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El francotirador paciente

Me sumergí en El francotirador paciente (Alfaguara, 2013), de Arturo Pérez-Reverte, nada más publicarse, como suelo hacerlo, siempre fiel con la mayoría de sus obras. Igual que me ha sucedido con otros de sus libros, sabía que éste en concreto era un lugar al que volvería, tarde o temprano. Al revistar las pequeñas anotaciones y subrayados que hice en su día, y aunque el tiempo siempre da nuevas perspectivas, sigo pensando que ese libro es un disparo certero contra los moldes mentales. No es lo que uno espera, ni falta que hace. Eso es lo bueno del asunto.

"Nos adentramos en el arte del grafiti, en sus luces y sombras, sus aspectos más criticables y loables"

Todos aquellos que creen que el arte está íntimamente relacionado con la vida van a encontrar en este libro un referente. Nos adentramos en el arte del grafiti, en sus luces y sombras, sus aspectos más criticables y loables y, lo más interesante, topamos de nuevo con un concepto sumamente revertiano: el de la geometría del Universo inconmovible que sonríe a todos, paciente. Según palabras del propio autor «sólo la lúcida y fría observación de la realidad histórica del hombre permite entender. Y en ese proceso es fundamental el arte». De hecho, en mi opinión, se trata del tercer ajuste de cuentas que el autor hace en su vida literaria: Territorio comanche, El pintor de Batallas, y El francotirador paciente. Puentes, Instantáneas y Pinturas que tienen consecuencias.

En El francotirador paciente la enigmática especialista en arte contemporáneo Alejandra Varela, apodada Lex, es contratada por un importante editor para encontrar a Sniper, uno de los grafiteros más famosos del mundo, con el fin de proponerle una exposición retrospectiva de su obra. El problema es que la identidad de Sniper es un misterio, así como el lugar donde reside. Lex emprende una persecución que la llevará desde Portugal a Italia, pasando por Lisboa, Verona, Roma y, finalmente, Nápoles. Y no está sola en esta búsqueda.

"Hay ciertas cosas que no quedan impunes, existe un precio a pagar y nadie está exento de ser observado por el azar paciente e imprevisible"

Todo está narrado desde el punto de vista de Lex, una mujer infranqueable en sus silencios y fatigas, que resulta ser el alter ego del escurridizo Sniper. Lex es otro francotirador paciente que perdió por el camino algo en lo que creía. Hay ciertas cosas que no quedan impunes, existe un precio a pagar y nadie está exento de ser observado por el azar paciente e imprevisible. De que éste te ponga en su punto de mira, y dispare. Personalmente veo aquí un guiño al Duelo a garrotazos, esa esencia grafitera que Goya plasmó magistralmente en una de las paredes de su madrileña casona de la Quinta del Sordo. Sobre este pintor dijo Ortega y Gasset: «No es verosímil que nadie, después de haber contemplado una buena porción de su obra al menos, se sienta ante ella indiferente. En cambio, es muy posible que a algunos Goya les irrite. Pero esta irritación no es cualquiera. Posee un peculiar cariz. Va disparada contra el artista, pero da un culatazo sobre quien la siente, dejándole preocupado respecto a sí mismo. Esto es lo peculiar de Goya». Y creo que también es lo peculiar de nuestro misterioso Sniper.

Como en mayo del 68, la ciudad se ha convertido en un campo de batalla y los desafíos de Sniper son estallidos de lúcida ira cuya onda expansiva provoca inquietud. Al final actúa como lo hacían los espejos deformantes de Valle-Inclán, sin piedad. Su aparente falta de escrúpulos y vanidad desconciertan y, a pesar de todo, un ejército entero le responde y le respalda. Lex es quien va a intentar entender, interrogándole, como hiciera Markovic con Faulques en El pintor de batallas. No obstante, quiero destacar que existe aquí un breve espacio para los restos de aquello que se salva y perdura: la inocencia destruida por esas mismas implacables normas del juego que Sniper quiere probar. Hay una poética en ese recuerdo, con la forma de una firma en la pared que se desvanece en el tiempo. Mientras cada cual naufraga a su manera —ninguna de las acciones que se lleven a cabo en esta persecución quedará impune— ese recuerdo permanece intacto. A salvo.

"Arturo Pérez-Reverte consigue una estética especial presentándonos este mundo de luchadores callejeros, que tienen sus propios códigos y normas"

Arturo Pérez-Reverte consigue una estética especial presentándonos este mundo de luchadores callejeros, que tienen sus propios códigos y normas, algo que en el tablero del Territorio Reverte es muy valorado. El arte existe no solo para iluminar y conmover, sino también porque a veces es cuanto queda para poder expresarse. El grafiti es otra forma más de manifestación artística, pero quizás la más libre y abierta desde el principio de los tiempos. Tiempos arcanos en los que se pretendía expresar sentimientos o anhelos, como aquellos grafitis descubiertos en 1868 por el hidalgo y arqueólogo don Marcelino de Sautuola y su hija María en las oquedades de Altamira. Un arte subliminal, subversivo y misterioso que, en ocasiones, roza la frontera con el vandalismo y otras veces traspasa la genialidad. Genéricamente, el grafiti reclama el derecho a escribir y, como le escuché una vez expresar a don Arturo, «a sentirse joven en la víspera de la batalla», algo que en la novela se denomina «experimentar los treinta segundos sobre Tokio». La estética literaria de esta novela se logra con una ambientación impecable, por un uso del lenguaje, bronco, moderno y de tribu —propio de la jerga de los grafiteros— y, desde luego, con los interesantes personajes que desfilan como secundarios —editores, empresarios, sicarios— que de tan bien dibujados parecen sacados de un cómic de Hergé.

El francotirador paciente es una obra que recomiendo encarecidamente. Es audaz, emocionante y posee un ritmo que va subiendo de intensidad, progresivamente, como una pieza de jazz con sus improvisaciones y quiebros, hasta conseguir la culminación dejando en vilo al lector justo en el momento oportuno. El inteligente dominio escénico y la narración resulta tan tremendamente visual como acostumbra lograr la maestría de Arturo Pérez-Reverte, que, si permiten el atrevimiento, yo definiría como el Spielberg de las letras hispánicas.

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