Vernon Lee en La voz maligna (Atalanta. 2006), nos revela cómo el egoísmo de la familia y su despreocupación por herir a Vernon le resultan a Mary tan descarados e insoportables que acaban en motivo de preocupación y de indignación: «Matilda (la madre) estaba orgullosa de Vernon y adoraba a Eugene. ¿Necesito decir con qué despótica y falta absoluta de escrúpulos sacrificaba la vida de Vernon por la de él?». A través de Mary también tenemos este pequeño retrato que hace de Vernon: «Tenía el pelo rubio y suave y ojos grises y benignos, que brillaban a través de unas enormes gafas redondas de estilo siglo XVIII, puedo ver la larga columna de su cuello, los rasgos cómicos, irregulares y delicados, que formaban un rostro tan elocuente y entusiasta; y, especialmente, veo las manos finas, con sus frágiles dedos retroussés que emergían de los puños almidonados de su traje. Tenía un aire audaz, refinado, combativo y tímido al mismo tiempo».

Creo que esta descripción enlaza perfectamente con el retrato de Lee por John Singer Sargent: el mejor y más famoso de sus escasos retratos. Vernon como un chico estudioso y un poco irónico, con su cabello corto (o recogido) y sus gafas, con los labios entreabiertos como a punto de decir algo…, una réplica aguda, una frase feliz. Pero Vernon, era también amante del deporte, tal y como se entiende en esa época y como veremos en las páginas de este libro: largos paseos por la ciudad y el campo, excursiones en bicicleta en las que le gustaba bajar cuesta abajo sin frenos, marchas por la montaña… Un chico inquieto con afición a leer y escribir, siempre con libros y al vez siempre atento a lo que le rodea sin distinguir jerárquicamente entre los elementos: la gente, los objetos de arte, los edificios, los cielos, la luz…

Se puede entender que, en torno a Mary y su interés literario, ya que ella era poeta, Vernon se lanzara a distintos géneros, empresas siempre en prosa, fundamentalmente el relato corto, y específicamente el relato corto con fantasmas situado en el pasado, pudiendo aprovechar así la riqueza de conocimientos que tenía sobre ese tema y, sobre todo, pienso que expresando así todas estas «cosas que no pueden ser», pero que son, y que quedan en su psique como figuras sin realidad, fantasmales, y a la vez presentes. Estas historias de fantasmas gozaban entonces de un gran seguimiento y demanda, era un éxito lógico de algún modo, en una sociedad tan represiva como la victoriana en la que tantas cosas quedan solo a nivel fantasmal, temas que se quedan sin nombrar, de índole sexual, claro, pero también, de los distintos abusos que se producen tanto a nivel familiar como estatal en el marco de una sociedad represiva que se pretende altamente moralista. Sin embargo, su primera novela Mrs Brown (1884) basada en el mundo artístico de la Hermandad Prerrafaelita y terriblemente ácida con respecto a esta, no tuvo el éxito que ella esperaba, y que quizás merecía. Según Henry James: «Enfríese primero, escriba después. La naturaleza de la moralidad es ardiente… ¡La del arte es gélida!». James le recomienda menos dureza en el juicio de sus criaturas literarias, y es verdad que, en su propia obra, James pocas veces juzga, sino que hábilmente describe, dejando a sus lectores la libre interpretación de los hechos y los personajes. Desgraciadamente para Vernon, enjuiciar es casi simultáneo con observar, no de una forma directa y ramplona, pero igual que al pintar tenemos que, inmediatamente, juzgar acerca de lo acertado de las líneas de un boceto, o de la justeza de los colores, para corregir o continuar, Vernon no puede evitar acompañar el juicio de su agudo sentido de la observación.

La amistad con James fue sin duda muy importante para Vernon, aunque frágil y llena de sospechas, como todas las relaciones de James con mujeres, en general, y especialmente con mujeres escritoras. Y se vio interrumpida cuando al gran novelista le pareció verse retratado de modo poco halagador en un cuento escrito por Lee.

