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Margot y las palabras a través del espejo

Margot y las palabras a través del espejo

Hay quien prefiere bruñir el lenguaje hasta el límite, en un esfuerzo no siempre fructífero y a menudo simplemente decorativo, caprichoso y lúdico, pero por lo general bienintencionado.

En ocasiones es preferible la espesura del chocolate a la claridad del agua, especialmente cuando nos acucia el hambre y no la sed. Hay una literatura clara y otra espesa, en el mejor sentido de la expresión para ambos casos. La clara es amable, previsible y directa; la espesa no, de ahí que ofrezca mayores posibilidades en su más costosa lectura, en su análisis y en la particular comprensión. En el primer caso el lenguaje representa la realidad, en tanto que en el segundo la sustituye. Es por eso que resulta tan difícil escribir, como nos avisa un experto en el oficio, Thomas Mann. Dijo el maestro: «El escritor es ese señor a quien más trabajo le cuesta escribir».

Personalmente, los juegos de palabras, y todos los posibles malabares que quepa imaginar dentro de un orden literario, me ponen auténticamente de buen humor. Sobre todo cuando la prestidigitación nos la ofrece un avezado escritor que ha decidido apostar por el riesgo a partir de la mera exaltación fónica del lenguaje; es decir, acogiéndose al valor eufónico de las palabras llevadas a su condición esencial, en tanto elementos aparentemente inanes, con el fin de resaltar su disimulado valor: la musicalidad verbal e incluso la plasticidad gráfica.

"En dicho galimatías el alma pasó a llamarse Margot, la libertad Jeanneton, la religión Javotte y Dios —oh, maravilla entre las maravillas— Monsieur de l'Etre"

Así el caso de Cortázar al escribir en glíglico. O Lewis Carrol, por un lado, con el jabberwocky, y por otro partiendo del nonsense («el Smark es un Boojum») para llegar a la palabra maletín. Nabokov acude al zemblano. Anthony Burgess se las arregla con la jerga juvenil nadsat, en tanto que Carlo Emilio Gadda —principalmente por boca del comisario-doctor Ingravallo, pero valiéndose asimismo de la peripatética comunidad en torno al 219 de Vía Merulana— cuando habla «contamina idioma y jerga» a partir de un hermético pasticciaccio. De gusto más ambicioso se me antoja el método ideado por Nicolas Boindin, basado en un vocabulario secreto con el que los tertulianos del Café Procope —nido de enciclopedistas— conseguían dialogar libremente entre ellos ante la ominosa vigilancia de los policías torpemente camuflados. En dicho galimatías el alma pasó a llamarse Margot, la libertad Jeanneton, la religión Javotte y Dios —oh, maravilla entre las maravillas— Monsieur de l’Etre.

Por lo tanto, se me ocurre pensar que sería factible escuchar en aquel café algo así: «La Jeanneton de Margot por la Javotte hacia Monsieur de l’Etre… Y, al igual que los espías allí presentes, nos quedaríamos en blanco al no captar el mensaje, por otra parte sonoramente impecable.

"Lenguaje óptico o la cálida humedad de las palabras que se oxidan una vez amortizada su sexualidad"

No se trata estrictamente de palabras escritas, sino más bien sonoras. Tampoco estrictamente sonoras, más bien visuales. A lo mejor se trata de contrapalabras portadoras del mismo sentido que un espejo deformador o un pecado de pretenciosa simetría; un sentido especular, un ambigrama o un mensaje a lo Da Vinci, un inabarcable poema sin principio ni fin, como los laberintos de Escher, o una de esas partituras cangrejo de ida y vuelta como las que nos regala J. S. Bach. Un juego deformante (o decapitante; ay, Lezama), según el orden y los principios que han de regir los llamados espejos de la risa, aquellos que antaño instalaban en las ferias itinerantes para deformar nuestra imagen, provocándonos la risa floja del esperpento.

