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El mal de Schumann

El mal de Schumann

No basta ser bobo, además hay que parecerlo, aconseja el valeroso soldado Svejk.

En un mundo fácilmente habitado por bobos —Antonio de Solís, en el siglo XVII, nos dio la clave de la progresión de los mismos al avisarnos de que «un bobo hace ciento»— la revisión artística que supuso el cambio del siglo XIX al XX arrancó en España con la edición del libro de Max Nordau Degeneración, obra seudocientífica en la que se pone en tela de juicio el arte que entonces era considerado moderno, colocándole la etiqueta de frívolo, enfermizo y afeminado (sic). Y ahí seguimos, estancados como bobos, un siglo y pico después.

"Somos esos antiguos irrevocables creyendo ser los inventores de la modernidad, cuando esta es el pasado en toda regla"

Afectados por la extinción, vivimos de las rentas que aún nos ofrecen las viejas vanguardias, alimentando el pícaro deseo de hacernos pasar por bobos cuando los verdaderamente bobos no tienen otra aspiración que la picaresca. Si es que aquí solo llevan premio los pícaros y los bobos. Hemos pasado en poco más de una generación de la tímida advertencia «yo, señor, no soy tonto» al desafiante «mira, tío, es que yo soy tonto, ¿y qué?».

La lección nos llega con las primeras líneas de la novela de Jaroslav Hašek Las aventuras del valeroso soldado Švejk, donde se nos informa que su antihéroe —bobo de remate— quedó exonerado de servir en el ejército precisamente al ser declarado tonto por la comisión médica militar; por lo tanto, su idiocia, exasperante para los demás, resulta ventajosa para él, lo que nos pone en guardia a la hora de sopesar sus averías. Por lo demás, una novela magistral, otro regalo nacido en las sombras irrepetibles de aquel Annus mirabilis moderno: 1922.

"Somos plastinados observadores de quienes a su vez nos observan de reojo, instalados en el escaparate de aquel comercio, al que podemos llamar Matadero 5"

Somos esos antiguos irrevocables creyendo ser los inventores de la modernidad, cuando esta es el pasado en toda regla. Y no basta con ser bobo, sino que, enfermizamente presos de las apariencias, hay que parecerlo, pues al igual que los infelices a los que se refirió Sebastian Brant en el siglo XV (y después muchos otros, así El Bosco, Baroja o Katherine Anne Porter, entre otros), es como si nosotros —robots, hikikomoris, cyborgs y otras especies desganadas; o sea, irremediablemente bobos y abocados a la extimidad, por decirlo en términos lacanianos (otra antigüedad)— también viajásemos en una suerte de Stultifera navis, o barco de los estúpidos, por el País de los Tontos, con el objetivo de arribar a una nueva Narragonia, de pésimas previsiones, cuya temperatura no ha de bajar de los 451º Fahrenheit; es decir, en un medio hostil para los libros ya que, según Javier Marías, «donde no hay papel se acabó la vida».

Somos plastinados observadores de quienes a su vez nos observan de reojo, instalados en el escaparate de aquel comercio, al que podemos llamar Matadero 5, situado en una calle oscura y apartada de la ciudad del silencio y la devastación, o expuestos en una parcelita arrinconada del decrépito zoo tralfamadoriano. Vecinos de Billy Pilgrim. Observadores, no más; ellos y nosotros, los de ahí fuera y los de aquí dentro… Tal es el caso de Wakefield, o el hombre de la multitud, u Oblómov, o Perec en la plaza Saint-Sulpice, o ese otro que soy yo ahí enfrente, quien por sus pintas de alelado me obliga a disimular… «Je est un autre».

Si bien, conforme nos enseña Nietzsche en su Zaratustra, «es preferible ser un necio por propia cuenta que un sabio con arreglo a pareceres ajenos».

Pero resulta que Nietzsche, que no dejó títere con cabeza, también ha muerto, dado que ahora somos necios —sí, lo somos—, pero por cuenta ajena, ay.

"Nuestra modernidad es puro siglo XX y ha resistido a no pocas embestidas que la han justificado hasta la asfixia"

Ser humano es ser estúpido, ya sea en su variante tragicómica o en la catatónica. Estúpidos tragicómicos como Margites o Švejk y otros que al menos sugieren el parentesco con éstos, tales como, por citar a vuelapluma, Gargantúa, Simplicissimus, Sancho, Yorick, Akaki, Bouvard, Pecuchet, los gemelos Tweedledum y Tweedledee, Münchhausen, Zeno «el inepto», Benjy, Perejilondo, Blas Herrero, Ignatius Reilly, Azarías o el rey pasmado; alguno incluso con estatuas por el mundo y otros solamente en su pueblo; pero con estatua, ¿eh? De los catatónicos mejor no hablar, aunque están en la mente de todos, cuando no en el espejo enterizo de nuestra habitación.

Eso que ahora tomamos como modernidad no son más que los restos en descomposición de un cadáver del que apáticamente aún nos alimentamos. Nuestra modernidad es puro siglo XX y ha resistido a no pocas embestidas que la han justificado hasta la asfixia. Entre el hundimiento del Titanic y el derrumbe de las Torres Gemelas —bomba atómica y rock and roll de por medio— cupo todo en aquel siglo del escarabajo (de Kafka a los Beatles, pasando por el Wolkswagen que hizo del automóvil un bien accesible a prácticamente todo el mundo). Pues eso: el siglo del escarabajo.