Pero, aún más grave para Vernon, su relación con Mary no duró más de ocho años, pues ella la dejará para casarse con el erudito francés James Darmesteter, un filólogo especializado en persa. Sin duda, Mary actúa así empujada por su familia que temía esta relación de amistad tan «fuerte» con Vernon y quería prevenir que acabase desembocando en algún tipo de escándalo: recordemos que son los años en que Wilde dio con sus ilustres huesos en la cárcel. A pesar de los intentos de Mary por demostrarle a Vernon que sin duda era esta la «mejor solución» y que no tenía por qué acabar con su amistad. Vernon sufrirá terriblemente, hasta el punto de caer en una depresión que le durará casi dos años. Felizmente para ella, en ese mismo momento de la ruptura, conoce a una pintora escocesa, Kit Anstruther-Thomson. Kit será la que le rescate de su tristeza y con ella como compañera de ruta iniciará una serie de estudios de orientación más científica que literaria, basados en la búsqueda de las leyes de percepción de la obra de arte que superen el subjetivismo y la auto-referencialidad, básicamente a través del concepto de Einfühlung o empatía, tal y como la desarrolla Theodore Lipps, como elemento principal en la «apreciación» del arte. Así Lee entroncará sus descubrimientos e hipótesis (que son anteriores) con la teoría de Lipps. A través de Vernon este concepto entra por primera vez en el vocabulario inglés de la crítica de arte.

Parece que Kit, —contrariamente a Mary no era una intelectual, sino una pintora—, sigue este camino de investigación por el que la conduce Vernon, más por devoción amorosa que por verdadero interés personal. Durante los años de investigación sobre el arte y su efecto sobre el espectador, y en la escritura de los textos que surgen como consecuencia de esos estudios —textos escritos por Vernon, pero en los que continuamente intenta entregar más de la mitad del mérito a Kit—, parece evidente que la participación de Kit es más imaginaria o fantasmal que real. En realidad, Kit es el conejillo de indias o ratón de laboratorio de Vernon, que debe de explicar pormenorizadamente a Vernon sus reacciones físicas frente al arte: respiración, tensión muscular, y demás, frente a obras bellas o feas. Es una etapa en la que Vernon se cartea y publica con muchos científicos interesados en el mundo de la psicología de la percepción, ya que hablaba, leía y escribía en alemán sin ningún problema; es ahora una Vernon científica que busca orientar su vida y sus intereses de modo distinto a la etapa anterior. Finalmente, Kit, agotada de tener que estar involucrada de este modo tan física y mentalmente absorbente, en la vida de Vernon, también acaba por abandonarla. Esta decisión suya coincide con la amenaza de llevarlas a los tribunales por parte del crítico norteamericano Bernard Berenson que encontraba demasiadas coincidencias con las teorías de apreciación desarrolladas por Vernon y Kit y la suya propia; es notable cómo la amenaza de escándalo tronchaba vidas en esa época. En mi opinión Berenson, gran crítico de arte e historiador, otro ilustre habitante de Florencia, que también usó los descubrimientos de Morelli en muchas de sus teorías, pudo basar también muchas de sus intuiciones en el trabajo que las dos amigas llevaban desarrollando durante años. Pero, sin duda, es un tema delicado, que requiere un cuidadoso estudio.

Para Vernon, el apoyo final de su vida lo constituyen sus distintas amistades del círculo literario y artístico, así como el trabajo constante. En total escribirá unas cuarenta obras a lo largo de su vida. Hasta el final estará interesada por «lo que se escribe» y mostrará su interés por los nuevos autores…Pero son sus propios textos lo más constante en la vida de Lee. Vernon pasará los años finales de su vida recluida y sola en la casa que su familia había adquirido en Florencia, Villa Il Palmerino, como un fantasma sordo, pero digno. Después de un último esfuerzo por escribir una novela exitosa: Louis Norbert (1914) que fue también un fracaso comercial, centró su último esfuerzo intelectual en la defensa del pacifismo. Puesto que la última etapa de su vida coincide con la Primera Guerra Mundial, creo que es fácil colegir lo poco oportuno de esta última opción, odiosa para todos los países que pensaban sacar todo tipo de rendimientos de este terrible primer conflicto mundial. El pacifismo de Vernon está guiado, como todo en ella, por su sinceridad e idealismo, y también su amor por Alemania, que ella no podía ver como un enemigo sino como parte integral de la cultura europea y, por tanto, occidental. Una vez más, queda patente su independencia con respecto a las corrientes predominantes del pensamiento de su época, y queda claro que no pagó ningún tributo al mundo y sus veleidades para conseguir siquiera un poco del reconocimiento para la posteridad.

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Autora: Vernon Lee. Traductora: Amparo Serrano de Haro. Título: La muerte de Roma. Editorial: La Línea del Horizonte. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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