Lenguaje —para Heiddegger el verdadero problema que filosóficamente se le presenta al hombre no ha de ser tanto la búsqueda de la verdad como la búsqueda del lenguaje—: maullar, rebuznar, cloquear, ronronear, gañir, relinchar, graznar, rugir, mugir, ladrar, arrullar, cotorrear, balar, aullar, cacarear, silbar o hablar. Comunicar.

Lenguaje óptico o la cálida humedad de las palabras que se oxidan una vez amortizada su sexualidad. Hablo de las palabras, pero valdría decir lo mismo acerca de las imágenes y los sonidos para aproximarnos a lo que nuestros antepasados dieron en llamar Arte.

"Sería ocioso enumerar en estas apresuradas páginas los múltiples ejemplos de escritura intencionadamente indiscernible, o artificiosa en cualquiera de sus acepciones"

Igualmente recupero el Manuscrito Voynich. Escritura especular o capricho fuera del espejo. Cabría asociar ese idioma, indómito por incomprensible, por más que cumpla la irrebatible Ley de Zipf y otras ortodoxias, como involuntario precedente —así ha de serlo, entre otros, el indiscernible lenguaje de los ángeles que tramposamente Edward Kelley decía rescatar de las bolas de cristal aprovechando sus extraordinarias dotes de ventrílocuo— de la poesía fonética iniciada por Hugo Ball en su famoso poema dadaísta Karawane. Me imagino a Ball recitando a viva voz su composición en el salón del Cabaret Voltaire, entre el denso humo azul de los cigarros, las picardías dadá y las carcajadas futuristas. Comienza así:

Jolifanto bambla o falli bambla.

Sería ocioso enumerar en estas apresuradas páginas los múltiples ejemplos de escritura intencionadamente indiscernible, o artificiosa en cualquiera de sus acepciones, donde tal vez quepa adscribir, con las debidas reservas, desde El sueño de Polífilo (Colonna) hasta Paradiso (Lezama Lima), pasando por algunas propuestas de Tristram Shandy (Sterne), La edad del pavo (Jean Paul) o El señor Presidente (Miguel Ángel Asturias). Y ya puestos, me animo a añadir esa minimalista alternativa al dadaísmo, en palabras de Adrienne Monier, que es Bibi-la-Bibiste, novela en una página de Raymonde Linnosier.

En castellano son dignos de mención La saga/fuga de JB (Torrente Ballester), Atila (Aliocha Coll) o Larva (Julián Ríos), en tanto que entregado al divertimento lingüístico, e insuperable en esa faceta, tenemos al cubano Guillermo Cabrera Infante, quien a través de los retruécanos y otras licencias estilísticas supo mezclar, como pocos, lo popular y la erudición (costumbrismo y vanguardia), el día y la noche —La Habana para un infante difunto y Tres tristes tigres—, replicando al maestro Joyce —Ulises y Finnegans Wake—. Asunto aparte representa ese monumento a la hermosa rareza que es Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández.

"La literatura nació para iluminar subjetivamente los misterios del mundo"

Al mismo tiempo puedo imaginar a las hijas del poeta cubano Mariano Brull recitando en casa, para las visitas, poesías escritas por su padre en una lengua ficticia a partir del castellano caribeño. Entre aquellos invitados se encontró en alguna ocasión Alfonso Reyes, quien nos legó el término jitanjáfora, tras haberlo rescatado de entre los versos de Brull, para describir esa clase de aventuras líricas.

A propósito del work in progress de James Joyce, el libro resultante (Finnegans Wake) es harina de otro costal y nos viene al pelo para preguntarnos en qué idioma se desenvuelve el más importante libro menos leído de todos los tiempos. Más aún, ¿en qué lengua se presenta una vez «traducido» a otra lengua? ¿Traducido o reescrito?… El idioma literario ha de ser uno y, por lo tanto, universal.

No obstante, tras FW no queda idioma disponible para la literatura. Por ello, más que nunca, compartimos este sabio dictamen de Julián Ríos: «El futuro de la literatura está en el Quijote».

La literatura nació para iluminar subjetivamente los misterios del mundo.

Y uno siempre acaba recuperando la siguiente afirmación de Marcel Proust: «Los libros que amamos parecen escritos en una lengua extranjera».

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