Imitando algunas excentricidades de Canterell —el personaje de Raymond Roussel—, nos mantenemos aparentemente activos merced a sucedáneos raros como es el caso de la Resurrectine, que nos permiten, cual cadáveres recientes en el jardín de Locus solus, interpretar una y otra vez, sin final a la vista, el pasaje preferido de nuestra vida, porque somos depredadores de cualquier idioma nacido para la literatura, aun inmersos en la trivialidad más desconsoladora. Somos refractarios a la realidad, dado que «somos los libros que nos han mejorado». Y, además, nos repetimos sin remedio.

Señoras y señores,

NO QUEDA IDIOMA PARA LA LITERATURA

Tal vez el silencio nos redima.

Nos sucede lo mismo que a Philip Chandos (a la postre lo mismo que le sucediera a Hofmannsthal), para quien el idioma literario se había agotado irremediablemente, hasta el extremo de que las palabras en su boca se transformaban automáticamente en una suerte de ceniza incomestible.

"Por otro lado, de un tiempo a esta parte los burros ya no tienen las orejas grandes, pero, ay, los escritores sí, pues tienden a escucharse a sí mismos en un ejercicio solipsista inevitable"

Se escribe con la sensación de que cada sílaba es un tic o un tac dentro de un orden administrativo y municipal. Cada sílaba no es más que una vulgar porción de tiempo, cuando no de ideología. Estamos hartos. Hablar en tanto haya palabras: algo similar dijo Beckett y lo escribió Pavese antes de apagar la última luz en su habitación con espejo enterizo. Seguro que también lo tuvo presente Raymond Russell, igualmente, antes de acabar con todo en aquel cuartucho de hotel en Palermo, experiencia en cuyos pormenores tuvo la ocurrencia de adentrarse Leonardo Sciascia para dejarnos un librito detectivesco, frío y prescindible (Actas relativas a la muerte de Raymond Roussel).

Si soy moderno no soy original, y es que ser moderno hoy en día es más antiguo que las pulgas. «Hay que ser absolutamente moderno», dijo Rimbaud hace más de un siglo para nuestro oprobio. Nosotros no somos en absoluto originales. Bernhard, uno de los últimos, lo dijo a su peculiar manera: «La imaginación nos ha hundido en una monotonía filosófico-económico-mecánica».

Aquí me asalta la última palabra de Charles Foster Kane: Rosebud. Muchos dirán que Rosebud nos conduce a la infancia de Kane a través de un trineo o una cuna; otros apuntarán a las partes íntimas (capullito de rosa) de la ocasional amante del señor Hearst. Pero nadie conoce con certeza —ni falta que hace— el significado verdadero de dicha palabra inventada. Yo prefiero pensar que significa algo más hermoso y esperanzador que la infancia de un magnate o el carajito de una damisela. Significa ENIGMA.

"Finalmente, me encomiendo a Simeón el Loco, patrón de los titiriteros, dado que la fábula me conduce a nada, porque esa misma nada es mi experiencia"

Por otro lado, de un tiempo a esta parte los burros ya no tienen las orejas grandes, pero, ay, los escritores sí, pues tienden a escucharse a sí mismos en un ejercicio solipsista inevitable, descartando escuchar, ya fuese de pasada, a sus colegas. Cuando permanecen en silencio, a los escritores actuales —que huyen de dar nombres amparándose en ridículas fórmulas al uso: «para no molestar a nadie»— les acompaña un zumbido confuso e indescriptible del que han de surgir sus íntimas y sospecho últimas palabras, porque ellos, asimismo, viven gracias a la Resurrectine con la esperanza de hallar la definitiva palabra-enigma, algo parecido a Rosebud.

Es como si todos siguieran la consigna dada por Bulgákov en el arranque de El maestro y Margarita cuando aconseja: «No hables con desconocidos». Valga decir, no leas a nadie, escúchate y que nadie pronuncie la palabra Rosebud, u otra salvadora en igual medida. Démosle la espalda al enigma y ahora todos contra la pared.

A todo ello, y más que no cabría en estas apresuradas líneas, yo lo llamo «el mal de Schumann», habida cuenta de que éste padecía con horror la trepidación de toda clase de ruidos en su cerebro. Unas veces —para su desgracia las menos— escuchaba ruidos angelicales, y entonces Schumann aprovechaba el estímulo para sentarse al piano y componer. Pero eran más las ocasiones en que los ruidos en el interior de su cabeza resultaban insoportablemente infernales. Aquello era terrible, según confesión de Clara, su viuda. Algo similar al viaje alrededor de nuestro cráneo que nos vino a relatar el gran escritor húngaro Frigyes Karinthy.

Finalmente, me encomiendo a Simeón el Loco, patrón de los titiriteros, dado que la fábula me conduce a nada porque esa misma nada es mi experiencia. Sufriría hasta la claudicación al admitir que ya no me era posible contar nada que nunca antes hubiese sido contado por otro o por mí mismo, siendo yo entonces otro o nada.

Florecería la náusea.

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